miércoles, julio 13, 2011

Santander (José Gutierrez Solana. La España negra 1920)

SANTANDER

(La España negra)

HA progresado mucho. Hoy está haciendo un magnífico edificio de Correos, un Banco de España, un flamante teatro. El antiguo se quemó; era un venerable teatro, en el que cantó Tamberlik. Sus paredes, hoy arre­gladas, sirven para almacén. Ha hecho también un gran hotel a la moderna, con todos los adelantos, y una gran avenida con el nombre de una ilustre dama, y un palacio, estilo inglés, en la península de la Magdalena, que ha regalado a los reyes. Ha cubierto de tierra el muelle, formando un bulevar bordeado de plátanos. Ha derribado el antiguo Casino del Sardinero para construir uno más grande y más blanco, en el que unos señores, vestidos con chaquetas encarnadas y pantalones cortos, salen a tocar a la terraza.

Hay también un real tennis en la Magdalena, con premios; un real Tiro de Pichón, con premios también, donde se fusila impunemente a estas aves, mientras las damas, vestidas con trajes ligeros y vaporosos, toman el té, y unas reales carreras con muchos más premios. Pero nosotros sentimos más admira­ción por el viejo Santander de hace algunos años. Todavía no estaba hecha la estación del ferrocarril de Bilbao; lo que son hoy los jardinillos del muelle era entonces agua; los barcos anclaban hasta muy cerca de las casas del muelle, y en lo que hoy son paseos y hay estatuas y fuentes, veíamos en seco y varados, cuando la marea era baja, los pataches, traineras y algunos barcos de vapor. A lo lejos, alguno de alto bordo, que hacía el viaje a La Habana, a la Argentina, a Veracruz, aque­llos barcos en que ponían sus ojos los que les parecía :a Montuna pequeña, los que querían medrar.

La orilla del muelle la constituía una hermosa calle de fincas altas y macizas, todas patinadas por la humedad y la lluvia, algunas venerables por su antigüedad, como la del Gobierno civil y la que hoy sirve de albergue al Banco de España; paro entre todas se destacaba la que mandó construir mi tío don Antonino, llamado el Pasiego, a su regreso de Méjico; es lana enorme y cuadrada casa de piedra sillería, desde los ci­mientos al tejado; en la azotea tenía un juego de bolos, que hubo que suprimir por temor a que alguna bola perdida fuera a caer sobre la cabeza de algún transeúnte.

Estas viejas casas del muelle tenían unas hermosas vistas: por un lado la bahía en toda su extensión, y por la parte pos­terior la plaza de la Libertad, en cuyo centro había un quiosco del música, que no tardará en ser sustituido por la estatua de loe héroes de la libertad, Daoiz y Velarde, que ya desmontada de la plaza del Pescado espera su colocación. Aquí tocaba la tienda Municipal y cantaba el Orfeón Montañés trozos esco­gidos de los valses de Baudofil, «Sobre las olas», los aires mon­tañeses, trozos de ópera y zarzuela ya en desuso; en fin, toda gula música que ha oído una generación de santanderinos du­rante las mañanas y tardes de los días de fiesta y en las noches de verano y de ferias. Las plantas bajas de las casas del muelle la constituían en su mayoría oficinas de comerciantes que hablan hecho el dinero céntimo a céntimo y pulso a pulso, o comercios más o menos ricos; en éstos se podía tomar el pasaje para La Habana, Veracruz, Buenos Aires, y los marineros podían adquirir redes, aparejos, trajes de hule, anzuelos y toda «tase de menesteres para la pesca.

También había antiguas tiendas de comestibles, en donde MI hablaba inglés y en las que se vendía la dura galleta para los barcos, pues entonces no había los refinamientos de hacer pan en ellos. Entre éstas se distinguía la de Charles.

En algunas de estas oficinas se sentaban por la tarde los señores graves con grandes levitones, hablando de política, de las oscilaciones de la Bolsa y de la entrada y salida de los barcos mercantes. La mayoría eran ingleses, que venían de Glasgow, Liverpool, Newcastle y Cardiff. Los capitanes de estos barcos tenían la cara roja y el cuello curtido por el mar; mascaban unas pastillas de un tabaco prensado muy duro y negro; era gente de mucha sangre fría y valor, que a veces se hacían a la mar en plena tormenta por haber dado su palabra de que en tal fecha se hallaría en el punto de destino. Por la noche salían a pasear por el muelle y a beber copas de aguardiente en los cafés. Los marineros cambiaban el tabaco inglés de pipa por el de cajetillas españolas, por gustarles mucho; eran de una generosidad tan grande, que al pisar tierra gastaban todos sus ahorros y daban muchas propinas; alguna vez ocurría un suceso trágico: uno de estos marineros, que se había perdido de sus compañeros y estaba borracho, iba dando traspiés por los muelles a altas horas de la noche, cuando estaban apagados los faroles, y andando a tientas buscando su lancha para ir a su barco, dándose una costalada se caía al agua y se ahogaba. En las plantas bajas de las casas del muelle había antiguos cafés: El Ancora, El Suizo, donde había reuniones de comerciantes y militares y se jugaba desaforadamente al chamelo y metían un gran ruido con las fichas, como si quisieran romper el mármol de las mesas. En estos cafés parecía prohibida la entrada a las seño­ras, pues no se veía más que, como cosa exótica, alguna extran­jera o forastera.

Las señoras tenían su reunión en sus casas, tomaban cho­colate elaborado en los conventos y hecho por las monjas a toda confianza, y luego se iban a rezar el rosario y a oír el sermón a la Catedral, a San Francisco, al convento del Prado de Viñas; otras optaban por la iglesia de los padres jesuitas; en ésta, cada padre tenía un confesonario con su nombre, para que pudieran elegir.

Hoy, el muelle se ha convertido en un hermoso paseo; sus andenes se han ensanchado, tomando terreno al mar, a su derecha; se ha construido un espacioso jardín, en el que hay un templete de música muy sólido, pues el antiguo se lo llevó el viento Sur, y en que está también la estatua de Pereda. Por la noche, este paseo toma un aspecto fantástico; se iluminan las farolas de sus andenes y, sentados desde cómodas sillas o en bancos, y al son de la música, vemos desfilar por entre ellos todas las muchachas de Santander, entre ellas algunas verda­deramente guapas, y las modistillas, muy dicharacheras y com­puestas. Durante la estancia de los reyes, el Giralda o algún barco de guerra, lanza sobre las fachadas de las casas, a lo lejos del Sardinero o sobre las montañas colindantes, los poten­tes rayos de sus reflectores, que la iluminan con una fuerte unen de luz, y que al cesar parece quedar todo más oscuro, como la pantalla de un cinematógrafo que se fuera apagando. Por el bulevar suben tranvías eléctricos, que van al Sardinero r al paseo de Menéndez y Pelayo. Este es uno de los más importantes de Santander, arranca desde el sanatorio del doctor Madrazo y termina en Miranda, desde donde se divisa una hermosa vista: el mar en toda su extensión. hasta perderse a lo lejos, en el que se ven unas lanchas de pesca y hay un barco que parece como de juguete y que va dejando a lo lejos una estela de humo. También hay aquí un banco de piedra en forma de herradura, donde se sientan los viejos con las rayadas entre las piernas.
El paseo de la Concepción arranca un poco en cuesta; a su derecha e izquierda está lleno de simpáticos hotelitos; en sus andenes, de trecho en trecho, hay álamos y está asfaltado en toda su extensión.

En una de estas casas pasé parte de mi infancia; este paseo costaba entonces poco poblado y todavía existía la antigua Plaza de Toros, que no tardó en ser derribada para llevarla a sitio más lejano. Desde los balcones de mi casa se veía una vista admirable: la terminación del muelle y la gran explanada de Puerto Chico; se veían entrar y salir los barcos y el ruido de las sirenas llegaba claro y quejumbroso, como si lo tuviera uno al lado. Se veía la enorme animación de Puerto Chico; las mujeres, con las piernas desnudas, abrumadas por el enor­me peso de los capachos llenos de plateadas sardinas, por cuyas rendijas iba escurriendo todavía agua y escamas que se les pegaban en el pelo; otras iban cargadas con bonitos azulados y con reflejos metálicos, con las agallas todavía chorreando sangre, enormes y panzudos. Luego cruzaban marineros con trajes pintorescos, las boinas, sus vestiduras de hule y sus enormes botas con suela de madera, que metían mucho ruido en el empedrado, llevando a cuestas las redes llenas de plomos y corchos y los remos de las traineras.

Al mediodía veía, desde las ventanas de casa, en el mar, grandes explanadas de arena, donde estaban las barcas tum­badas con las velas puestas a secar al sol, que arrancaba miles de puntos al agua, tan brillantes, que cegaban la vista; hom­bres y mujeres, con los pantalones y las faldas arremangados, cogían vericuetos y demás mariscos; cuando subía la marea se daban mucha prisa en entrar a sus botes; éstos empezaban a cabecear, y al poco tiempo estaban a flote.

Después de cenar me asomaba a la ventana: era una cosa fantástica el cielo, cómo ocultaban a la luna los nubarrones y cómo corría ella hasta verse en medio del cielo; entonces el mar relucía como un espejo y los barcos se veían negros y recortados. En las noches en que el cielo estaba muy oscuro se veían parpadear a lo lejos las luces de los barcos, y ya un poco avanzada la hora se oían voces varoniles y robustas que despertaban a los marineros para ir a la pesca; otras, una voz chillona de una mujer, que se prolongaba con un aire de angustia y que acababa por indignarse por la tardanza de su marido para bajar; luego resonaban los pasos de unas fuertes botas y las discusiones y blasfemias de un malhumorado a quien habían sorprendido en pleno sueño.

Luego volvía a oírse la voz prolongada de una mujer y la de un chico que llamaba por otro barrio, y los ladridos de algún perro, esos perros pequeños y sucios, de lanas amarillentas, con los ojos colorados como un tomate y sin pestañas, que estornudan mucho y tosen bronco, que huelen a pescado y que llevan en todos los barcos de pesca, amigos de los grumetes y fieles compañeros de los marineros.

Por algún balcón que se abría se veía una mujer en paños menores y el correr de una vela que proyectaba sombras alar­gadas en las paredes de las casas vecinas. Luego la luz de las ventanas se iba apagando, se hacía el silencio, que de pronto era turbado por el ruido ronco y estentóreo de una sirena, que luego se hacía más agudo y penetrante, como el de una voz sobrehumana que clamase y pidiese auxilio.

A la caída de la tarde, Puerto Chico presentaba una gran animación; era la hora en que las traineras traían el pescado, y la gente conocida de la ciudad, que volvía del paseo para ir a rezar el rosario a la iglesia de Santa Lucía, se entretenía, para hacer tiempo, viendo llegar a las barcas. Las mujeres de los pescadores se metían las faldas entre las piernas, bajaban con los pies descalzos unas escalerillas de piedra, y con un cuchillo abrían las entrañas a los pescados, y metiéndoles las manos tiraban las tripas al mar; al concluir la limpieza que­daba un gran trozo de agua al lado de las barcas teñido de sangre. Las campanas de la Almotacenia repicaban sin cesar; aquí se pesaban en grandes básculas los bonitos y los capachos de sardinas.,; muchas veces había discusiones y peleas; dos pejinas se pegaban con saña y ferocidad, se arrancaban el pelo y concluían por arañarse la cara. Estos insultos y discusiones interminables los oía con frecuencia. Enfrente de la huerta de mi casa estaba el barrio de Tetuán; a los hombres se les oía poco , pues dormían o estaban en la taberna; pero las mujeres no había día que no riñeran y discutieran con una riqueza de paIabras que para sí la quisiera la Academia de la Lengua.

KI día de los Santos Mártires, que eran los patronos de Santander, San Emeterio y San Caledonia, era de gala para todo el pueblo; pero preferentemente para los que vivíamos en el paseo de la Concepción, por estar al lado de Miranda, que era donde se celebraba la fiesta con toda alegría y anima­ción Por la mañana había gran misa cantada en la Catedral, en la que oficiaba el obispo; dentro de la iglesia se hacía una pequeña procesión, llevando en una bandeja los relicarios da plata en que estaban encerradas las verdaderas cabezas de loa mantos Emeterio y Celedonio (1), que llegaron a Santander en un barco de piedra de no se sabe de qué lejanas tierras, pues esto todavía no se ha podido aclarar.

(1) En Calahorra también se conservan los dos relicarios de Emeterio y Celedonio, que son Patronos de este pueblo montaraz y de Rente algo aborricada.


Asistían a esta procesión el gobernador civil y el militar; el alcalde y todo el Concejo en masa, con frac y levitas algo pasadas de moda y unas chisteras enormes. Llevaban por encima del chaleco los fajines de concejal, con las armas de Santander bordadas en seda. Detrás iban, muy graves y tiesos, maceros, con sus dalmáticas de terciopelo rojo, las armas del Ayuntamiento bordadas en el pecho, sus pelucas blancas y amarillentas y unos bonetes llenos de plumas; las piernas muy delgadas y torcidas, con grandes arrugas en las medias, pues generalmente todos eran viejos, y en las manos, con guantes blancos, unas grandes y pesadas mazas de plata.

Toda esta vestimenta les daba un cierto aire porteril y penndejo de modelo de un cuadro de historia.

Los catedráticos llevaban colgado del cuello un cordón con una medalla. Daban una vuelta muy despacio alrededor de la Iglesia el obispo con unos curas que llevaban en unas andas el brazo de San Germán, que era una canilla encerrada en un frasco de plata y cristal, y las cabezas de los santos bajo palio, y otros curas que echaban alrededor grandes nubes de oloroso incienso. Detrás todo el elemento civil y los catedráticos. Y la iglesia llena de bote en bote.

Mientras tanto, las campanas de la Catedral repicaban ale­gremente y estallaban bombas y cohetes. Los balcones de todas las casas estaban adornados con colgaduras, con la bandera española o colchas de la cama, y en ellos asomada mucha gente. Todos los sitios inmediatos a la Catedral, así como el antiguo puente de Atarazanas, estaban llenos de animación; pero la fiesta de los Mártires, donde presentaba un aspecto más pintoresco y alegre, era a la terminación del paseo de la Concepción, en Miranda.

Era ésta una pequeña capilla rodeada de un campo, desde el que se veía el mar. Desde por la mañana temprano llegaban mujeres y viejas desde Cueto, Peña Castillo y Santander con capachos llenos de manzanas, peras, ciruelas, higos, avellanas. nueces..., y se instalaban enfrente de la ermita para vender su mercancía. Luego, a las primeras horas de la tarde, empe­zaba un baile muy concurrido de romeros a lo alto, a lo bajo y a lo ligero, acompañado por el tamboril y el pandero; y muchas devotas, poniéndose la falda por encima de la cabeza o un pañuelo, entraban en la ermita.
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