lunes, abril 29, 2024

El Escorial: termitas físicas y termitas espirituales (Rafael Gambra)

 Revista FUERZA NUEVA, nº 574, 7-Ene-1978


El Escorial: termitas físicas y termitas espirituales


Rafael Gambra


Bajo el título “Las tres construcciones del Escorial”, el agustino padre Gabriel del Estal escribe un documentado artículo en el “ABC” dominical del 18 de diciembre último (1977).


Sus dos primeras partes son bellas e inteligentes; están seguramente escritas antes de la demencia colectiva que nos invade.


“El año 1563 -nos dice- es clave en la historia de Europa. Hasta entonces ha formado un universo político religioso. (…) Europa, Occidente y Cristiandad se funden en ese universo político-religioso en la noche de Navidad del año 800, con la coronación imperial de Carlomagno en Roma. El Sacro Romano Imperio se conforma aquí (…) En aquella universalidad coherente, presidida por Carlomagno y Otón, hay antagonismos, no hostilidades, como ocurrió ya entre las 158 polis de la universalidad helénica, rivales -pero no hostiles- por ejercer la hegemonía.


El universo compacto de Occidente se fraccionará al cabo con el brote político de las nacionalidades, a fines del siglo XV, y con la escisión luterana a principios del XVI. Ese universo político-religioso anterior se transforma ahora en pluriverso. Sobre las ruinas del universo roto amanece la Edad Moderna. Trento y el Escorial son un glorioso empeño por impedir que la escisión se consolide. Pero tanto el credo religioso como la conciencia política se rompen. Europa será ahora un pluriverso de comuniones y rivalidades. No hay antagonismo entre ellas; hay hostilidad: guerras de religiones excluyentes, guerras de poderíos excluyentes (…). El Escorial -al concluir en 1563 las sesiones de Trento- se eleva con arquitectura de futuro, como respuesta de universalidad frente al pluriverso consumado. El Escorial nace como respuesta, como símbolo viviente de unidad (…).


El Escorial es nuestro proyecto sugestivo de vida en común (…). Felipe II recogió el guante del desafío desintegrador de Europa, lanzado a este unamuniano “pueblo de teólogos” que entonces era España (…). Felipe II es el gran arquitecto que pudo tener y no mereció Europa. Construye en el Escorial el credo unitario de su universalidad perdida. La Paz de Westfalia en 1648 dará fe del pluriverso consagrado…”


En 1671, y durante dos semanas, el monasterio es presa de un terrible incendio en el que se pierden tesoros y documentos incalculables. Sin embargo, la fe de Mariana de Austria, reina regente, y del joven rey Carlos II restauran con grandes esfuerzos lo que era a la vez símbolo sagrado y monumento artístico. El Escorial seguirá elevándose como esperanza de reconstrucción moral de Europa en el centro de España.


En 1940, acabada nuestra Guerra de Liberación, un nuevo enemigo agazapado amenaza con derruir la masa ingente del Escorial. Son las termitas que hacen presa en el entramado de madera de sus techumbres. Es entonces necesaria una pacientísima labor, que ahora (1978) concluye, para salvar la integridad estable del edificio. Es la segunda reconstrucción del Escorial.


***

A partir de este momento comienzan las extrañas y “aggiornadas” afirmaciones de nuestro articulista, testimonio de la “profundidad” de fe y de inspiración de sus anteriores asertos.


“Ahora (1978) el Escorial -nos dice-vuelve a presentarse ante Europa con su mensaje alboral de fe compacta. Europa, Occidente, la Cristiandad piensan en la unificación para pervivir. Parece que su universalidad no ha muerto (…). Tres hitos institucionales marcan su nueva conformación: el Consejo de Europa creado en 1949 (España hace el número 20 de sus miembros desde 1977), el Mercado Común firmado en Roma en 1957 (España aspira a ser el miembro número 10 al 13), y el Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado en 1965. (España ha hecho efectivas ya todas sus disposiciones)”.


(Sin duda -comentamos nosotros-, España hace efectiva esa obediencia al Concilio en el proyecto actual de Constitución (1978), en el que -sin protesta eclesiástica visible- no sólo se consuma la pérdida de su unidad católica y de la confesionalidad de su Estado, sino que ni siquiera se menciona la Iglesia católica ni aun como recuerdo histórico ni se nombra en ningún momento el Santo Nombre de Dios).


El Escorial hubiera resistido el ser destruido por las llamas o por las termitas. Como a la Invencible, Felipe II no lo elevó para combatir a los elementos. Sus ruinas seguirían siendo testimonio de fe y de esperanza.


Lo que no puede soportar el alma de Felipe II ni la lealtad española -ni quizá la furia de Dios- es a estas termitas espirituales que pretenden confundir y enlodar la memoria de nuestro pasado y el nombre de nuestros mayores. La Armada Invencible pudo perecer por la acción de los elementos o por una derrota militar; pero sólo sería un baldón en la historia si sus miembros se hubieran pasado al enemigo y se hubieran hecho protestantes.


¿El Escorial, símbolo hoy (1978) de los organismos laicistas y masónicos que presiden a la Europa actual? ¿El Escorial, símbolo de la protestantización ecumenista de la Iglesia que padecemos? Sin duda, la lucha contra estas nuevas termitas será mucho más costosa que la reparación del incendio o del ataque termítico de los últimos decenios. Pero no dudemos de que el espíritu del Escorial triunfará porque la victoria final será siempre de Dios.


Rafael GAMBRA


... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (IV)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (IV)


IV LA CREACIÓN LINGÜÍSTICA


Cuando Castilla nació, balbucea ya una lengua. La fiesta milenaria de hoy es también conmemoración de aquel período feliz en que los hombres empezaron a hablar el español. Si una lengua es lo más humano que hay en el hombre, el mejor instrumento de expresión de su alma, el espejo de todo su interior, el cauce de su fuerza espiritual, la lengua de Castilla representa la creación más humana de aquella raza: es el retrato más fiel de su mundo psicológico y vital. Tan cierto es ello, que hoy, al cabo de mil años, la misma historia vacila y se confunde y no acierta a descubrir ni a señalar tales rasgos políticos o hechos heroicos, y la arqueología falla porque existen ruinas o se han perdido restos venerables. Pero ahí está en pie en toda su fuerza inmortal, ese idioma, que de castellano ha pasado a ser español, esto es, de dialecto se ha impuesto como lengua común.



El castellano, habla popular


El castellano nace, como habla popular, al compás de los castillos y de los monasterios. Va evolucionando el viejo latín, hecho ya lengua del vulgo, y adquiere a la par que la característica general romance el sello particularista y local de la nueva raza castellana. Diríamos así, sin pretender un minucioso análisis evolutivo impropio de este lugar, que el nuevo dialecto pasa a ser, por el prestigio de la unificación, la lengua del condado. En las postrimerías del siglo X, se percibe nacida la lengua, ya se acusa su ritmo, ya se presiente su morfología, ya se la escucha en los labios monacales, ya se le ve estampada en los pergaminos y cartularios. Y esta lengua ya formada, instrumento fiel de expresión de la raza que nace, se lanza también a una lucha de dominio sobre los demás hablares del solar patrio, a los que sobrepuja con fuerza indestructible.



El castellano, lengua nacional


Cuando un dialecto se impone como lengua común en un amplio grupo social, la lingüística demuestra que es siempre por una poderosa razón de índole religiosa, política, económica o literaria. En Castilla se dió el mismo fenómeno, por el que tuvo supremacía el latín sobre los demás hablares itálicos o por el que el ático dominó a los demás dialectos griegos. Fué una razón de hegemonía, de predominio político. Cuando Castilla pasó de condado a reino y fue fundiendo y soldando las nacionalidades peninsulares hasta crear la unidad hispánica, impuso otra vez su idioma como lengua común de toda la nación. Como Castilla estaba predestinada a ser España, su lengua había de ser el español. Y hubo aún más. Porque el destino del español fue uncido ya a toda la grandeza expansiva del genio castellano y le siguió inseparablemente cuando sobre la nación supo crear el Imperio. Entonces la razón política hizo imperial a la lengua castellana que luego se trasplantó a los mundos más lejanos y a los más apartados horizontes donde Castilla hizo brillar la espada y la cruz.



La lengua del Imperio


Escuchemos las palabras iniciales con las que el más ilustre de los humanistas españoles comenzó la primera gramática que se ha escrito del idioma de Castilla al dedicarla a la más excelsa de las reinas castellanas. «Cuando bien pienso conmigo—decía—muy esclarescida Reina e pongo delante los ojos al antigüedad de todas las cosas, que para nuestra recordación e memoria quedaron escriptas, una cosa hallo e saco por conclusión mui cierta; que siempre la lengua fue compañera del imperio o de tal manera lo siguió que juntamente comenzaron, crescieron e florescieron e depués junta la caída de entrambos».


Fijaos bien que esta gramática se escribe en 1492, el año en que Castilla ha consumado la unidad nacional y ya no hacen falta castillos en la linde porque se linda con el mar. Y se edita el 8 de agosto, cuando aún navegan las carabelas de la ilusión, para construir castillos más allá del océano tenebroso. La escribe el genio literario de Antonio de Nebrija y la dedica a la majestad católica de Isabel de Castilla. Subrayo así el feliz acontecimiento porque, por coincidencia curiosa, cuando terminemos de conmemorar este milenario de España comenzara el quinto centenario del nacimiento de Antonio de Nebrija, el gramático, el perfeccionador de aquel idioma que, al morir, balbucía Fernán González, y es justo que pensemos por lo uno y por lo otro en celebrar la fiesta secular del idioma español.


Fue una lengua de imperio. Los que la crearon sintieron el ansia imperialista de dominar el mundo para ofrendarlo a Dios. Y cuando Castilla estuvo madura y consolidó los reinos de la nación en una unidad, como en el siglo X había soldado los condados dispersos en un solo Estado, el Imperio fue un regalo del Cielo. Pero fue un imperio del signo espiritual, de destino tan por encima de las cosas de la tierra, que aun hoy día (1943), a los mil años de nacer rumorosa y niña la lengua, la hablan más de veinte pueblos y naciones y más de ciento cincuenta millones de hombres. La lengua fue compañera del Imperio. Nuestro imperio lingüístico vive porque vive y alienta toda nuestra fuerza espiritual, toda nuestra tradición histórica, toda nuestra unidad de destino. América sentirá siempre la solidaridad hispánica, porque habla el español, porque nos entiende y la entendemos, porque tenemos el mismo instrumento de expresión humana y espiritual.


Castilla, la eterna Castilla, nos dio un idioma que llegó a ser ya para siempre en nosotros el sello inconfundible de su grandeza y de su espíritu. Porque fue como el torrente cristalino por donde fluyó la voz de España, por donde hablaron sus sabios, por donde cantaron sus poetas, por donde en un siglo se expresó el mundo de la civilización y de la cultura. La lengua secular de Castilla fue en fin, por sus condiciones fonéticas, por su ritmo feliz, viril y robusto por su gracia y flexibilidad, la que en el sentir de nuestro magnánimo César, Carlos V, era de todas las lenguas cultas universales, el mejor instrumento «para hablar con Dios».

... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (III)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (III)


III SENTIMIENTO RELIGIOSO


Pero cuando se piensa en el nacimiento de Castilla, no sólo hay que cantar el heroísmo de los hombres de hierro que crearon las líneas militares defensivas, con los torreones y las murallas de tantas resonancias épicas, ni tampoco basta con evocar la genialidad política del Conde por excelencia, creador y organizador de un pueblo de virtudes cívicas capaz de comprender el destino de la vida en orden a la historia. Castilla nace también a la sombra del monasterio. El monasterio es el compañero inseparable del castillo y la fe va siempre unida a la fortaleza, porque la fortaleza para la lucha, sólo se concibe con la fe y porque su triunfo es, a la postre, el ideal imprescindible del heroísmo. Se lucha, se resiste, se muere, para defender la fe y para ensanchar sus dominios. Sin este concepto ni se comprende ni se justifica Castilla.



El monasterio


Por eso desde que se inicia en las montañas limítrofes de Asturias la colosal cruzada, tras el jefe militar, tras las mesnadas del yelmo de hierro, camina el abad con sus huestes pacíficas, con su sutilísimo ejército espiritual de blancas cogullas. Y allá van las comunidades del Señor a construir, a colonizar y a poblar el gran desierto que ha dejado la invasión o las enormes llanuras y los páramos en los que nadie puso la planta. En torno a la cabaña, a la caverna, a la antigua ruina, cerca del lugar del sobresalto y el peligro, a veces junto a la misma fortaleza, el fraile coloca su campamento Ha saltado por encima de los baluartes rocosos, por entre las peñas y los ventisqueros, para poblar el nuevo territorio, para ser el primer ciudadano del Estado que nace. Intrepidez heroica que no es sólo de los varones. Porque también la mujer consagrada a Dios se lanza en pos de la aventura, y casi podría decirse que antes que nadie en los anales más remotos de Castilla, es una mujer abadesa la que se acerca a la frontera musulmana y funda con veinte compañeras un monasterio en la misma ribera del Arlanzón.



El monje poblador


Ansia heroica de fundar, de multiplicar las colmenas piadosas de la oración; mas todo ello para levantar, para construir, para trabajar. Porque el monje se establece con el mínimo ajuar doméstico y al día siguiente, tras del rezo matutino, cuando acaba de saludar el alba, ya empuña la azada o dirige el arado y hace fértil a la tierra. El abad, como en el caso de Vítulo en los albores del siglo IX, sabe dejar el báculo para coger la agujada, y al par que levanta basílica, planea la sementera y construye la despensa, el granero, el lagar, labra el huerto, fabrica el molino, hace fructificar la viña y el manzanar, o como Diego, obispo y abad de Oca, rompe las tierras, planta los viñedos, cuida del ganado y convierte el terruño árido en vergel de frutales. Este espíritu poblador arrastra tras de sí a las multitudes. Al amparo del monasterio se organiza el trabajo, la industria, la vida social. Del núcleo monástico surge la aldea, la villa, el municipio. Así se pobló Castilla, sin dejar por eso de tener atento el oído al riesgo y al combate de frontera, sin apego a aquel terruño, siempre amenazado; con un espíritu tenso, acostumbrado a la vida nómada que representaba el avance y la nueva población.



El monje y la vida social y política


Mas no fué sólo pobladora la ejecutoria del monasterio castellano. El monje supo alternar, incluso desde los comienzos de su ruda tarea constructiva, el ejercicio agrícola con la intervención en la vida social y política. El monje aparece, desde el primer momento, como consejero de príncipes y mantenedor del espíritu religioso del pueblo.


Maestro, mayordomo, notario, confesor, auxiliar de la jerarquía política, a veces hasta embajador. Fernán González en todas sus hazañas prefiere siempre la compañía de un monje de Cardeña como director, como capellán o como secretario. A los monasterios acudían los guerreros en busca de valor, de consejo, de garantía, de victoria, de tranquilidad para el alma y por último, de sepulcro para la hora de la muerte.


¡Oh!, qué tupida trama es la que une la historia de la Castilla naciente con los muros y los claustros de Cardeña, de Oca o de Arlanza. De allí partían los Condes para la guerra, después de recibir los estandartes y la bendición solemne del abad. Allí se respira todo el hálito de aquella raza belicosa, que humillaba primero ante el altar su orgullo y su audacia para batallar luego en nombre de Dios. Allí resonaron muchas veces las encendidas palabras litúrgicas: «¡Que por la victoria de la santa cruz terminéis felizmente la jornada que hoy comienza y volváis con los ramos floridos de vuestros triunfos!».


Todo habla de religiosidad y de bravura, de trompa épica que clama legendarios versos, como los que tantas veces recitara el fervoroso poeta encogullado del poema de Fernán González cuando desgranaba bajo las arcadas románicas de Arlanza, como un aeda de otros tiempos, el salmodado ritmo que había de electrizar para el combate o para la unidad de la Patria, las almas castellanas.



El monje, formador del pueblo


Al compás de este influjo social y político—el monasterio—ejerció otra misión, aún si cabe más trascendental. En el Estado naciente era inexcusable la tarea educadora. Fueron los monjes los formadores del pueblo. De los niños y de los grandes. Al calor de la escuela monástica salió templada la nueva juventud de Castilla. El monje que muchas veces hubo de trocar el arado por la espada cuando se acercaban en plan de «razzia» a su propio claustro las hordas del califa, sabía cómo había que educar a los hombres con fortaleza para la lid. En los monasterios se forjó la flor y nata de los caballeros. Fueron los monjes los mejores tutelares de los héroes. Cantando hazañas educaban el espíritu bélico de los niños, cuando eran mozos los exhortaban a la pelea, cuando eran hombres velaban su sueño postrero, recogían sus despojos, oraban por sus almas y escribían en piedra o en pergamino sus gestas. Todo el aprendizaje para la vida de aquella raza heroica fué monacal. Se educó para la guerra, para la política, pari la agricultura, para la industria, para el trabajo, bajo la bondad pacífica del fraile, su mejor tutor y compañero. Pero sobre todo se educó en la sólida piedad cristiana, porque aquel monje que unas veces empuñaba la lanza, otras el arado y la azada, otras el palaustre y otras el estilo y la pluma, era, ante todo, un alma consagrada a Dios. Y la misión primordial fue la apostólica. Ellos fundaron las parroquias y las iglesias rurales, ellos tenían a su cargo la cura de almas y la formación cristiana del pueblo. Austeros, santos, avezados a la práctica dura de la pobreza y de la mortificación, hicieron gala de la caridad como una virtud necesaria para la vida social y política. Y en aquella su laboriosa colmena siempre hubo amor pare el desvalido y siempre el pobre encontró asilo y hospedaje.



El monasterio, foco de cultura


Fueron, en fin, los monasterios en la Castilla naciente el refugio sagrado de la cultura y del arte. Bajo los claustros pacíficos, en el amoroso cobijo conventual, el románico tejió todos sus primores. No importaba el vivir en la línea misma de la guerra. La fortaleza del alma siempre triunfaba de las ruinas y de la devastación y sobre los despojos de la contienda otra vez volvía la mano amorosa del fraile a cincelar capiteles como si los labrara para la eternidad. Allí anidó también la cultura. Allí surgieron las escuelas, los escritorios y las bibliotecas. Allí se escribieron los anales y los cronicones.


Mientras la azada abría la sementera, y la basílica y el claustro se ornaban de arcadas y columnatas; mientras rugía la guerra en la frontera cercana, el estilo y la pluma anserina, teñidos en la tinta eterna de la redoma mágica, grababan en el pergamino o en el cartulario caligrafías torneadas o miniaturas policromas.


Tal fue la ejecutoria del monasterio castellano. Tal su grandeza histórica colosal en la creación y pujanza de aquel pueblo llamado a ser el rector de los destinos de España. Castilla debe a los monjes de aquella edad el tenaz sentimiento religioso que forma parte de su sustancia y de su ser, sentimiento religioso que, por arrancar de tales y tan profundas raíces, ha sido y será siempre sostén del espíritu nacional. Jamás podrá ser entibiado, ni desplazado de nuestra entraña. Tarea inútil la de los sectarios que quieran arañar la corteza de nuestra fe. Castilla, la madre de nuestra Patria, es ante todo consustancial con el espíritu cristiano, y destruirlo sería lo mismo que renunciar a su más valiosa herencia y anular su personalidad histórica y social.

martes, abril 23, 2024

.. MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (II)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (II)


II EL GENIO POLITICO


«Cómo somos omnes de fuerte ventura!». Era verdad. La Castilla del «antiguo dolor», aun a trueque de otros muchos sacrificios, iba a ser venturosa. No podía continuar aquella situación de anarquía en que a cada paso había un conde que dividía todo el territorio logrado con sangre, en pequeñas taifas. Castilla debía empezar a ser una. A la vez que un genio militar, necesitaba un genio político. Y allá en el sur, en la tierra surcada de arroyos y poblada de robles, dominando la majestuosa cuenca del Arlanza, surgió un día un formidable castillo y una iglesia dedicada a San Millán. Desde allí se divisaba en la lejanía la tierra fuerte arrancada a los árabes y colindante con las riberas del Duero.



El adalid


En aquel castillo se educó el adalid. Había pasado la niñez en la montaña entre pastores y conocía todas las asperezas del lugar y del clima. Los corceles sabían de su agilidad y destreza y los riscos y la espesura habían experimentado su arrojo y denuedo cuando clavaba el venablo en el fiero jabalí. Era alto, robusto, rubio y pulido. En el semblante le brillaba la arrogancia y el donaire. Con razón un monje le había profetizado: «Será por todo el mundo temida la tu lanza». Pero a la par, en la ausencia del padre, su madre, la condesa de Lara, ejemplar recio y austero de mujer de Castilla, le había ido afincando en el alma los sentimientos religiosos, y su tío Núñez González, viejo y experimentado político, le había despertado la conciencia de su misión. Bravo resultó el mozo, enérgico, prudente y sin miedo. Cuando desde la altura del Picón de Lara contemplaba la tierra de los castillos, el pecho le rebosaba de ambición. ¡Si él unificara aquellos dispersos condados; si los unificara bajo un solo mando; si fuera señor de un Estado fuerte, frontero a las tierras que aún quedaban en poder del Islam, otra sería la fortuna de la naciente Castilla y otro el trato del rey leonés qué los miraba como vasallos!...


Aquel sueño político de la mocedad fue luego la realidad plena de una vida. En aquel Conde de Lara, flamante mancebo en el primer tercio del siglo X, encontró al fin Castilla su caudillo. Era hijo de Gonzalo Fernández, el conquistador de la línea del Duero y de Munadonna, la condesa por antonomasia, «la más condesa de todas». Se llamaba Fernán González.


Cuando se examina y medita la historia del adalid castellano se admira en verdad el jefe militar, pero aún más sorprende el genio político. Porque que Fernán González, criado y educado para la guerra, sintiera el espíritu de milicia de su pueblo y no tuviera una arruga en el corazón, es obvio en la semblanza de un hombre para quien el batallar era como una necesidad espiritual, como un quehacer innato en su temperamento. Por algo el monje de Arlanza le llamaba «guerrero natural» o «héroe de humano corazón y de pechos granados», y en verdad que cumplió con su destino de campeón de la cristiandad. Porque si no tuvo que ensanchar más sus dominios, los unificó y robusteció, haciéndolos inaccesibles a las arremetidas de la algara cordobesa. Frente a los moros nunca padeció adversidad la estrategia del Conde castellano, que llegó a ser el brazo derecho de la Reconquista. De su bravura supieron muy bien las huestes de Abderramán ante los muros de Osma, en los campos de Hacinas y ante el castillo de Simancas.



Fernán González, politico


Pero Fernán González fue esencialmente un político astuto, hábil, tenaz y enérgico. Su propósito capital fue crear un Estado. Y este empeño alcanza la máxima dimensión histórica porque, si para el siglo X lo preciso era una Castilla independiente, aquel nuevo Estado representaba nada menos que la primera célula nacional de España, a cuya hegemonía habrían de soldarse después los demás grupos peninsulares. La primera etapa en la construcción de este Estado fué unificar los pequeños territorios condales, bajo la preponderancia del de Lara. Por eso ya en el 931 se empieza a deslindar el condado por hacer como un recuento de fuerzas, por determinar el territorio inicial para la gran aventura. Y ciertamente que aquella heredad responde, porque se alistan cerca de setenta villas bajo el dominio de Lara. Este poder le lanza con astucia a llamarse «conde de Castilla» a emular el título de los reyes, proclamándose «conde por la gracia de Dios». Y la Castilla dispersa se le agrupa y los pequeñas taifas desaparecen y la política unificadora de Fernán González alcanza su plenitud. Es ésta una etapa de hábil gobierno, de diplomacia, de conciertos matrimoniales, de fundación de abadías, de prestación militar de servicios a la Corona, de imposición de prestigio y personalidad.



Castilla frente a León


Cuando hay ya un solo conde «totius Castellae» comienza el trance difícil. Castilla se enfrenta con León. Es verdad que el reino leonés, sucedáneo del primitivo núcleo asturiano, había cumplido con su misión providencial. Ante la historia nada puede aminorar el honor inmarcesible de haber sido el primer baluarte de la Reconquista, el primer germen de la resistencia, el primer reducto mantenedor de la civilización cristiana cuando toda la península naufragaba en la invasión agarena. Pero aquella monarquía agotó sus primeros impulsos en la restauración de lo visigótico. Lograda la necesaria estabilidad, constituido el reino, apoyada su defensa en los recursos geográficos naturales, sucedió una etapa en que la prístina ambición reconquistadora sufrió una merma considerable.


Hacía falta una más amplia concepción política, fundada en la gran empresa de arrebatar al Islam con la mayor prontitud el solar patrio invadido y crear sobre nuevos moldes un espíritu nacional. Por eso, en el caso de Fernán González no es un vulgar separatismo, no es un afán particularista el que liga con León. Nos atreveríamos a decir que se enfrenta lo auténticamente nacional con lo que es una herencia gótica. Fernán González no obedece a una mera ambición de mando. Es intérprete fiel de un pueblo que, ante la alarma de la frontera, ha cuajado su temperamento recio y viril, su sentido de la vida y de la muerte, su concepto de la libertad y de la justicia. Se siente llamado a una misión histórica: la de iniciar el camino hacia una unidad superior, imponiendo la hegemonía castellana, porque la estima más nacional y políticamente más útil para consumar la gran tarea guerrera de la Edad Medía. Su rebeldía es la santa rebeldía de la España que nace y que quiere ser como es Castilla.


Por eso el astuto Conde no admite reparos ni remilgos. Quiere, por el momento, la independencia de los suyos y está dispuesto a la lucha frente a quien sea. No le importa caer vencido y prisionero ante el rey de León. Ni volver a la prisión en poder del monarca de Pamplona. Su mujer, sus hijos, sus magnates, su pueblo, le serán fieles con tenacidad sin ejemplo. Bastará su efigie para seguir gobernando Castilla y los suyos continuaran teniendo a raya el poder del Islam. Esperará quince años. Pero vencerá. Llegará un día a ser hacedor de reyes, y su tierra, aquella tierra amorfa y dividida será libre, estará poseída de la conciencia de su poder, será la «Castella bellatrix», terror de la morisma, y habrá quedado ya ancha y una. Desde Cantabria y Vasconia, las Asturias de Santillana y las fuentes del Pisuerga hasta la línea fuerte del Duero, la gran Castilla independiente es ya una realidad.



El nuevo concepto nacional


Se ha creado una gran raza de hombres libres. He aquí el significado más hondo de la política de Fernán González. Una raza a la que el vivir de frontería, a la que una vocación de perpetua milicia había liberado del apego a la tierra y de los compromisos sociales.


Una raza que cobraba aristocracia al defender castillos en la linde o repoblar ciudades de vanguardia. Una raza, en fin, que sentía al amparo de su Conde, mantenedor de las viejas costumbres nativas, la elevación del trabajo, el respeto a la dignidad humana, la recompensa del esfuerzo heroico y la solidaridad ante el enemigo y el peligro común.


Así nació políticamente Castilla. Cuando a la hora postrera de su vida, Fernán González ya no quería llamarse Conde, sino tan sólo «siervo de Dios», el sueño de su juventud estaba logrado. Castilla era el primer núcleo potente de la unión de España. Había atesorado todas las virtudes necesarias para superar en los siglos futuros la lucha contra el Islam y había creado el tipo, el carácter, el ideal del hombre hispánico. Todo ello lo ponía el Conde al servicio de Dios, con un criterio religioso de la vida que nunca se borraría del alma castellana. Desde entonces los viejos castillos de las líneas estratégicas fueron como las vértebras del gran cuerpo imperial de España, que había de desarrollarse al terminar la Reconquista.

MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (I)

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (I)


Discurso pronunciado por el Excmo. Sr Ministro de Educación Nacional, D. José Ibáñez Martín, en los Juegos Florales celebrados en la ciudad de Burgos el día 6 de septiembre de 1943, de los que fue mantenedor.


(…)


I. LOS CASTILLOS


Cuando España paró en seco a la horda árabe e hizo posible que la Europa medieval fuese cristiana, allá, en la línea fronteriza, el reino diminuto de la resistencia contra el Islam se extendió pronto por las montañas y riscos, donde no lograron siquiera penetrar las águilas de Roma. Recortaban en el horizonte sus crestas nevadas los macizos .de Reinosa. Clavaban sus picos en las nubes los altos de Pancorbo. Desde allí incitaba a la codicia la tierra brava y llana que redimiría de una vida pasada entre peñas y ventisqueros. En aquella linde entablaban cotidianas escaramuzas los jinetes dé Córdoba y las huestes de la Cruz. De allí había que descender para garantizar la continuidad de la Reconquista y la existencia misma del baluarte aislado entre el oleaje invasor. Y allí, bajó el heroísmo de los guerreros del siglo VIII, a vivir en constante alarma defendiendo la frontera. Fué preciso alzar un centinela de piedra. Este centinela se llamó Castillo.



La primera línea


Cuando el siglo IX alborea, apunta también la edad los castillos. Porque muchos, con su maciza mole de piedra coronada de enhiesta dentadura, forman como una línea estratégica, como una barrera de fortalezas que se abrazan a la montaña. Y si en las abruptas sierras astures España salvó a Europa de la invasión, en la primera línea de castillos, la que iba desde Oca hasta Amaya, se estrelló ya para siempre el empuje de las huestes del profeta. El símbolo supremo de nuestra alta Edad Media es el castillo. Y no un puro símbolo militar. Porque el castillo avanza y con él va naciendo una vida y una civilización nueva. Es Castilla la gran célula vital que teje su trama de fortalezas bélicas y de monasterios. En efecto, a la par que en la montaña se alza el castillo erizado de lanzas guerreras, a la mansedumbre del valle osan descender hombres de paz con otro designio. Y los valles se pueblan a la sombra defensiva de la fortaleza, pero también bajo el amoroso cobijo espiritual de la basílica y la abadía. Diríase que son la línea estratégica del espíritu y de la civilización.


Allá van los frailes con sus blanquecinas vestes, cubiertos con la puntiaguda cogulla, a crear pueblos, empuñando el arado y abriendo sementeras para los primeros trigales en que ya siempre será fecunda la tierra castellana. El primer labrador de aquella heredad conquistada con sangre fué el monje. Y allí, tras la sementera, nació la aldea y la villa, y la ciudad, pobladas por la gente heroica que gustaba de vivir en arrogante alarma, en perpetua vigilia de combate, atenta al clarín que desde la fortaleza anunciara la presencia del enemigo. Hacía falta organizar aquella vida y surgió también el jefe, el conde, que unía a la par el mando militar y la jerarquía política. En el siglo IX hay ya un conde en aquella primeriza Castilla. Se llama Rodrigo. Es el señor del pequeño Estado en que se han reunido los primeros castillos, los primeros monasterios, las primeras aldeas. Pequeño Estado que vive dependiente de la monarquía astur, pero que por ser vanguardia de la Reconquista, nace con otro temple, con otro carácter, con ambición de aventura, con ansia indomable de combate, con altanería y afán de libertad e independencia.



Nacimiento de Burgos


Aquella primera Castilla, «la del antiguo dolor», la que al decir del poema era «pequeño rincón cuando Amaya era cabeza», siguió ampliando, en incesante batalla, su ámbito estratégico. Paso a paso avanzaban los castillos como gigantescos soldados de un ejército de fantasmagoría. Sobre la primera línea, el siglo IX acusa ya en sus postrimerías una segunda que se apoya en el Arlanzón. Hacia el sur se ha corrido la frontera de la lucha y hacia el sur ha avanzado también el enjambre laborioso de los monjes, labriegos y pobladores, de las aldeas y de los burgos. El Conde don Diego Rodríguez Porcelos cabalga, lanza en ristre, desde los altos de Pancorbo extendiendo hacia abajo la intermitente muralla castellana. Y en la punta de la línea, para cerrar un trecho desguarnecido, acaso por mandato del rey astur, temeroso del peligro, la barrera se cierra con un imponente castillo, sobre cuya torre más alta ondea airoso el pendón.


Es el año 884. En la cúspide de un cerro, la nueva fortaleza se mira en las aguas del Arlanzón y su enseña flamante llama a poblar el reducto fronterizo. Allí acude piadosa la legión monacal. Allí viene la turba campesina a hendir de sementeras la falda de la loma. Allí el Conde victorioso descansa y se labra albergue y residencia. Acaba de nacer una ciudad. Una ciudad fecunda, ansiosa de sentirse madre de paladines. La ciudad, nervio y eje de la segunda línea de castillos. La que, altiva, quiere sentirse rival de León y promete ser capital y corte del pueblo que nace. Burgos es el segundo parto de Castilla, la cabeza de la línea que por Muñó, Pampliega, Castrojeriz y Villodrigo, se comunica a las orillas del Arlanza. Glorioso parto y magnífica ejecutoria, porque desde su nacimiento fué predestinada para la hegemonía. Burgos es la antonomasia de Castilla. Por eso es inexcusable sentir ahora la emoción de su nacimiento, cuando venimos a conmemorar el de Castilla en el momento cumbre de su esplendor, cuando no es ya incipiente estado sin libertad, sino robusta nacionalidad independiente (siglo IX).



Castillos junto al Duero


Pero falta la tercera línea de castillos. Un brío combativo los multiplica hacia el mediodía a medida que avanza el siglo X. El Arlanzón retrata ya un reguero de ásperas fortalezas erizadas de torres y de almenas. Y aun siguen surgiendo más abajo nuevos baluartes, porque un caudillo audaz, el conde Gonzalo Fernández, ha empujado a la horda cordobesa hasta las mismas orillas del Duero, San Esteban, Osma, Gormaz y Alcubilla: he aquí jaloneados los contornos agrestes de aquel foso por vigías de piedra que otean los accesos y los vados, que atalayan la ondulante llanura, desde la ribera izquierda hasta las sierras carpetanas, que, como el cazador, adivinan los movimientos de la presa aun bajo el disfraz de los robledales y los enebros.


Ya está Castilla en pie en su primera expansión territorial. Pero esta Castilla todavía no es Castilla. La ruda y tosca concentración de fortalezas y conventos, de aldeas y pueblos, aún no se ha definido como estado unificado. A aquellos núcleos dispersos que milagrosamente resisten el asalto constante y la «razzia» del más fiero y poderoso de los califas del Islam, les falta unidad de mando y de gobierno, espíritu común de nacionalidad. Se necesitaba un hombre. Y aquel hombre providencial había de surgir inmediatamente, dotado por la largueza divina de todas las condiciones que requiere un caudillaje. Surgía en el instante en que, atrincherada en su tercera y más atrevida línea de fortalezas, «ancha» era ya Castilla, y precisaba de toda su potencia para defender la vanguardia de la Reconquista.


miércoles, abril 17, 2024

Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas 2

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas 2


ALOCUCION leída por el Sr. D. Aurelio Gómez Escolar, Alcalde de Burgos, el día 5 de Septiembre de 1943, ante el Arco de Fernán González, al terminar la grandiosa procesión cívico-religiosa.


"AQUI estamos para celebrar, con batideras en alto y redoble de tambores, el cumpleaños de esta Castilla madre, que con su lección de pervivencia, nos muestra los caminos ciertos para vencer a brazo partido en los rudos, ásperos y gloriosos caminos de la Historia.


Al cumplirse mil años de la constitución como Estado—esto es como razón histórica—de nuestra Castilla, todos los que de un modo u otro hemos soñado con la grandeza de España para hacerla carne de realidad poniendo manos a la obra, sin que sirviesen para nuestra satisfacción los lirismos arqueológicos, tenemos un punto de meditación vuelto hacia las duras jornadas de la fundación. Las horas afanosas del conde Fernán González, en lucha con las arduas circunstancias, tienen un alegre repiqueteo de campanas del alba. La leyenda, que sabe siempre decantar -valga la redundancia—«la verdad verdadera», ha modelado con precisión categórica el perfil del Conde fundador. Un trascendente sueño de unidad parece acompañar las briosas galopadas de Fernán González. Todo en él es voluntad unitaria bajo la fe iluminada de un poder naciente. Sus peleas y sus argucias, sus habilidades y sus decisiones, tienen clavada en el futuro la proa ambiciosa de ese potente dominio, que solo se da como premio a la difícil vocación de la unidad operante.


La realidad de Castilla, esa realidad que ha permanecido a través de todos los azares españoles sin posibilidad de escamoteos, se nos ofrece con esta autenticidad de mil años, gracias al impulso de la fundación. En aquel amanecer estaba entero este futuro, que ha hecho de Castilla una a modo de reserva moral española.


Las pisadas del conde Fernán González, como las de todo gran político, eran seguras y profundas. Su lección reside en la fuerza con que supo imponer unas tesis, que a los más les parecieron subversivas o irrealizables. Pero la fe triunfó sobre todo y nuestro Fernán González, como un galán de la Historia, encauzó la verdad de un pueblo, apoyándose en los dos seguros estribos de lo popular y lo nacional.


Conquistadas tierras a la media luna, no era para el Conde, simplemente, el meter las espadas camino adelante, sino también asimismo, que la reja del arado se clavase en ellas conducida por la mano del conquistador. De esta conjunción feliz del espíritu de milicia con el duro ejercicio del trabajo de sol a sol, salió nimbado por una fe decidida y constante, este ser castellano, al que se diría que el conde Fernán González había modelado con precisión amorosa.


A los mil años de aquello, parece que el mismo aire matinal envuelve este cielo y estas tierras. Pero no, claro es, por lo del repetido tópico de la estática vida castellana, superficial e insuficiente visión de los que no supieron calar en su ser profundo. Si no por todo lo contrario, por su continua voluntad de Historia, manifestada siempre sin alharacas ni gritos, con la gravedad honda de quien se sabe portador de una misión sin torceduras, de cuya ejecución sabe que rendirá cuentas ante el Altísimo.


Y por ello, por vivir esta Castilla como si cada mañana fuese, aquel amanecer de hace mil años, nos brinda esta enseñanza renovada de su indestructible voluntad política, voluntad que si quisiéramos aprisionar en una expresión concreta podría expresarse en una sola palabra: unidad.


Aprendamos, pues, esta lección con un milenario de ejemplaridad en torno a la que ha girado, en sus horas mejores, la vida de nuestra España. Pensemos en la seria y auténtica presencia de esta Castilla en la empresa total española, a la que dotó de razones aglutinantes y de vocación unificadora. Meditemos sobre el ensamblamiento de lo popular y lo nacional, que el conde Fernán González realizó cuando echaba a rebato las campanas, alegría del primer amanecer de Castilla".

Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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BURGOS Y EL MILENARIO


"POR las columnas de la prensa y por las alas etéreas de la radiodifusión, vuelan, meses hace, noticias, proyectos, aspiraciones, acerca del milenario de la constitución de una entidad medioeval que, fué, al comenzar, pequeña; que creció luego; que, al fin, formó el núcleo sagrado de la Patria: Castilla.


Y tales noticias y sugerencias como ahora dicen, salen de una ciudad modesta, recatada, si la palabra vale; que, siempre en vigilia, sin olvidar su legítimo progreso, recordando los tiempos viejos, añorando las glorias pretéritas, es como un fiel custodio de las energías hispanas.


Poco se habla, por lo común, de Burgos. Se le cita sólo por su Catedral incomparable, y también por ese clima duro y único que muchos le atribuyen, como si en el resto de la meseta castellana se criasen naranjos, o se cultivase la caña de azúcar.


Pero Burgos, al parecer dormida, está siempre atenta a los grandes problemas nacionales y a la conmemoración de las grandes efemérides patrias.


Los que visitan en sus viajes la ciudad y suben a los pintorescos barrios, ya casi deshabitados, que llamamos altos, se encuentran allí con dos monumentos, en su calidad acaso mezquinos, en su significación admirables.


Son: Uno, el arco triunfal a Fernán González dedicado, construido sobre la tierra donde, a creer la tradición constante, se alzó el Palacio del Conde independiente. Forman el otro los obeliscos del llamado «Solar del Cid», en el lugar que ocupó la casa del mejor de los caballeros castellanos.


¿Qué importancia tiene esto? Ninguna, si no nos fijamos en las fechas de construcción de tales monumentos.


Se hizo el primero en 1587 y la inscripción que lleva la encargó el Concejo burgalés a un fraile agustino que se llamaba Fray Luis de León. Nada más, ni nada menos.


Fue elevado el otro en los años criticistas del XVIII, en 1784.


¿Qué ciudad española pensaba, en tales calendas, glorificar a sus héroes? Sin duda Burgos tan solo.


Burgos ha recordado en nuestros días, efemérides insignes: En 1912, con fiestas solemnes y serias, la victoria de las Navas de Tolosa; en 1921, la fecha centenaria de la primera piedra de nuestra Catedral, con ceremonias espléndidas en que brilló la personalidad señera del Cardenal Benlloch. Entonces los altos poderes del Estado vinieron a la ciudad, cuando se dió al Cid, bajo la calada bóveda del crucero, el más glorioso enterramiento.


Burgos, callado y vigilante, en 1918 al pretender crearse la mancomunidad catalana, y en 1932, cuando se quiere desgarrar la Patria con el Estatuto catalán, fiel al «prima voce» de su blasón, defiende sin temor a nada ni a nadie, la gloriosa unidad de España.


Y es después, por azares de la fortuna, o porque la ley de la Historia lo quiere, la capital, digna, serena y modesta de España, desde 1936 a 1939.


Y ahora, en 1943, alza la voz para recordar a las gentes españolas las glorias milenarias de la Castilla independiente.


Los que en septiembre vengáis, muchos sin duda, a las fiestas del Milenario, pensad que, bajo las banderas, los juegos florales, las cabalgatas y los fuegos artificiales, que serán lo externo de los festejos, está la glorificación de esta nuestra Castilla, tierra sin odios ni prejuicios, que a todas las comarcas hispanas ama, que nada pidió nunca, y que lo ha dado todo, el idioma lo primero, a España entera.


Y pensad que, según tuve el honor de afirmar ante el rey Alfonso XIII, llevando la voz de la Junta del Centenario de la Catedral:


«En Burgos, en buena hora lo digamos, con miras a la Patria y a su gloria, laboramos siempre».


ELOY GARCIA DE QUEVEDO,

CRONISTA DE BURGOS.


Agosto, 1943

miércoles, abril 10, 2024

La Rioja es Castilla (por José María Codón, de la R. A. H.) Réplica a otro nuevo comentario de “Berceo”

 La Rioja es Castilla (por José María Codón, de la R. A. H.)

Réplica a otro nuevo comentario de “Berceo”:


Amigo “Berceo”: Replico cordialmente a su último comentario. Pongamos orden en el diálogo. El origen de nuestra controversia fue un artículo mío en el que dije que Santander no ha sido ni puede ser nunca región, ni una provincia- región. Es una parte de Castilla. Pretender que una provincia puede vivir, amputada de la región a que pertenece, es absurdo. No puede sobrevivir un miembro arrancado del cuerpo. Este provincialismo es el ideal de todos los centralistas, desde Javier de Burgos, y equivale a perpetuar, con el nombre de minirregiones, una organización provinciana que ha durado ciento cincuenta años.


Me sorprende que en su último comentario “Berceo” me atribuya un deseo de elevar a rango dogmático la provincia. Al contrario. Por mi parte suprimiría las provincias, pero hay que contar con ellas, porque se mantienen en la Constitución por razones de hecho y por el paso de los años.


Durante toda mi vida, lo que he tenido de regionalista castellano lo he tenido de impugnador de la provincia. En mi libro “Regionalismo y Desarrollo Económico”, San Sebastián, 1964, cuando muy pocos se ocupaban de estos temas, escribí: “La provincia es un minifundio político. Es una división artificial y administrativa, una casilla de estadística o de censo electoral, una parcela de catastro político de sabor quiritario y centralista. Provincia que decir tierra vencida, dominada oprimida…”


En cambio, la región es la unidad óptima de desarrollo, el área ideal de fortalecimiento económico.


Hay una razón de experiencia y criterio comparado: ¿Se le ha ocurrido a Gerona separarse de Cataluña, a Teruel de Aragón, a Orense de Galicia o a Huelva de Andalucía? Logroño aislada, rodeada de entidades regionales poderosas, no puede subsistir ni económica ni socialmente. Y menos en la era de las grandes uniones universales y los trasvases y las autopistas de extensión peninsular. Así es que “Berceo” ha venido a reconocer que la provincia no tiene otra consistencia que la administrativa y fiscal.


Otras afirmaciones de Berceo son que “la Rioja se unió a Castilla pero por conquista y no sustancialmente”.


Disiento: Ya los aborígenes de la Rioja y de los Cameros eran celtas que pertenecían al convento jurídico de Clunia (Burgos) hace más de 20 siglos; en el reino visigodo, pertenecían a Amaya (Burgos), y a Cantabria. Tras la invasión árabe, comenzaron la reconquista los asturleoneses (recuérdese Clavijo). La continuaron los condes riojanos y castellanos y más decisivamente Fernán González, Sancho García y García Fernández, condes soberanos de Castilla, y el Cid, que conquistó a los árabes Alfaro. Alfonso VI, con el conde riojano García de Nájera, hizo estable la Reconquista castellana. Dio Alfonso VI el Fuero de Logroño, institución que se otorgó a todo el Norte de Castilla, comprendidas las Vascongadas.


Aragón hizo alguna incursión sobre la Rioja, después, pero muy poquitos años, en el ir y venir de las discordias fronterizas, y Navarra algunas más, pero fueron siempre rechazados. La Rioja era castellana desde el año 800, y en el siglo XII el rey magno de Castilla, Alfonso VIII, la estabiliza completamente.


La Rioja se hace con su región Castilla. Su lengua, originada en San Millán y Silos, su pensamiento, su política, sus fueros, hasta su gesta y su cultura han sido siempre las comunes a Castilla. En lo militar y en lo eclesiástico, y ha continuado en lo judicial en el seno de Castilla.


Jamás ha sido una región histórica diversificada, sino la esencia y la solera de Castilla la Vieja. ¿Hay algún motivo, por mínimo que sea, de separación? ¿Qué oligarquías fantasmales se imagina la minoría secesionista?


Únanse todos los vigores dispersos, que buena falta hace. No se hagan añicos unidades regionales que estuvieron unidas desde que hace 2.500 años Platón nos da la fe de bautismo de España. La destrucción de las unidades históricas atrae la esfera celeste, y ni unos acuerdos municipales, ni un referéndum vencen al plebiscito de 60 generaciones que vivieron en unidad y armonía. Castilla se separará de la región sólo cuando salten en pedazos al fin del mundo la Sierra de la Demanda y la de Cantabria, y los Montes de Oca, San Lorenzo y San Millán, y con ellas todas las esferas siderales.


J. M. Codón


Agosto, 1979

lunes, abril 01, 2024

La Rioja es Castilla (por José María Codón, de la R. A. H.)controversia suscitada por el escritor riojano “Berceo”

 La Rioja es Castilla (por José María Codón, de la R. A. H.)

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J. M. Codón reproduce una controversia suscitada por el escritor riojano “Berceo” en el diario “Nueva Rioja”, como punto de contraste sobre el tema de la Rioja.

Atiéndase a la nula y ridícula entidad de las "razones" que puede elucubrar el "separatismo" riojano.


I


“Nosotros sí…”


José María Codón no cree en la provincia-región


José María Codón es un buen amigo de la Rioja. Y lo ha demostrado en múltiples ocasiones. Pero esta vez le ha hecho flaco favor, aun sin citarla, al asegurar en una colaboración que le publica nuestro querido colega el “Diario de Burgos”, refiriéndose al caso autonómico de Santander que “sostener que pueda darse una provincia-región es una antinomia. Esto es provincianismo o provincialismo, no regionalismo”.


Lamentamos disentir del señor Codón. La provincia-región, posibilidad aceptada y valorada constitucionalmente, tiene tanto derecho a existir, desenvolverse y pronunciarse como otra región cualquiera no comprendida exactamente en las provincias decimonónicas de Francisco Javier de Burgos. Lo que ocurre es que al señor Codón le ha entrado, como a otros tres castellanos de pro, el reconcomio de la Castilla imperial y no pueden aceptar que dentro de esa Castilla Vieja se empinen y distingan regiones, también viejas en el mismo alto sentido, también con personalidad propia, también con deseos de figurar en los anales de la descentralización política que ahora parece iniciarse con seriedad. En el caso de Santander, las razones de esa personalización, que tiene siglos de historia a su favor, están muy claras. En el caso de la Rioja, incorporada Castilla por las armas, todavía más. Las antinomias del señor Codón parecen antinomias solamente desde una perspectiva burgalesa que ya no puede tener valor. Porque tan malo es el centralismo madrileño como puede ser el de Burgos.


6 de julio de 1979


BERCEO


****


Cordial respuesta a Berceo


LA PROVINCIA-REGIÓN NO EXISTE


Regiones únicas en España no son más que Asturias, Navarra y quizá Murcia


Muchísimas gracias sean dadas a “Berceo”, gran escritor riojano y buen amigo, por sus sinceros elogios, que aciertan, en el punto de mi amor a la Rioja, admirador de su historia, de su lengua, de su derecho, como abogado del Colegio de Logroño hace años, y como lector diario de ese excelente periódico. A la Rioja y a los Cameros he dedicado mi próximo libro, ya en la imprenta.


No es que no crea en el híbrido “provincia-región”; es que en este tema no hay cuestión de creencias, ni de gustos personales, ni de fe personal, ni de opinión, sino de razón. La fe es una luz de implosión que alumbra las cuencas vacías de los ciegos humanos. Pero la creencia personal ni quita ni pone una cuestión que es de filosofía política y de sociología. Una cosa es la región, que es una parte de la nación, y otra cosa es la provincia, que es un cuerpo intermedio entre ambos. Decir provincia-región es una contradicción… “in adjecto”, como no se puede sostener la ficticia ecuación de “cuerpo-región torácica”, “ciudad-calle”, “casa-piso”, “árbol-rama”.


Así lo viene a reconocer “Berceo” al afirmar que la Rioja forma parte de Castilla la Vieja.


Y no es que el Parlamento, al hacer el texto de la Constitución, admita la creación de regiones, partiendo de una sola provincia que se desmembra de una región tradicional. Al revés, el artículo 143 se refiere a provincias actuales “con entidad regional histórica”, y es que en España no lo son más que Asturias, Navarra y quizá Murcia, reinos seculares que el centralismo redujo a provincias en el siglo XIX.


“No tenemos pujos imperialistas”


La Rioja, cuna, con Burgos y Santander de la lengua, del derecho y del ser político de Castilla, no ha sido jamás una región. Hay quien se devana los sesos para calificarla de comarca, subregión o zona. Es pequeña y no tiene extensión superficial, pero tiene una magnitud espiritual muy grande en el seno de Castilla. Es parte esencial de Castilla la Vieja. Ni los burgaleses ni los demás castellanos, cuyo deseo es permanecer unidos, como Dios nos hizo y como Dios manda, con la Rioja tenemos “pujos imperialistas”, como nos achacaba “Berceo” en la nota a que contestamos. Jamás fuimos hegemónicos, a estilo prusiano. Más bien Castilla, la Rioja incluida, ha sido la cenicienta de España, y cuanto más nos dividamos, más perderemos. Burgos y Logroño lucharon juntos siempre contra el cesarismo, y lo mismo los condestables y los almirantes de la cabeza de Castilla que los riojanos Ávalos, Pescara, Sancho de Londoño, pese a servir a Carlos V, no pueden ser tachados de imperialistas porque servían a España y “a un señor que no se pudiese morir”.


“¿Centralismo burgalés”? Jamás lo he oído…”


Burgos y Logroño son hermanos gemelos. La provincia de Logroño se formó en 1833 por partenogénesis de la de Burgos, con 124 pueblos burgaleses y algunos sorianos. Burgos y Logroño son dos provincias pares y ninguna desea imperar sobre la otra. “Par in parem non habet imperium”. El par entre los pares no tiene imperio.

Sería tan impropio como temer que si Logroño fuese capital de una provincia aislada, los de Haro teman el centralismo provincial de esa querida capital de la Rioja y los de Arnedo se asusten ante el centralismo de Calahorra.


“No retrocedamos”


No cabe duda que la región, que es un organismo vivo, cobija en su seno a la provincia y ésta a las comarcas. Es el concepto organicista, que se nutre de la sangre de una libertad que riega a las células municipales, a los tejidos comarcales, a los órganos provinciales, comunidades intermedias, y que abarca la región como un todo unitario.


Logroño no puede amar el provincianismo de la taifa, del cantón o del ente privado, sino que sabrá insertarse en el ámbito regional de una región plenamente autónoma, Castilla la Vieja, pero conservando, sí, con pleno derecho, la autonomía provincial de la Rioja y los Cameros. No retrocedamos a 1873 o al año 500 antes de Jesucristo.


24 de julio de 1979


José María Codón