miércoles, junio 15, 2011

Las nacionalidades españolas y IV (Luis Carretero Nieva , Mexico 1948)

SOBRE una población primitiva, de raza pirenaica en el norte e ibera en el sur, cubierta por varias invasiones posteriores y sobre un país en gran parte muy romanizado, se crean varios condados francos dependientes del Imperio de Carlomagno, con las características del sistema feudal europeo pero, como en el resto de la España feudal, muy atenuado. Por concentra­ción de estos condados en el de Barcelona se forma un Estado único que comprende a todos los catalanes de la península, excepto los andorranos. El origen del Estado catalán es, pues, germánico, pero su germanismo no le llega por los godos, como a León, sino por los francos, y francos se llama a los catalanes en el Poema del Cid. Los condados franceses no aciertan a dar prosperidad al país que, a pesar de ser naturalmente rico, permanece poco poblado y se repuebla después con una copiosísima inmigración de gentes de toda España; de tal modo que el catalán es el español que ha concentrado en sí más ascendientes de toda la península, fenómeno que sigue intensificándose hasta el día de hoy.

La nacionalidad catalana es una obra de los propios catalanes en lucha por la obtención de libertades populares que tiene muchos puntos de seme­janza con la sostenida por el pueblo leonés y, naturalmente, algunas dife­rencias. En Cataluña —nombre que según algunos significa lo mismo que el de Castilla—, como en León, la libertad viene de una contienda secular de los vasallos contra los señores; con la diferencia de que en León los vasallos son gentes del campo que quieren hacerse labradores libres, mien­tras que en la formación de la sociedad catalana Barcelona es el todo, donde las artes y el comercio prosperan y se forma una burguesía muy numerosa y de gran poder, con un núcleo grande de menestrales, gentes de oficios urbanos, que quieren hacerse burgueses libres y que arrastran detrás de sí a lo, campesinos. Lo que en León es particular, como en Sahagún cuando los burgueses de la villa luchan contra el señorío del monasterio —uno de los señoríos eclesiásticos más oprobiosos de España— y logran el "fuero de los burgueses de Sahagún", es general en Cataluña.

Como el proceso histórico catalán es parecido al que ha seguido toda Europa, el catalán es, con el leonés, el más europeo de todos los españoles por haber tomado más de la Europa central, pero no por eso ha perdido ninguna de las cualidades que son generales para todos los españoles, que se superponen a las peculiares de su carácter nacional.

El catalán de hoy, nieto de algún vasallo del conde de Urgel (que tam­bién tuvo señorío en tierras de Palencia y Valladolid, llegado a la casa catalana por matrimonio con las descendientes del conde leonés Pedro Ansúrez) o del de Pallares, descendiente acaso de algún quirite romano que quedó rezagado en Cataluña, o de un mozárabe que fue a repoblar el campo catalán desde Coria o desde el Campo de Calatrava, manchego, ex­tremeño, andaluz o murciano, llegado a Cataluña en los tiempos luengos de la Edad media, es un liberal hasta la anarquía y un demócrata firme, acaso por esa misma complejidad de su origen. Las características de este pueblo, las determinantes de una nacionalidad que no se define por una raza ni por un idioma, no son las que corresponden a un pueblo feudal, por lo que no podemos admitir que la nacionalidad catalana con sus rasgos pre­sentes pueda encontrarse antes de su liberación económica y política, sino que se ha formado después; lo que nos hace repetir que toda nacionalidad es obra del tiempo y de la historia.

El catalán posterior, de siervo de la tierra se hace comerciante y nave­gante, más comerciante que navegante; pues el comercio ha sido menester que ha dado libertad a muchos hombres y muchos pueblos, por ser acti­vidad, como la ganadería ambulante, desligada de la sujeción al terruño. Así, el comercio es el cimiento de la libertad en las repúblicas italianas y del Hansa teutónica, y la ganadería trashumante lo es de las repúblicas comuneras castellanas. El catalán goza fama de industrioso: "los catalanes de las piedras sacan panes", dice un refrán; y su pueblo está animado desde hace mucho tiempo del mismo espíritu que animaba a las revoluciones europeas en su combate al feudalismo.

Como en León, el municipio catalán, nacido al parecer en el pueblo de Agramunt, brota contra el feudalismo para consolidar un poder eco­nómico con trascendencia política y con un sentido de fortaleza en las ciudades. Cataluña no tiene dentro de sí aquella variedad de Castilla y el País vascongado; al contrario, como León, es muy uniforme en su cons­titución social: condados del mismo tipo en la Cataluña feudal, señoríos de nobles, obispos o abades en el viejo reino de León. No hay entidad co­marcal intermedia entre los consejos, concejos o juntas de los municipios catalanes y el poder superior.

Cataluña, por el proceso mismo de su formación y desarrollo, crea una civilización propia muy importante que ha influido sobre las demás civili­zaciones hispánicas. La nacionalidad catalana, con toda su firme persona­lidad, contiene un fondo español, que por original, por catalán y por español es incompatible con el ideal absorbente de la monarquía imperial. Al des­arrollar Cataluña su cultura propia forma un idioma, con una literatura que, como hemos visto en el caso de la castellana, ejerce también su influjo en las del resto de España; como es sabido, esta literatura tiene muchos aspectos de semejanza con la del sur de Francia.

Si el grado de personalidad de un pueblo se mide por el valor original de su civilización, de su cultura propia, de su filosofía genuina, su sabiduría popular y su arte en lo que tienen de singulares; y si esa originalidad es también medida de la de su carácter, la personalidad de Andalucía sobresale no sólo entre los pueblos hispánicos sino entre las nacionalidades del mundo entero.

La nacionalidad andaluza tiene una historia muy larga; no se forma por los acontecimientos de la Edad media, como León y Cataluña. Anda­lucía, como nación definida y de contornos muy firmes, existe ya cuando empiezan las historias antiguas, con sus primeros habitantes conocidos, los túrdulos, etc., y permanece a través de fenicios y cartagineses, de romanos y de visigodos; es sumamente poderosa en lo cultural e influye con el vigor de su carácter propio en la literatura y la filosofía latinas por la cabeza privilegiada de Séneca. En la época de los árabes, esta personalidad nacional recibe de los musulmanes todos los elementos de la cultura islá­mica, pero da más que toma, pues la cultura árabe, al pasar por Andalucía, se enriquece, se hace más preciosa, lo que no ocurre en otros países por donde también ha pasado.

Hay una cultura andaluza de gran ,originalidad, con su visión propia del mundo y de la vida, que determina una filosofía particular en el pueblo, con un arte tan singular y genuino como el que se manifiesta en la danza —ya seductora en tiempo de los griegos— y en la música; y todo ello es manifestación de una nacionalidad muy fuerte, sobre todo en las clases populares, que son siempre las más diferenciadas y las más fecundas en la creación de valores de carácter, ya que las clases privilegiadas muestran comúnmente los rasgos de clase por encima de los nacionales, como los hobres de ciencia muestran las peculiaridades de profesión sobre las de pueblo. Es Andalucía país donde lo primitivo español tropieza primeramente Con los árabes y encuentra en ellos una tolerancia y una comprensión que halla correspondencia en los católicos. Por esta tolerancia mora, en Al- Andalus conviven las dos religiones —tres con la judía— y se hablan dos idiomas, y si hay diferencias son principalmente por motivos de clase social: hablan árabe las clases cultas, que son las más altas, y romance las clases populares, y es conocido el hecho de que había musulmanes que no hablaban más que romance.

La población de Al-Andalus es muy variada : hay musulmanes orienta­les casados con cristianas peninsulares, musulmanes españoles, o de ori­gen español, convertidos al Islam, que son numerosísimos y muchos están casados con españolas del Norte; una proporción notable de cristianos (mozárabes) que viven entre los moros, pero con su fe religiosa anterior, sus leyes, sus obispos y sus jueces, muestra del gran humanismo de los moros de su buena Fe en el cumplimiento de las capitulaciones, lo que contrasta no solamente con la crueldad de Alfonso el Católico y la posterior de los musulmanes almorávides sino con la conducta más tardía de Isabel la Cató­lica.

Aun cuando Andalucía no tenga un idioma original, tiene un idioma común, el castellano, igualmente pronunciado, con acento propio, e igualmente entendido en todo el país.

Andalucía no sólo influye sobre la cultura árabe, como influyó sobre romana, sino que, por intermedio de Cataluña y de Provenza, llega a hacerlo sobre la cultura italiana en formación y preparada para dar a luz Renacimiento.

En este orden de ideas de la nacionalidad, si en España hay algo definido, sólido, e inconfundible, nada superior a Andalucía que, por añadidura, no tiene similares. Galicia tiene su semejante en Portugal y algunas afinidades con los pueblos de origen celta; Cataluña está relacionada con 'los pueblos mediterráneos y presenta semejanzas con el Languedoc francés, pero Andalucía muestra gran originalidad.

Si por su carácter el pueblo andaluz tiene desde los comienzos de la historia una personalidad vigorosa, en su desarrollo político y social desde reconquista Andalucía sigue el modelo de León. Ganada a los moros después de la unión definitiva de las coronas de León y Castilla, se organiza a la leonesa sin que por ella se extienda nada de lo típicamente castellano, salvo el idioma. Únicamente en Baeza, conquistada y repoblada con predicamento de segovianos, aparece una comunidad con fuero castellano (el de Cuenca) qur tuvo cierto arraigo. El resto del país se reparte en señoríos aristocráticos y eclesiásticos, en su mayoría entre nobles originarios del reino de León (Benavides, Guzmanes, Carvajales, Ponces de León...), cuyos des­cendientes todavía poseen en parte latifundios provenientes de aquellos feudos. El régimen leonés queda establecido con toda formalidad en Anda­lucía cuando San Fernando declara al Fuero Juzgo ley general del país.

ANTES de seguir adelante en el estudio de los pueblos españoles hemos de dejar aclarada una cuestión respecto a Castilla. La división vulgar de Castilla la Vieja y Castilla la Nueva es artificiosa y falsa; no existe tal Castilla la Nueva (y en caso de mantenerse el nombre deberá ser entendien­do que Castilla la Nueva no es Castilla, como la Nueva Vizcaya no es Vizcaya, ni es Galicia la Nueva Galicia), y todo el territorio comprendido entre la cordillera central y el Tajo es igual al que hay entre esa cordillera y el Duero; es más, la cordillera no separaba jurisdicciones de las repúblicas comuneras: la de Ávila llegaba hasta lo que hoy es provincia de Toledo en Navamorcuende, la de Segovia alcanzaba al Tajo en Seseña, Batres y los pueblos que pertenecían al sexmo de Valdemoro y que hoy son provincias de Madrid en el partido de Chinchón, Sepúlveda tenía también territorios en las cuencas del Jarama y del Lozoya, y las comunidades de Guadalajara, Madrid y la pequeña de Maqueda estaban todas en la cuenca del Tajo, así como en el Júcar la gran comunidad de Cuenca, también al sur de la cor­dillera. Lo que se ha dado en llamar Castilla la Nueva no debe conside­rarse constituido más que por las tierras al sur del Tajo que, salvo la lengua, nada toman de específicamente castellano.

Tenemos ahora tres países que requieren un examen: son Extremadura, La Mancha y Murcia. Todos estos pueblos, que tienen origen y desarrollo nacional semejantes, podemos reunirlos en un grupo que genéricamente denominaremos de las Extremaduras. El nombre de Extremadura se aplicaba en la Edad media a los territorios por donde iban ensanchándose los Estados cristianos durante la reconquista. En la Castilla independiente se llamaba "la Extremadura" al país de las comunidades del Duero, casi todas al sur del río, que saltaban por encima de la cordillera central. "Soria pura, ca­beza de Extremadura" reza el escudo de la ciudad numantina; pero esta Extremadura no sólo toma el carácter de la Castilla original sino que acen­túa su condición popular y lleva al más alto grado su espíritu político. Más adelante pasa a ser Segovia cabeza de la Extremadura castellana; y después el sentido popular del nombre de Extremadura se corre al sur de Toledo en las conquistas de La Mancha hechas por Alfonso VIII de Castilla, contemporáneo de Alfonso IX de León, el fundador de la Universidad de Salamanca, pero consolidadas y acabadas de organizar poco después al venir la unión de las coronas. Estas coronas unidas son las que, por una clara y generosa política española de Jaime I, adquieren el país murciano. En Aragón se llamaba Extremadura a la parte oriental situada al sur del Ebro. Y en León era la Extremadura lo que hoy ocupan las provincias de Cáceres y Badajoz. La actual Extremadura es, pues, la vieja Extremadura leonesa.

Con el nombre de La Mancha designan las geografías al territorio de la parte central de España que los árabes llamaron Manxa, palabra que sig­nifica tierra seca. Abarca el país contenido desde los Montes de Toledo hasta las estribaciones occidentales de la Sierra de Cuenca y desde la Alcarria hasta Sierra Morena. Entran dentro de estos límites lo que se llama Mesa de Ocaña y de Quintanar, los partidos judiciales de Tarancón, Belmonte y San Clemente de la actual provincia de Cuenca, los territorios de las Ordelenes de Santiago, San Juan y Calatrava y toda la Sierra de Alcaraz. La parte más oriental de La Mancha, situada en la actual provincia de Albacete,. comprende esta capital y Chinchilla; hasta el siglo XVI se llamó Mancha de Montearagón y también Mancha de Aragón, por la Sierra de Montearagón, situada entre Chinchilla y el reino de Valencia; y el nombre completo de Chinchilla es Chinchilla de Montearagón.

Los tres pueblos de este grupo se crean por conquistas de los reyes cristianos en territorios, situados entre sus Estados y Andalucía, con un fondo de población árabe y grandísimo elemento mozárabe (que apenas existe en Castilla) conservador del espíritu visigodo animador de la monarquía leonesa, lo que facilita la organización social de estos pueblos al modo leonés.

Si estos tres países asientan su estructura social sobre bases leonesas, a Extremadura por antonomasia, ganada al moro por reyes leoneses y que forma parte de la corona de León con la que queda en los períodos de separación de los reinos de León y Castilla, es todavía más leonesa en razón le su primitivo romance, el "leonés extremeño", como lo llama Menéndez Pidal, desaparecido casi por completo de las actuales provincias de Cáceres y Badajoz, aunque todavía se encuentran en ellas algunos residuos.

Desde el punto de vista de las nacionalidades españolas, La Mancha comprende todas las tierras de la extensa comarca geográfica de este nombre los de la actual provincia de Toledo al sur de esta ciudad que no son castellanas. Ninguna de las instituciones típicas de Castilla arraiga en ellas: las condiciones que hemos dado como definidoras principales de Castilla: hermandad o federación de comunidades autónomas agrupadas en un solo condado o monarquía y repudiación del Fuero Juzgo, esto es, del goticismo por el iberismo renovado, están totalmente ausentes en todo el país al sur de Toledo; únicamente encontramos como caso singular la comarca de Baeza y la Sierra de Segura. Incluso en el aspecto geográfico la diferencia es fun­damental: terreno en general montañoso con ciertas llanuras en la pro­longación de las faldas de las sierras, en Castilla; grandes llanuras con pocas sierras, en La Mancha.

Para acabar de poner en claro la cuestión, hay dos ciudades fronterizas donde se encuentran conviviendo gentes del norte del Tajo, o sea caste­llanos, con las de las tierras la sur del río, mozárabes, que son el fondo de la población manchega cristiana. En estas dos ciudades, Toledo y Talavera, hay unos fueros para los castellanos y otros para los mozárabes, y de ellas no pasan ni las leyes ni las instituciones de Castilla, que harto trabajo tenían en su tierra de origen para defenderse contra los grupos ambiciosos de poder y riqueza. La Academia de la Historia ha publicado cartas reales del siglo XIII "sobre las desavenencias entre los que se juzgaban en Talavera por el Fuero Juzgo y los que se juzgaban por el de los 'Castellanos". Desavenencias que no resolvieron tales cartas porque muchos años después el rey D. Sancho firma un privilegio por el que aparece que «habiendo llamado a los muzára­bes y castellanos de Talavera para oír y determinar sus querellas, mandó que todos se llamasen desde entonces "de 'Talavera" y que fuesen juzgados por el Fuero juzgo de León». Y todavía en el siglo XIV —dice Menéndez Pidal— "se distinguía en Toledo a los forasteros castellanos en que no se regían por el Fuero Juzgo como los demás toledanos, que continuaban fieles al uso de ese código, lo mismo que sus antepasados mozárabes, y lo mismo que los leoneses". En Toledo, por otra parte, aun cuando no en Talavera, se llegó a consolidar una comunidad que después fue desalojada por el enorme poder del arzobispo.

Lo que acabamos de ver en los casos de Toledo y Talavera nos mueve a insistir en la existencia de zonas (le transición entre las distintas nacionalidades, que nunca están tajantemente separadas por rayas claras. Así la comarca leonesa del Bierzo tiene mucho de gallega; entre el país comunero castellano y el aragonés no hay un límite claro que separe dos pueblos dife­rentes, como desde las tierras castellanas de la Rioja se pasa insensiblemente al País vasco; Elda y Orihuela son lugares de difusión entre Valencia y Murcia; hay pueblos de la provincia de Jaén tan manchegos como andaluces; y Medina del Campo, aun cuando históricamente del reino de León —in­cluso fue sede de Cortés de León y Extremadura—, es en algunos aspectos castellana; como hay muchos rasgos portugueses en algunas comarcas fron­terizas de Extremadura.

La batalla de las Navas de Tolosa, dirigida por el rey de Castilla, como poder federal de las comunidades vascas y castellanas, es también empresa en la que entran Aragón y Navarra, aun cuando no León, pero sobre todo es un empeño papal y de la Europa católica, y como convenía a sus designios y no al espíritu tradicional de Castilla, se organiza todo el territorio manchego y el que se gana en el norte de Andalucía que es entregado a las Ordenes eclesiástico-militares de Santiago, Calatrava y San Juan (la de Alcántara es orden leonesa que no pasó a Castilla como la de Santiago), orno vemos todavía por el nombre de muchas poblaciones: Ocaña de la orden (de Santiago), Alcázar (de la Orden) de San Juan, Calzada (de Orden) de Calatrava; y lo que no va a manos de estas instituciones eclesiástico-militares queda como feudo de unos cuantos señores. El inmortal drama de Fuenteovejuna se desarrolla en el ambiente creado por el señorío le las órdenes militares.

La adquisición por la corona de Castilla de estas tierras del sur de Toledo se ha tomado como prueba de la supremacía castellana entre los reinos cristianos y peninsulares y del papel de directora que ha desempeñado en la reconquista. El argumento es falso: de Castilla no quedan en las tierras nuevamente ganadas más atributos que el idioma, que también es lengua de Aragón y Navarra, los otros dos Estados que van a las Navas le Tolosa y a quienes también se debe la conquista. Lo que no se ve por ninguna parte es el espíritu castellano, pues desgraciadamente, para la democracia española, este espíritu tiene que ceder y dar paso al feudalismo europeo y a la intrusión de la Iglesia en la gobernación del país. Todo lo que Castilla ha rechazado a lo largo de su historia, como contrario a su naturaleza íntima, queda instaurado con la reconquista en las tierras manchegas.

Las circunstancias geográficas, su situación entre Andalucía y Castilla, su formación y desarrollo históricos han dado a La Mancha una fisonomía rupia entre los pueblos de España.

Murcia queda igualmente organizada después de la reconquista al modo feudal, no con órdenes militares sino con señoríos de linaje. El contacto con Valencia contribuye a crear en la región murciana una personalidad stinta de la manchega, que incluso se manifiesta en rasgos dialectales.
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Valencia y las Islas Baleares pudiéramos decir que son las extremadu­ras catalanas. En ellas se superpone la cultura catalana sobre fondo árabe, Valencia a pesar (le ser colindante con Cataluña, tiene de catalana mucho menos que las Islas Baleares.

En realidad, Valencia no ha tomado de Cataluña más que el idioma, que es un dialecto del catalán. Valencia tiene mucho de mora y en ella el elemento catalán no ha desalojado al moro ni lo ha modificado apenas. Es de todas las regiones de España, sin excluir Andalucía, la que conserva en su pueblo con más cariño el recuerdo de la esplendorosa civilización hispa­noárabe. Cuando Valencia es conquistada por la confederación catalano­aragonesa, son principalmente nobles aragoneses los que se encargan de organizarla; además, la población ha estado en todo momento recibiendo refuerzos de Aragón. A grandes rasgos, podríamos definir a Valencia como un pueblo de moros, organizado por aragoneses y que habla catalán.

Como consecuencia de estos encuentros se ha creado un nuevo carácter y una nueva cultura; una nueva nacionalidad. Las gentes de aquí tienen muy poco de catalanas, son valencianas de condición propia y el idioma tiene en ellas menos importancia de la que con frecuencia se le quiere dar. Así vemos que cuantos esfuerzos se han hecho para incluir a Valencia en un grupo nacional catalán, por razones de afinidad idiomática, han caído en el vacío, pues dicen bien los valencianos que si su pueblo pensase algún día en una política de gobierno propio, sus instituciones y actuaciones serían genuinamente valencianas.

Valencia, en resumen, puede tener un .pueblo con algunos caracteres derivados del catalán, como el idioma, pero de ningún modo es una exten­sión en el espacio ni una prolongación en la historia del pueblo ni de la nacionalidad catalana.

El caso de las Islas Baleares es distinto; aquí sí que hay un influjo catalán más fuerte que en Valencia, aun cuando sobre el mismo fondo moro, y unas afinidades con Cataluña mucho más claras y verdaderas que las que con ella tiene Valencia. Sería más fácil llegar a una asimilación por Ca­taluña de las Islas Baleares que a una de Valencia; pero los indicios no son de que se pueda llegar a lo que algunos, empeñados en dar al idioma más fuerza de la que tiene, han soñado como una Gran Cataluña, con tierras de España, de Francia y de varias islas mediterráneas; lo que a la postre no sería sino resucitar ideas y afanes de imperialismo que queremos ver des­terrados de todas partes, y no es satisfacción a lo que en las consideraciones nacionalistas hay de serio, respetable y verdadero, que es el derecho de cada pueblo a dirigirse por sí mismo y a encaminar su cultura sin imposi­ciones extrañas, ni a pretexto de mandos ejercidos en el pasado, ni de poderes actuales, ni por las coincidencias en la forma de la nariz o en el color de los ojos, ni por el tono habitual y la semejanza de sonido de las interjecciones.

PARA los efectos del estudio de las nacionalidades hispánicas, las Islas Canarias, corno las Baleares, deben considerarse en el mismo plano que los pueblos peninsulares. Ocupadas definitivamente por los Reyes Católi­cos, los restos de la primitiva población guanche, de raza norafricana afín, según muchos antropólogos e historiadores de la primitiva ibérica, se diluyen en otra mucho más numerosa llegada de todas partes de la Península, especialmente del Sur, lo que explica la semejanza fonética del castellano hablado por los canarios con el de los andaluces.

Son, pues, las Islas Canarias el lugar de España donde se ha hecho una unidad nacional efectiva, en que los diferentes pueblos se han fundi­do en una sola sociedad que, por su carácter insular y por sentido ibérico de independencia, comprende y organiza su régimen propio en forma de ca­bildos insulares. Es un ejemplo. En las Islas Canarias se profesa, probable­mente con más calor que en ninguna región de la Península, un profundo sentimiento español, que percibe cualquier viajero en el momento de des- embarcar ; pero no arraiga en los "isleños" el unitarismo agresivo, dogmá­tico e intransigente de algunas comarcas peninsulares. El sentimiento na­cional canario es conjuntamente isleño y español, inspirado en cualidades francamente ibéricas; bueno por tanto para dar frutos democráticos y de libertad, de leal españolismo y de autonomía.

EN el estudio de los pueblos hispánicos no puede pasarse por alto a Marruecos. Mucho se ha hablado de las afinidades entre los pueblos iberos y bereberes y algunos autores llegan a afirmar que las palabras I-ber-ia y Ber-ber-ia son una misma cosa, expresión de la identidad étnica de las gentes de ambas riberas del Estrecho. Estas afinidades no son solamente las que resultan de la llegada de una corriente de bereberes con la conquista árabe de la Península y después de una corriente inversa con la actuación en Marruecos de los peninsulares. Los primitivos bereberes tenían, en líneas generales, análoga constitución democrática y comunal que los primitivos españoles: la djemaa es, en esencia, el municipio, con su alcalde elegido o amin y con la dehesa y la dula comunales y la suerte por la que el revino puede disponer del terreno público para sembrar; el cof, superiora la djemaa, recuerda la comunidad, merindad o cofradía.

En todo caso, son innegables las estrechas relaciones que los hombres de Marruecos han tenido, y aún tienen, con los españoles. "Africa empie­nza en los Pirineos" es frase muy conocida con que despectivamente se señalado a España. Aplicada a Marruecos es posible que encierre una verdad que deba tenerse en cuenta. Desechando, naturalmente, toda idea colonia o protectorado, en una futura organización de España, de acuerdo con su naturaleza, deberá considerarse en condiciones de igualdad con los pueblos hispánicos al pueblo marroquí.

En el conjunto universal de las naciones existe un grupo muy impor­tante de pueblos que, por su origen y desarrollo, están estrechamente rela­cionados con España: son las naciones ibero o hispano-americanas. Pero éste ya es otro tema, que ha sido objeto de la atención de muchos estudiosos, españoles e hispanoamericanos.

LAS diferencias entre todos los pueblos de España son irrecusables y hasta hoy no han sido borradas; no porque no se haya intentado, sino por­que no se ha conseguido. Por dos caminos se ha pretendido llegar a la unificación: por educación y por la fuerza. Quienes siempre han preten­dido unificar al país español de una manera férrea han sido los domina­dores extranjeros o sus descendientes y allegados, afanosos de mandar sin tener en cuenta la voluntad de los pueblos y, por añadidura, es tanto mayor el afán unificador cuanto mayor es la discrepancia entre el poder domina­dor extranjero en España y los pueblos ,españoles, más duros y fuertes los intentos unitaristas cuanto más grande el desprecio a la opinión popular. La educación tampoco ha logrado su empeño y el español educado de esta manera se ha encontrado con dos conceptos de España: el que le ha in­fundido la instrucción oficial y el que él mismo se ha formado por la con­templación de su propio terruño; y si ha llegado a profesar una fe unitaria y el consiguiente deseo de unificación, ha procurado coordinar la propia visión de su país con la que le han inculcado como general de España. Pe­ro el resultado ha sido funesto para la convivencia y la cordialidad, por cuanto que el hombre con un ideario así formado, que ha llegado a una congruencia más o menos ficticia de los caracteres nacionales de su región nativa con el retrato artificial de España, y que se sirve de este criterio, en­cuentra una disidencia propicia a las aversiones al observar los rasgos na­cionales de otras regiones españolas que se diferencian de la suya por la diversidad natural de la Península y que discrepan de lleno de la represen­tación consagrada como general de España, tan ajena a la verdadera na­turaleza española que aquellas cualidades de cada una de las regiones asen­tadas sobre el suelo hispano más discordantes con tal representación son precisamente las que más se acomodan a la realidad ibérica.

La misma supuesta identidad o unificación de Castilla con otros pue­blos hispánicos, especialmente con los de la antigua corona de León, es un artificio político preconcebido para obligar al pueblo castellano a sostener como ideal propio los residuos que puedan quedar del Imperio español y procurar que se olvide de lo que era y cómo estaba constituido en cuestiones tan importantes como la negación del unitarismo imperial, el gobierno democrático y la posesión colectiva de los medios de producción; e impedir que resucite el recuerdo de sus viejas instituciones autonómicas, tan adecuadas en su esencia para una nueva organización de la sociedad como la que intentan hoy los pueblos más progresistas y de mayor arraigo democrático.

UNA vez examinadas todas estas variedades nacionales hispánicas, viene la pregunta de si hay una cultura general española, un carácter y un sentimiento general españoles; de si, en resumen, hay una nación española.

La contestación es rotundamente afirmativa. Hay unas condiciones comunes de carácter nacional que pudiéramos comprender considerando pie sobre los pueblos hispánicos con toda su individualidad hay una nacionalidad superior española : una supernación española. Y esta nacionalidad española es fácil de encontrar con tal de que no se busque ni en el imperio histórico de España ni en sus creaciones unitaristas, opuestas a la condición íntima de nuestros pueblos.

Hay una cultura española y más que nada una capacidad española, para crear culturas, con caracteres y temperamento propio, y para ponerse n contacto con otras culturas y obrar sobre ellas, del modo como Séneca, Marcial y otros españoles se encaran con la cultura latina con un poder creador hispano; poder creador que los historiadores europeos reconocen modernamente cuando hablan de la cultura arábigo-española, arábiga y española, que nunca arábiga solamente; cultura hispanomusulmana con unos caracteres y valores adquiridos en España, por influjo de todos los pueblos españoles, que no solamente Andalucía, aun cuando en ella y Levante este influjo fuera mayor. Esta cultura española, árabe con fondo hispánico, es muy distinta de las culturas árabes que no han pasado por España y no se han enriquecido con lo español. A este propósito el historiador alemán Hans Schaeder ("La expansión y los Estados del Islam desde el siglo VII imita el XV") dice:

' El hecho de que en la época subsiguiente a la conquista de Granada no haya producido nada estable el suelo del Mogreb, nada que en energía política ni en brillo cultural pueda compararse con los árabes españoles invita a pensar que fueron justamente las condiciones particulari­simas que se daban en España las que posibilitaron en este país el florecimiento de la cultura árabe. En el suelo del Irán, la cultura islámica adoptó un sello característico y vivió en épocas felices, como la de los samánidas, un vuelo sorprendente. Sin embargo, es extraordinariamente difícil distin­guir claramente lo que se debe a la fuerza productiva del Irán y lo que se debe a los impulsos originados por los muslimes. No de otra suerte aconte­ce en España. También aquí los árabes pisan un suelo de antiquísima cul­tura. Sin duda los visigodos no habían desarrollado su cultura propia en España, cuando los árabes llegaron a este país. Los árabes no encontraron, pues, una cultura en que hubiesen podido insertarse; su invasión fue por de pronto un corte en la formación de una cultura española nacional. Pero no cabe duda de que la rivalidad entre cristianos y moros desencade­nó nuevas fuerzas en aquellos y los efectos de estas fuerzas fueron también fecundos para los árabes. Se ha intentado poner en relación con la cultura islámica ciertas formas de la vida social caballeresca y del ejercicio artís­tico en ella desenvuelto, como las que aparecen en el siglo XII en Provenza, irradiando desde allí por Italia, Francia septentrional y Alemania. Pero no debe olvidarse que precisamente esas formas no son comunes a todo el Is­lam y pertenecen en su índole propia exclusivamente a los árabes españoles. No hav otro medio para explicar este hecho que admitir la hipóte­sis de que en competencia y acción recíproca con los árabes se desarrolló el elemento español popular antiguo en el sentido cultural. Y esta hipótesis se confirma por la observación de que los productos particulares de la cultura hispanoárabe no fueron trasplantados al suelo del Mogreb ni mu­cho menos a los países orientales orígenes del Islam".

La misma opinión ha sido expresada por los historiadores españoles que señalan la influencia ejercida por el genio y la tradición española sobre las culturas forasteras venidas a nuestra península; especialmente el carác­ter español de la cultura hispanomusulmana y de la hispanohebraica, cu­ya originalidad contrasta con el estancamiento de las culturas análogas en el oriente de África.

Destacado el influjo de la cultura árabe en España, cultura hispanomu­sulmana, fruto peninsular en grandísima parte, y recordando que esta con­ducta de los árabes en relación con la cultura es semejante a la que ob­servan en la economía y en cuantas actividades se cuenten, hemos de con­venir en que, por la vitalidad que lo popular español tuvo durante esta época, los árabes fueron no solamente los más cultos y tolerantes sino los más españoles de todos los extranjeros que se han adueñado del poder en España. Y esto no es menos cierto porque excelsos ingenios de nuestras letras, formados en el ambiente imperial de sus tiempos, hayan denigrado sañudamente a los moros y ensalzado la grandeza de los godos.

Derivada sintéticamente de las diversas culturas hispánicas, tan crea­doras y virtuosas como modestas en sus apariencias, es la cultura española. Oliveira Martins, el ilustre portugués que por portugués se considera español y tantas lecciones nos ha dado a los restantes peninsulares, el que habló de todos los pueblos de España antes de que catalanistas y vasquistas formulasen sus teorías, el que al mismo tiempo que sostenía la hispanidad le Portugal, asentó la multiplicidad de las naciones peninsulares y repudió enérgicamente toda pretensión de hegemonía o de misiones encumbradas de guiadores por ningún pueblo de España, decía:

"Si la geografía, a nuestro modo de ver, es causa de las grandes diferencias que, según las regiones, distinguirán en la historia a los españoles, y aun los distinguen hoy, manteniendo perceptibles caracteres etnoló­gicos, no siempre fáciles de determinar en sus afinidades; esa causa no basta para que, por encima de tales diferencias, la Historia no nos muestre la existencia de un pensamiento o genio peninsular, carácter fundamental de la raza, fisonomía moral común a todos los pueblos de España; pensa­miento o genio principalmente afirmado, por una parte, en el entusiasmo religioso que ponemos en las cosas de la vida y, por otra, en el heroísmo personal con que las realizamos. De aquí proviene el hecho de una civi­lización particular, original' y noble".

Existe indudablemente una cultura española de carácter propio que demuestra la existencia de una personalidad de género nacional; pero es preciso que no nos enreden la cuestión haciéndonos tomar por cultura fundamentalmente española la de los conquistadores romanos o visigodos, o la que intenta implantar en España el imperio germánico asentado en nuestro país, cuyos residuos perviven aún entre las oligarquías que hoy lo dominan.

La España indígena de los tiempos prehistóricos se estabiliza durante la Edad del bronce y sigue sin grandes variaciones hasta la llegada de los celtas. La situación posterior, que se conserva poco más o menos igual hasta la invasión romana, nos indica una condición y distribución de los pue­blos sembradora de efectos señalados en todos los tiempos siguientes, hasta los más modernos; pues ni la acción de los años ni los mucho intentos lo­graron formar una España homogénea y los caracteres de los diferentes pueblos hispánicos prerromanos trascienden en gran parte a las nacionali­dades de formación medieval, origen inmediato de los actuales pueblos pen­insulares. Pero a pesar de la gran variedad de los pueblos hispánicos y contra los empeños que ha habido por parte de algunos en hacer creer que las diversas nacionalidades españolas, o cada una de ellas vista separadamente, no tienen gran afinidad con las demás, es lo cierto que hay un conjunto de condiciones comunes que abarca a todo el pueblo español.

El señor Bosch-Gimpera, que no es ningún unitarista, dice que las Notas comunes a todos los iberos, y aun a todos los pueblos primitivos de España, parecen haber sido: el espíritu de independencia y de oposición a dominios forasteros, el orgullo, el sentido de la hospitalidad, el ser ase­quibles al trato benévolo y resistentes al altanero, la ingenuidad y la cre­dulidad, a la vez que la indolencia y la inconstancia para las empresas lar­gas... La resistencia de los celtíberos, lusitanos y cántabros dejó persistente recuerdo en Roma y dio a España el dictado de "hórrida y belicosa pro­vincia."

Estos rasgos coinciden en general con los que Schulten, el investiga­dor alemán que vivió muchos años en Soria para estudiar las ruinas de Numancia y la cultura de los celtíberos, señaló como característicos de este pueblo: el orgullo, la terquedad y la indolencia, y también la caballerosi­dad, la fidelidad y la hospitalidad; y después de decir que el castellano —refiriéndose al de la Castilla serrana, la de las viejas comunidades— es sobre todo un celtíbero, describe el orgullo celtibérico como una alta esti­mación de sí mismo, en el sentido de que "el que se respeta a sí mismo, respeta a los demás". Por cierto que estas cualidades no despiertan ningún 'entusiasmo en Schulten, quien tal vez las considere propias de un pueblo ingenuo y pacífico, aunque valiente, pues acaso por su formación alemana sólo le merezcan aprecio las cualidades que valen para crear un pueblo soberbio, decidido a no reconocer ningún mérito en el extraño y dispuesto a atropellar virtudes ajenas y promesas propias, sin más preocupación que la de dominar a los demás.

Estos rasgos del celtíbero le diferencian tajantemente del tipo de espa­ñol creado por la leyenda, representado en los grandes capitanes, ciertamen­te magnífico en sus empresas, ciertamente nacido en suelo español, pero modelado en gran parte por un imperio que aunque arraigado temporal­mente en España no ha dejado de ser extranjero y ajeno al genuino pueblo ibérico.

No aceptamos que esta llamada caballerosidad —la palabra es muy del gusto europeo— del celtíbero sea la del caballero medieval, ni la so­berbia un tanto hipócrita y bastante cruel y rencorosa de los hombres ves­tidos de hierro de la época feudal; es en cambio madre de nuestra clásica liberalidad, es decir, generosidad, desprendimiento, atención al prójimo. En cuanto a la terquedad, si bien puede ser obstinación en la primera idea, cuerda o desacertada, es también firmeza en el propósito previamente me­ditado, lo que ya no se aviene con la inconstancia que señala Bosch-Gim­pera. En resumen, de los rasgos morales de los primitivos españoles sin desechar una fuerte estimación de sí mismo, sin negar la terquedad y ad­virtiendo que la indolencia actual puede depender del desaliento sembra­do por siglos de gobernación incongruente con el pueblo, queda un ardien­te amor por la propia independencia, que por causas diversas se manifies­ta en la desconfianza ante la reforma retóricamente preconizada —equivocadamente tomada cual apego retrógrado— y queda un aprecio respetuoso por los demás, una hospitalidad que es estimación del extraño y una gran fidelidad un el cumplimiento de las promesas, la reconocida fides celtibé­rico, o sea una base firmísima para establecer la convivencia humana y una «Mente disposición para vivir en democracia.

Desde luego queda manifiesta la tendencia muy firme y general hacia la conservación del propio grupo, al que el español se entrega con devo­ción, lo cual es en cierto modo una negación del individualismo, pero es la explicación de la variedad profunda de los pueblos de España.

Y ahora unas líneas sobre el individualismo del tópico. Si con esta palabra se quiere decir un aislamiento de cada cual por egoísmo, negamos categóricamente que el español sea individualista; no admitimos que sea ajeno al interés de la colectividad, que se le crea indiferente ante las cala­midades de su patria; nada de esto está de acuerdo con su temperamento; tampoco admitimos que sea un hombre díscolo, ni mucho menos un avie­so. Nos encontrarnos nuevamente ante el problema, repetidísimo, de saber qué queremos decir con palabras de uso frecuente, y que por eso se consi­deran como expresiones de conceptos muy definidos, como entendidos de un modo unánime y que, sin embargo, se confunden. Es indudable que la concepción vulgar sobre la condición individualista del español está nutridla de unas cuantas propiedades positivas y de otras negativas, de virtudes y de males que son propios del español y de otros que son extraños a él. Muchos de esos "males" son consecuencia inevitable de alguna virtud y, por tanto, no son tales males; mientras ciertas "virtudes" muy ensalzadas no son en el fondo más que males lamentables.

Como cualidades del español de todos los tiempos y de todos los lugar­es que han contribuido a cargarle la condición de individualista hemos señalado un espíritu de independencia, como cualidad afirmativa, congruente con la negativa de oposición a todo dominio y muy especialmente al dominio forastero; un orgullo innato que es negación de toda superioridad de los demás —el "nadie es más que nadie" del conocido refrán castellano -, acompañado de un sentimiento de hospitalidad que es estimación positiva para el prójimo; una aceptación cordial y sentida del trato amable y una resistencia a toda altanería; una fidelidad y credulidad que tienen una condición contraria y complementaria en la violencia y rigor en la lu­cah contra el enemigo, y para que el español, tome a cualquier extraño co­no enemigo es necesario que se hayan ofendido alguna de las anteriores

Es muy cierto que el hombre de las condiciones que hemos examina­, no puede ser mandado imperativamente para ejecutar maquinalmente órdenes de un jefe indiscutible, como otros pueblos cuya "disciplina" tanto se nos ha ensalzado. Nunca aceptaría de buen grado un régimen en que todo depende de los mandatos de otro hombre u hombres superiores. Pero estas cualidades, suficientes para hacer del español un hombre indomable ante cualquier intento no ya de vejación o humillación sino simplemente de manejo por un mandarín, no indican ninguna incapacidad, ni siquiera una condición que estorbe para una actuación colectiva. Hay en él una propensión a estimar el pensamiento y la voluntad ajenas y un propósito innato y firme de cumplir con lealtad el compromiso libremente adquiri­do, que son dos condiciones suficientes de por sí para asegurar el valor de asociación del español, si la sociedad se organiza de tal modo que no me­noscabe la individualidad de los asociados.

La experiencia nos dice reiteradamente cuan profundo es el instinto de asociación del español, aun cuando haya fracasado muchas, muchísimas veces por falta de una organización social acomodada a las realidades his­panas. El español se entrega con pasión a los hombres que le rodean de un modo inmediato y siente el orgullo de sí mismo y se enorgullece de sus compañeros; se siente orgulloso de su oficio y de los de su oficio, de su aldea y de los de su aldea. De este profundo sentimiento de asociación in­mediata nace probablemente la tendencia constante a organizarse en ban­derías, que en España brotan con espontaneidad. Lo que se llama corrien­temente individualismo, posiblemente pudiéramos llamarlo pandillismo, ten­dencia a formar pequeños grupos, pero nunca afán de vivir solitario. Puede ser ausencia de grandes asociaciones por alejamiento de intereses más generales a quienes servir, ya que los que tienen tal carácter han sido absorbidos por el Estado centralista. La doctrina del temperamento espa­ñol individualista es consecuencia de la pertinaz repetición de desaciertos en la dirección del país.

Resulta que los que pretenden la autonomía de sus regiones nativas españolas, los que quieren mantener sus rasgos e instituciones particulares, incluso los llamados separatistas, si es que los hay que no lo sean porque así les llaman los centralistas intransigentes, son los que están de acuerdo con el carácter esencial español,; y que, por el contrario, los de condición me­nos española, los más divergentes del español típico, son los unitaristas, de acuerdo con el hecho histórico repetido de que los que han querido destruir las variedades genuinas del país y han pretendido implantar la organización unitarista han sido siempre los conquistadores de fuera. Ellos son los que importan el principio unitario, que proclaman y defienden lo mismo los recién venidos que las generaciones nacidas de ellos más tarde en el país y educadas en la herencia de la conquista. El godo-romano San Isidoro canta a la madre España como la tierra de los romanos y de los godos, la más hermosa de todas las tierras del mundo. Si, muy hermosa, de los romanos y de los godos, pero no dice que lo sea de los iberos y los cel­ibatos, de los cántabros y los vascones, ni aun siquiera de los celtas. El cronicón Albeldense toma a España como una unidad hija de Roma, continuadora de los godos en el reino astur-leonés. Y Carlos I y Felipe II, al crear un imperio en España con sacrificio de las libertades tradicionales, un ideales nuevos opuestos a los genuinos de la gente ibérica, hacen según los unitaristas obra española.

El problema de las nacionalidades es en el fondo una cuestión de sentimiento ; que no brota porque si y espontáneamente, sino que es 'resultado de un largo proceso histórico. En este aspecto fundamental, es innegable la existencia en toda nuestra península de un sentimiento español, arraigado desde muy antiguo en todos sus pueblos y que en la época me­dieval, de alumbramiento de las actuales nacionalidades hispánicas, se manifiesta no solamente en aquéllas acomodadas al dominio de la monar­quía unitaria, sino también en las de mayor amor a su propia indepen­dencia.

En el Poema del Cid, cuando las hijas del Campeador se casan en segundas nupcias (la mayor con un infante de Navarra y la segunda con el ande de Barcelona), se alaba así estos matrimonios :

Veed qual ondra crece —al que en buen ora nació,
quando señoras son sus fijas —de Navarra e de Aragón.
Oy los reyes d'España —sos parientes son,
a todos alcanca ondra —por el que en buena nació.


No hay duda de que para el juglar castellano autor del Poema tan reyes de España eran los de Navarra y de Aragón como el de Castilla y de León.

La unión política de las repúblicas vascongadas a Castilla, absolutamente espontánea, demuestra por parte de los vascos su viejo espíritu de cordialidad española, como la seguridad más conveniente para su propia libertad.

El patriotismo español es viejo en Cataluña y muy anterior a la unión las coronas de los Reyes Católicos. Conocidas son las palabras de Jaime I a propósito de la empresa de la conquista de Murcia, en beneficio de la corona de León y Castilla: "Nos ho fem la primera cosa por Deu, la segona per salvar a Espanya". En las guerras de Cataluña del siglo XVII, esta pelea contra la monarquía centralista, en cuyas tropas, reclutadas en todos sus dominios, los castellanos —dicho sea de paso— serian parte pequeña. "Y en la de 1714 - dice Bosch-Gimpera— se luchó por las libertades propias, no contra los pueblos de España, con los que cada vez los catalanes se sentían más unidos. Villarroel, el defensor de Barcelona, habla de España, con cuya causa quiere identificar la que Cataluña propugna: "Luchamos por nosotros y por la nación española". El sentimiento patriótico español de Cataluña queda magníficamente de manifiesto un siglo después, durante la Guerra de Independencia, cuando, rechazando las intrigas separatistas de Napoleón, los catalanes luchan al lado de los demás españoles contra la invasión extran­jera, con lealtad y heroísmo que quedan inmortalizados en el sitio de Gero­na y en el episodio del Bruc.

Incluso en Portugal ha existido un sentimiento de patriotismo espa­ñol que, pese a los errores de los gobernantes españoles y a las intrigas de las potencias extranjeras, aun se manifiesta en portugueses tan destacados como Oliveira Martins.

Si ahora nos fijamos en la actitud del pueblo español ante este proble­ma, podemos clasificar a los hombres de los pueblos hispánicos según su pensamiento y actitud en tres grupos. Uno discordante, más profundamen­te discordante que los demás, formado por aquellos a quienes los restantes llaman separatistas, y en el que hay algunos hombres aislados que acaso se lo crean. Otro que vamos a llamar de los separadores, y que en efecto lo son con gran perjuicio pues, teniendo en su labios constantemente la palabra unidad, están creando odios, motejando de rebeldías repudiables lo que son aspiraciones y derechos legítimos a la libertad individual y co­lectiva, olvidando que la convivencia no se impone por pragmáticas sino conquistando corazones, y que las asociaciones de cualquier orden deben hacerse para beneficio común de quienes las integran, para acrecentar con el auxilio de todos lo que es querido de cada uno; son los mestureros del Poema del Cid, gente cizañera, sembradora de discordias entre los espa­ñoles en beneficio de intereses egoístas. El tercer grupo lo constituyen los separados, los que sin ninguna intención de apartamiento se encuentran desligados de una sociedad en la que están corporalmente incluidos pero sin ninguna relación estrecha y sentida, y si algún sentimiento hay en ellos por esta sociedad que les incluye es por abstracción imaginativa muy distinta de la realidad.

En el primer grupo hemos de contar a todos aquellos españoles que, teniendo una opinión propia y un concepto del Estado español en relación con la ordenación política o con las transformaciones sociales, sienten que los criterios y aspiraciones suyas chocan con el Estado; y aquí hemos de incluir tanto a los que se llaman nacionalistas particularistas (vascos, ca­talanes, etc.) como a los que pretenden una honda transformación social. La inmensa mayoría de estas gentes, cualesquiera que sean sus metas ulteriores, están separadas del Estado tradicional, quieren otro nuevo, y hayalgunos que no creyendo que el Estado español pueda satisfacer sus aspiraciones piensan en otro privativo de su región, sin que a ello les incite originalmente el deseo de vivir separados de los demás pueblos de España.

El segundo grupo se compone principalmente de gentes que están conel estado actual porque lo dominan, porque es el servidor de sus intereses; son los paladines del "patriotismo", pero entendiendo por la patria a un pueblo , o la madre de un pueblo según su frase, que les sostiene y obedece. Estas oligarquías, que tienen su expresión más completa en la militar, propugnan por lo que llaman la unidad española realizada por un Estado unitario que consideran incompatible con toda autonomía de las organizaciones populares y que estiman que está satisfecho por el solo hecho de que pueblo español esté mandado desde un centro único y que no haya ninguna diferencia en cuanto a la facilidad para mandar unos y la obligación de obedecer otros. El unitarismo lo exigen para que obedezca el pueblo, pero el poder central que forman es un conjunto de separatismos internos disimulados por el interés común de dominar. Para estas gentes es una pretensión intolerable que el pueblo catalán, por ejemplo, pretenda su autonomía, pero conceden al ejército una independencia ilimitada para opinar, pretender e imponer que no se detiene ante ningún interés patrio. No tienen el menor escrúpulo en provocar las peores desgracias, no tienen ningún respeto por las instituciones fundamentales de la nación, obran como separatistas que después de separados con sus facultades las usan contra del pueblo español desde una posición privilegiada.

Estos grupos dominantes suceden a los magnates romanos y godos de dos maneras: por herencia carnal y por reclutamiento entre el resto de los habitantes. Presumen de ser los representantes del país, los poseedores de virtudes nacionales, los iluminados "por la gracia de Dios" cuya, opi­nión ha de ser acatada por las multitudes españolas. Pretenden ser los úni­cos a quienes incumbe el mando; cualquiera que sea la opinión pública manifiesta; gentes que mandan con soberbia, grosería y crueldad y que tienen gran cuidado de que quienes procedentes del pueblo entran a su ser­vicio y compañía acepten previamente una formación adecuada.

Las diversas nacionalidades de España han vivido sujetas al Estado puesto por estos grupos dominantes, pero como no estaban ligadas a él por ningún lazo de compenetración íntima, grata y sentida, no podían tomarlo como eslabón que enlazase a las unas con las otras. Dos han sido modo» como estas oligarquías han dominado a los pueblos hispánicos. El uno, por la acción coercitiva de la fuerza. El otro, por la modelación las creencias y de los sentimientos colectivos; y en este segundo tiene un valor extraordinario el uso de los, mitos, que unas veces son interpretaciones sagazmente expuestas de su intereses presentes y otras una diestra imagen de la tradición, pues ésta es exposición y relato de lo antiguo, un cuento que se puede contar como convenga, unas veces prescindiendo de los hechos que nutren tal tradición y otras ateniéndose a ellos, pero inter­pretándolos como cuadre a las intenciones, con tales maravillas de exége­sis que un acto tan definido como la independencia de Castilla lo convier­ten por encantamiento trasmutador en la afirmación del unitarismo espa­ñol.

Ahora bien, la mayoría de los españoles pertenecen al grupo de los se­parados; a un grupo que sólo conoce al Estado por el recaudador de con­tribuciones, por el reclutamiento de soldados y por actos análogos de pre­sencia. Claro es que esta situación se debe a la ausencia de una sociedad en la que ellos estén inmediatamente comprendidos, con intervención en sus destinos; y a falta de esta sociedad de la que forman parte consciente­mente activa, aceptan, de mejor o peor grado, la constituida alrededor del Estado español existente.

PARA formar una nacionalidad española fuerte, nacionalidad de esta supernación española o comunidad de pueblos —como acertadamente defi­nió a España un grupo de compatriotas exiliados que en Méjico discutió el tema—, habrá que derrotar primero a los actuales grupos dominantes, ene­migos de todos los pueblos hispánicos. Libres ya estos de sus opresores se­culares, se creará una convivencia que, por síntesis de lo mucho que tienen de común, dará como resultado una firme nacionalidad, salida de las propias entrañas de sus pueblos, pues los movimientos llamados separatistas de algunas colectividades españolas pueden explicarse por la resistencia a que se las junte en un Estado que nada tiene de común con las nacionali­dades ibéricas. A este propósito citamos las palabras pronunciadas por un destacado catalanista, Luis Nicolau d'Olwer, en 1938: "La guerra ha venido a ser una prueba decisiva de la convivencia entre los pueblos de España. Estaba al alcance de los dos pueblos autónomos —Cataluña y Euzcadi ­proclamarse independientes. Y no lo hicieron. Es este un hecho que debe ser tenido en cuenta, porque vale tanto como un voto plebiscitario a favor de mantener la unión de los pueblos de España, no por tradición estatal, que en los primeros meses de la guerra se haba hundido, sino, lo que vale mucho más, por libre consentimiento... Cataluña luchó por una España que creyó ser la España auténtica y secular."

Si hemos de evitar la exaltación indebida de las diferencias de cuali­dades de orden nacional, también debemos combatir todo designio de asi­milación dominadora y librarnos de caer en el error de considerar en España una nacionalidad única, resultado de la fusión de sus distintas partes en un total homogneo, igual y parejo; no pretendamos oponer al desorbitado nacionalismo particularista de los diversos países de. la. Península otro nacionalismo unitario, igualmente falso por discordar de las cualidades ibéricas, como producto de mentes extranjeras aun cuando nacidas en España.

La unión varias veces citada en estas páginas, de los vascos a Castilla, absolutamente voluntaria y espontánea , es prueba de que la cordialidad entre los pueblos españoles es más firme y sincera y la convivencia más fecunda cuando no existen lazos opresores.

No, entra en nuestro propósito sacar de este estudio esquemático de Las nacionalidades hispánicas consecuencias sobre la organización política y administrativa del Estado español. Únicamente queremos señalar que si España se da alguna vez leyes propias y se organiza a la española, es decir, de acuerdo con su naturaleza —única manera de aprovechar plenamente , o cualquier país el progreso universal—, deberá partir del reconocimiento de todas, absolutamente de todas, sus nacionalidades; si después algunos de estos pueblos quisieran agregarse a otros para formar una sola entidad ( si los valencianos, por ejemplo, quisieran unirse a los catalanes, o los na­varros a los vascos) a ellos, y solamente a ellos mismos, tocarla decidir en tal sentido. Por lo que a nuestra Castilla se refiere, pediremos siempre el reconocimiento de su personalidad, sin esa absurda división que separa a los castellanos de las tierras de Cuenca,-Madrid y la Alcarria de los restantes, y sin agregaciones, al gusto de extraños, ni inclusiones de países no castellanos que, como los leoneses y los manchegos, tienen la suya propia. La cuestión de las nacionalidades españolas estará embrollada mientras per­sista esta confusión alrededor de Castilla.

No tuvo la República una política acertada en este punto, tanto así que una de sus figuras más representativas llegó a decir, refiriéndose a los castellanos: ¿Qué tenéis que ver con los regionalismos? Que es tanto comoo decirles que es improcedente que se ocupen de los problemas de su tierra; que tienen que ser un pueblo obediente a los sabios directores centra­les de los partidos republicanos españoles. ¡Triste pueblo que no tenga iniciativa en la vida de su propio país! Y esto al mismo tiempo que por toda.. partes se decía que la República no arraigaría en España hasta que no penetrase en Castilla. El camino es precisamente el contrario: animar en los castellanos su magnífica tradición nacional autonómica, comunera' y democrática para bien de su pueblo y de España entera.

Al conceder su autonomía a todos los pueblos hispánicos, en una constitución adecuada del Estado español, cada uno., de ellos se organizará de Acuerdo con naturaleza. Cataluña se dio con la República un Estatuto que, en líneas generales, podrá ser adoptado por muchos pueblos de Espa­ña, tal vez por la mayoría. Los vascos, en el suyo, no han suprimido lal personalidad de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. Y aquí vemos otra analogía entre Castilla y el País vasco: el Estatuto o Fuero (¿por qué hemos de abandonar esta palabra para su uso exclusivo, y abuso, por los reacciona­rios?) republicano que en su día se dé Castilla no podrá desconocer las Personalidades de la Montaña, la. Rioja, la Alcarria, la Tierra segoviana, etc.; con lo que volverá a su constitución natural y tradicional de un con­junto de comunidades 'comarcales, como entidades básicas, divididas a su vez en municipios.

Decía San Agustín que la belleza está en la unidad y la variedad ar­mónicamente combinadas. Si nuestra rica variedad nacional la combinamos con la unidad española, como eslabón que una nuestros destinos a los de la humanidad entera, España podrá desempeñar en el mundo misiones que lleven el beneficio y la belleza encerrados en altos menesteres... Pero para ello es preciso que primero conquistemos la libertad y soberanía de nuestra Patria.

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