miércoles, junio 01, 2011

El viejo orgullo castellano (Gustave Doré, Ch. Davillier, 1874)

Viaje por España
Vol. II
Gustave Doré y el Barón Ch. Davillier
Paris 1874

CAPÍTULO XXXII

CASTILLA LA VIEJA

¡Estamos ya en Castilla la Vieja! ¡Castilla! ¡Cuántas cosas encierra esta palabra! ¿No es acaso el símbolo del viejo honor español y no hace pensar en ese orgullo castellano que desde hace tanto tiempo ha llegado a ser proverbial? El mayordomo de Carlos V, Quijada, decía que los soldados castellanos eran los mejores soldados del mundo. En efecto, las tropas españolas hacían temblar a la Europa del siglo xvi, v sus éxitos eran tales como para excitar el amor propio nacional.

Dice una décima popular:

Es el Castellano Viejo
Hombre de buen corazón
Y de muy sana intención
Para dar un buen consejo;
No es de gran despejo;
Es algo lerdo y mohino,

Y el fruto más peregrino
Que su sencillez encierra
Es sólo el que da su tierra:

El pan, pan y el vino, vino.

Acabamos de mencionar el orgullo castellano. Hace ya mucho tiempo que es proverbial entre nosotros como lo demuestra buen número de libros y de carica­turas que aparecieron en Francia, principalmente en los comienzos del siglo xvii. Una de ellas representa a un Rodomont (Fanfarrón ) de Castilla y lleva como leyenda estos cuatro versos:



Este castellano cree sobrepasar
El mérito a todos los conquistadores

Y la tierra parece pequeña para
Contener sus errantes planes.

En otro grabado vemos a Don Haraman de Chico con la espada desenvainada y el gesto arrogante, el bigote al ojo, como se dice en España. Se dirige a un pajecillo que le acompaña, señalándole unos soldados que se divisan en la lejanía:

Mira al final de mi dedo aquella muchedumbre de gentes de armas.
Voy a lanzarme sobre ellos como un león.

Y si no se convierten en duros yunques,
Derribaré sólo con la punta de mis plumas
Más que derribó Rhodomont con cien cuchilladas.

He aquí otro grabado representando al Rodomont español: lleva al costado una larga tizona, el sombrero sobre la oreja, bigotes retorcidos, y su cabeza sale de una ancha gorguera, cual la cabeza de San Juan Bautista en la bandeja:

De muy allá de los montes
Vengo para ver a los Rodomontes,
Que se jactan por todas partes de valientes;

Mas creyendo que no tendrán valor
De verme sin morirse de miedo
Me presento en esta figura.


Estos rodomont, antepasados de los llamados hoy jaques, valentones o perdo­navidas, siempre están representados con formidables bigotes, de los llamados en España bigotes a la borgoñona, sin duda porque los borgoñones introdujeron esta moda. Los bigotes desempeñaban un gran papel en el atuendo de un español del siglo XVI, y sin duda data de esta época la expresión proverbial, tener bigotes, para designar a un hombre firme e inquebrantable. Quevedo habla, en una de sus obras, de un curioso instrumento de aseo, muy usado en su tiempo, llamado bigoteras. Estas bigoteras consistían en una especie de estuche o de vaina de piel destinada a envolver los bigotes para preservarlos de todo contacto durante el sueño, y en el cual se metían antes de ir a la cama. Cien años más tarde aún existía esta costumbre, y durante la noche se ataban las bigoteras a las orejas por medio de pequeñas cintas.

Los habitantes de Aragón no eran menos famosos antaño que los de Castilla por su orgullo. Aarsen de Sommerdyck, hablando del carácter de los aragoneses, dice: «éstos tienen sin duda tanto orgullo como los castellanos, y se creen que valen más que ellos y que los de todas las demás regiones de España...» Y cita algunas anécdotas para apoyar su afirmación. He aquí la de un aragonés que quería arrancar las muelas a todos los franceses en Cataluña: «Me han contado
que un joven gentilhombre deseaba ir a combatir a Cataluña, y se divertía, antes de la partida, paseándose más de un mes por Zaragoza, ya en un caballo, ya en otro, y cuando encontraba a alguien que alababa sus caballos, su destreza o sus armas, él le preguntaba: Con éstas y este brazo, ¿no se sacarán las muelas a los gavachos? Cuando llegó a Cataluña encontró ocasión de demostrar su valor, pero tuvo la desgracia de recibir un golpe en el brazo y después otro en una pierna. Ahora le llaman el Sacador de muelas

El mismo viajero habla de otra rodomontada que le contó un habitante de Zaragoza, llamado Miranda, quien «recibía con todos los ordinarios las gacetas de París y otras noticias escritas a mano. Se dice que, cuando el sitio de Arrás, llegó una orden de Madrid al magistrado de Zaragoza, de que se hicieran los preparativos para celebrar una gran fiesta por la futura conquista de una ciudad de tal importancia. Como no se tenía ninguna duda de que se tomaría, se pusieron a trabajar en los tablados de una corrida de toros. Apenas se habían levantado la mitad de ellos cuando supo Miranda por una carta particular que Arrás había recibido socorros. No atreviéndose a publicar una noticia tan mala, veía con admiración continuar las obras, no pudiendo creer que el Virrey y los principales de la ciudad no hubieran recibido la noticia lo mismo que él; se estaban prepa­rando a cantar el triunfo antes de la victoria. Algunos días después, y como todo estuviera preparado para la fiesta, recibió el Virrey una carta de Madrid, diciendo que el sitio de Arrás no había tenido éxito. Entonces mandó llamar al gobernador y al magistrado de Zaragoza y les enseñó lo que acababa de recibir. Se quedaron muy sorprendidos. Y para enterarse mejor, mandaron llamar a Miranda al instante, quien les confesó que además de que uno de sus corresponsales en París se lo había escrito hacía más de ocho días, acaba de recibir con las gacetas un impreso que aclaraba los detalles. Uno de aquellos señores montó en cólera contra él, e incluso quiso maltratarle, porque sabiendo una noticia tan mala no se la había dado a conocer, evitando así un gasto inútil y que el pueblo se burlase de ellos. Le amenazaron con que le harían pagar los cuatro o cinco mil francos que había costado aquello a la ciudad. El Virrey, más moderado, aplacó la cólera de aquel hombre y despidió a Miranda sin que se hayan vuelto a hablar. Sin embargo, el pueblo vio derribar los tablados levantados para la fiesta, con más tristeza por verse privados de esta diversión que no haberse tomado Arrás.»

Varias obras satíricas impresas en Francia hacia principios del siglo xvii demuestran que en esta época existía entre nosotros una cierta prevención contra nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos. Podemos citar, como uno de los significativos entre los libros de esta clase, un pequeño volumen, en francés y en español, titulado «Rodomontadas españolas colegiadas de los comentarios de los muy espantables, terribles e invencibles capitales matamoros, cocodrilos y rayabro­queles» .

Esta obra está inspirada evidentemente por el mismo sentimiento de rivalidad nacional que los grabados satíricos que acabamos de citar. Nos limitaremos a hablar de otras dos de la misma clase. uno se titula: Emblémes sur les actions, perfections et moeurs da segnor Espagnol, traducido del castellano ", y el otro: Antipathie des Francais et des Espagnols, por el doctor Ch. García '.

En otra parte se trata también al español de coquefredouille: encontramos esta palabra en Madame Deshouliéres, y su sentido se nos escapa, aunque tal vez tenga alguna analogía con coque-cigrue (ave imaginaria).

Un viajero inglés, que recorrió España en 1772, habla del «odio nacional, que es recíproco —dice— entre españoles y franceses. En España se llama gavachos a los franceses, despreciativamente. He visto a veces a los niños y a las mujeres del pueblo correr tras mi criado Bautista, persiguiéndole con este epíteto». Mon­tesquieu recuerda también, en sus Lettres persanes, esta antipatía entre los dos pueblos vecinos, cuando hace escribir a uno de sus personajes: «Recorro desde hace seis meses España y Portugal y vivo entre gentes que despreciando a todos los demás, tan sólo a los franceses les hacen el honor de odiarlos.».

¿Es esta antipatía tan real como tantas veces se ha dicho? No lo creemos, o al menos pensamos que se la ha exagerado mucho. Es verdad que ha aumentado a causa de la guerra de la Independencia, como la llaman con justicia los españoles. Pero ha pasado ya medio siglo desde aquellos funestos acontecimientos, cuyo re­cuerdo se va borrando, sobre todo en la parte culta e inteligente de la nación. Así que puede uno asegurar que, gracias sobre todo al ferrocarril, las relaciones entre los dos países son hoy más frecuentes y amistosas que nunca.

Por lo demás, también hay que reconocer que incluso entre los castellanos y los habitantes de ciertas provincias de España reina, si no una antipatía, por lo menos un cierto antagonismo. Nos ha sorprendido este verso:

Els Castillans sont uns bruts.

Lo leímos últimamente en un pequeño diario de Barcelona, La Escoba, publi­cado en catalán. Es cierto que los habitantes de Cataluña son más trabajadores, más industriosos, y consecuentemente más ricos que sus vecinos de Castilla; y no se puede decir de ellos que sean «invencibles enemigos del trabajo», palabras que Montesquieu aplica a todos los españoles en general.

El orgullo castellano es proverbial desde hace mucho tiempo. No hay apenas obra antigua sobre España en donde no se mencione. Incluso algunas veces las burlas sobre este asunto van un poco lejos. Esto puede aplicarse a un panfleto muy violento, impreso en Holanda hacia fines del siglo xvii, con el título de Relación de Madrid. El autor cree que no hay pícaro que no se estime hidalgo como el Rey, y que incluso los cocheros, llevan espada. Y llega a decir que los espa­ñoles están cubiertos de determinados insectos, piojos, que se estiman aquí tan caballeros e hidalgos como el resto de los españoles, y gustan de las buenas compa­ñías y ocupan los rangos más altos y los más visibles entre la nobleza.

¿Será preciso citar las palabras que se atribuyen a cierto predicador español? En un sermón que daba sobre las tentaciones de Jesucristo decía que cuando el diablo le transportó sobre una alta montaña desde donde se divisaba toda la tierra, los Pirineos, por suerte para el Hijo de Dios, le ocultaban España. De otro modo habría sucumbido a la tentación.

También se conoce el refrán popular: Si Dios no fuese Dios, sería rey de las Españas, y el rey de Francia, su cocinero.

Los mismos escritores del país reconocen ciertas exageraciones del orgullo nacional. Uno de ellos, el coronel Cadalso, consagra a este asunto un capítulo de sus Cartas Marruecas: «Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que ochocientos años antes de mi nacimiento muriese uno que se llamó como yo me llamo y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo.»
El mismo autor cuenta una curiosa anécdota sobre el orgullo de sus compa­triotas: «Pocos días ha pregunté si estaba el coche pronto, pues mi amigo Muño estaba malo, y yo quería visitarle. Me dijeron que no. Al cabo de media hora hice igual pregunta, y tuve igual respuesta. Pasada otra media hora pregunté, me res­pondieron lo propio. De allí a poco me dijeron que el coche estaba puesto, pero que el cochero estaba ocupado. Indagué la ocupación al bajar las escaleras, y él mismo me desengañó, saliéndome al encuentro y diciéndome: Aunque soy cochero, soy noble. Han venido unos vasallos míos y me han querido besar la mano para llevar este contento a sus casas; con que por eso me he detenido, pero ya despaché. ¿A dónde vamos? Y al decir esto montó en la mula y arrimó el coche.»

¿Podremos creer esta anécdota sobre Carlos V, que leemos en un libro anti­guo? «Habiendo recibido Francisco I una carta del Emperador con sus pomposos títulos: Carlos, por la gracia de Dios, elegido emperador de los romanos, rey de España, de Castilla, de León, de Navarra, de Jerusalén, de Nápoles, etc., respondió no tomando más título que el de FranÇois, seigneur de Gentilly, que es un pue­blecito cercano a París, burlándose de esta manera de aquellas rodomontadas españolas.»

Por otra parte, hay que reconocer que el sentimiento de orgullo en los espa­ñoles, por muy exagerado que pueda juzgársele, tiene bajo algún aspecto su razón de ser. Nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos tienen derecho a hablar con entusiasmo de las glorias de su país, que fue el más poderoso de la tierra en el siglo xvi, época en que conquistaron el Nuevo Mundo, y en que las armas de Espada ocupaban buena parte de Europa. Así que no debe nadie asombrarse de la susceptibilidad de los españoles, respecto a ciertos autores extranjeros que han hablado de su país. Permítasenos decir algunas palabras sobre este asunto.

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