martes, abril 23, 2024

.. MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (II)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (II)


II EL GENIO POLITICO


«Cómo somos omnes de fuerte ventura!». Era verdad. La Castilla del «antiguo dolor», aun a trueque de otros muchos sacrificios, iba a ser venturosa. No podía continuar aquella situación de anarquía en que a cada paso había un conde que dividía todo el territorio logrado con sangre, en pequeñas taifas. Castilla debía empezar a ser una. A la vez que un genio militar, necesitaba un genio político. Y allá en el sur, en la tierra surcada de arroyos y poblada de robles, dominando la majestuosa cuenca del Arlanza, surgió un día un formidable castillo y una iglesia dedicada a San Millán. Desde allí se divisaba en la lejanía la tierra fuerte arrancada a los árabes y colindante con las riberas del Duero.



El adalid


En aquel castillo se educó el adalid. Había pasado la niñez en la montaña entre pastores y conocía todas las asperezas del lugar y del clima. Los corceles sabían de su agilidad y destreza y los riscos y la espesura habían experimentado su arrojo y denuedo cuando clavaba el venablo en el fiero jabalí. Era alto, robusto, rubio y pulido. En el semblante le brillaba la arrogancia y el donaire. Con razón un monje le había profetizado: «Será por todo el mundo temida la tu lanza». Pero a la par, en la ausencia del padre, su madre, la condesa de Lara, ejemplar recio y austero de mujer de Castilla, le había ido afincando en el alma los sentimientos religiosos, y su tío Núñez González, viejo y experimentado político, le había despertado la conciencia de su misión. Bravo resultó el mozo, enérgico, prudente y sin miedo. Cuando desde la altura del Picón de Lara contemplaba la tierra de los castillos, el pecho le rebosaba de ambición. ¡Si él unificara aquellos dispersos condados; si los unificara bajo un solo mando; si fuera señor de un Estado fuerte, frontero a las tierras que aún quedaban en poder del Islam, otra sería la fortuna de la naciente Castilla y otro el trato del rey leonés qué los miraba como vasallos!...


Aquel sueño político de la mocedad fue luego la realidad plena de una vida. En aquel Conde de Lara, flamante mancebo en el primer tercio del siglo X, encontró al fin Castilla su caudillo. Era hijo de Gonzalo Fernández, el conquistador de la línea del Duero y de Munadonna, la condesa por antonomasia, «la más condesa de todas». Se llamaba Fernán González.


Cuando se examina y medita la historia del adalid castellano se admira en verdad el jefe militar, pero aún más sorprende el genio político. Porque que Fernán González, criado y educado para la guerra, sintiera el espíritu de milicia de su pueblo y no tuviera una arruga en el corazón, es obvio en la semblanza de un hombre para quien el batallar era como una necesidad espiritual, como un quehacer innato en su temperamento. Por algo el monje de Arlanza le llamaba «guerrero natural» o «héroe de humano corazón y de pechos granados», y en verdad que cumplió con su destino de campeón de la cristiandad. Porque si no tuvo que ensanchar más sus dominios, los unificó y robusteció, haciéndolos inaccesibles a las arremetidas de la algara cordobesa. Frente a los moros nunca padeció adversidad la estrategia del Conde castellano, que llegó a ser el brazo derecho de la Reconquista. De su bravura supieron muy bien las huestes de Abderramán ante los muros de Osma, en los campos de Hacinas y ante el castillo de Simancas.



Fernán González, politico


Pero Fernán González fue esencialmente un político astuto, hábil, tenaz y enérgico. Su propósito capital fue crear un Estado. Y este empeño alcanza la máxima dimensión histórica porque, si para el siglo X lo preciso era una Castilla independiente, aquel nuevo Estado representaba nada menos que la primera célula nacional de España, a cuya hegemonía habrían de soldarse después los demás grupos peninsulares. La primera etapa en la construcción de este Estado fué unificar los pequeños territorios condales, bajo la preponderancia del de Lara. Por eso ya en el 931 se empieza a deslindar el condado por hacer como un recuento de fuerzas, por determinar el territorio inicial para la gran aventura. Y ciertamente que aquella heredad responde, porque se alistan cerca de setenta villas bajo el dominio de Lara. Este poder le lanza con astucia a llamarse «conde de Castilla» a emular el título de los reyes, proclamándose «conde por la gracia de Dios». Y la Castilla dispersa se le agrupa y los pequeñas taifas desaparecen y la política unificadora de Fernán González alcanza su plenitud. Es ésta una etapa de hábil gobierno, de diplomacia, de conciertos matrimoniales, de fundación de abadías, de prestación militar de servicios a la Corona, de imposición de prestigio y personalidad.



Castilla frente a León


Cuando hay ya un solo conde «totius Castellae» comienza el trance difícil. Castilla se enfrenta con León. Es verdad que el reino leonés, sucedáneo del primitivo núcleo asturiano, había cumplido con su misión providencial. Ante la historia nada puede aminorar el honor inmarcesible de haber sido el primer baluarte de la Reconquista, el primer germen de la resistencia, el primer reducto mantenedor de la civilización cristiana cuando toda la península naufragaba en la invasión agarena. Pero aquella monarquía agotó sus primeros impulsos en la restauración de lo visigótico. Lograda la necesaria estabilidad, constituido el reino, apoyada su defensa en los recursos geográficos naturales, sucedió una etapa en que la prístina ambición reconquistadora sufrió una merma considerable.


Hacía falta una más amplia concepción política, fundada en la gran empresa de arrebatar al Islam con la mayor prontitud el solar patrio invadido y crear sobre nuevos moldes un espíritu nacional. Por eso, en el caso de Fernán González no es un vulgar separatismo, no es un afán particularista el que liga con León. Nos atreveríamos a decir que se enfrenta lo auténticamente nacional con lo que es una herencia gótica. Fernán González no obedece a una mera ambición de mando. Es intérprete fiel de un pueblo que, ante la alarma de la frontera, ha cuajado su temperamento recio y viril, su sentido de la vida y de la muerte, su concepto de la libertad y de la justicia. Se siente llamado a una misión histórica: la de iniciar el camino hacia una unidad superior, imponiendo la hegemonía castellana, porque la estima más nacional y políticamente más útil para consumar la gran tarea guerrera de la Edad Medía. Su rebeldía es la santa rebeldía de la España que nace y que quiere ser como es Castilla.


Por eso el astuto Conde no admite reparos ni remilgos. Quiere, por el momento, la independencia de los suyos y está dispuesto a la lucha frente a quien sea. No le importa caer vencido y prisionero ante el rey de León. Ni volver a la prisión en poder del monarca de Pamplona. Su mujer, sus hijos, sus magnates, su pueblo, le serán fieles con tenacidad sin ejemplo. Bastará su efigie para seguir gobernando Castilla y los suyos continuaran teniendo a raya el poder del Islam. Esperará quince años. Pero vencerá. Llegará un día a ser hacedor de reyes, y su tierra, aquella tierra amorfa y dividida será libre, estará poseída de la conciencia de su poder, será la «Castella bellatrix», terror de la morisma, y habrá quedado ya ancha y una. Desde Cantabria y Vasconia, las Asturias de Santillana y las fuentes del Pisuerga hasta la línea fuerte del Duero, la gran Castilla independiente es ya una realidad.



El nuevo concepto nacional


Se ha creado una gran raza de hombres libres. He aquí el significado más hondo de la política de Fernán González. Una raza a la que el vivir de frontería, a la que una vocación de perpetua milicia había liberado del apego a la tierra y de los compromisos sociales.


Una raza que cobraba aristocracia al defender castillos en la linde o repoblar ciudades de vanguardia. Una raza, en fin, que sentía al amparo de su Conde, mantenedor de las viejas costumbres nativas, la elevación del trabajo, el respeto a la dignidad humana, la recompensa del esfuerzo heroico y la solidaridad ante el enemigo y el peligro común.


Así nació políticamente Castilla. Cuando a la hora postrera de su vida, Fernán González ya no quería llamarse Conde, sino tan sólo «siervo de Dios», el sueño de su juventud estaba logrado. Castilla era el primer núcleo potente de la unión de España. Había atesorado todas las virtudes necesarias para superar en los siglos futuros la lucha contra el Islam y había creado el tipo, el carácter, el ideal del hombre hispánico. Todo ello lo ponía el Conde al servicio de Dios, con un criterio religioso de la vida que nunca se borraría del alma castellana. Desde entonces los viejos castillos de las líneas estratégicas fueron como las vértebras del gran cuerpo imperial de España, que había de desarrollarse al terminar la Reconquista.

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