lunes, febrero 21, 2011

Día de mercado en Barco de Ávila (Eugenio Noel, España nervio a nervio 1924)

DIA DE MERCADO EN BARCO DE ÁVILA

Hoy lunes es día de mercado en Barco de Ávila. ¡Y- que tenía yo ganas de conocer al tío Pitacio y al viejo de los cejiles!... Aquél lleva sobre los hombros más de ochenta años, que hayan conseguido encorvarle las espaldas, de huesos duros como los cuernos de la cabra hispánica que ramonea los brezos de los canchales y roquedas del cuchillar del Güetre. Y de éste del viejo de los cenojiles, ¿qué he de escribir sino que viéndole en carne y hueso no parece que le queden ya dos onzas de uno y de lo otro? Sin embargo, bastante le importa a él venir del mismísimo Ameal de Pablo o encaramarse hasta el boquete de la Portilla de la Ventana. Con sus piernas torcidas sus chichas magras de sebo ahilado y ese andar bobo de viejo macho potroso, capaz es de desafiar a un pastor del Treme y apostarse un buen compango a que pasa del puerto de Tornavacas y se planta bonitamente en el mismo Plasencia. De la cabeza ya no hay que hablar; los pelos clarean en ella como los cañizos en la monda de un calvijar, como las gamonas a por el callejón de los Lobos en la sierra de Gredos.

¿Y hambre? ¿Quién come más, Pitado o él? Ninguno ha conocido la más ruin maldad de barriga, y sólo Pitado ha padecido acedía; pero eso hace muchos años, en los chozos, cuando con las marujas del arroyo se colaban ortigones y engorda-lobos, cuando entre las achicorias y cardillos se escapaba alguna hierba aceda. Y eso que hay que ver cómo está a veces el unto de la oveja modorra o la res muerta del lobado. Pero ¿qué habrá que no cure el agua de los chortales y de las cavas, el agua mansa del canchal encerrada entre rodales de enebros y bines? Mejor lo cura el trago de clarete, en sentir de Pitacio, y no haya por eso cuestión, que él bien recuerda lo majamente La sabe el vino en la cuartilla de cobre o en el jarro de los para redores. Pero eso ya lo veré a la hora de la comida, porque comeremos, cuando caiga la tarde, en una venta cerca del puente romano, no lejos de la ermita del Cristo, un Cristo de historia, más feo que el Cristo de San Juan de Barbalos. ¿No se la historia de ese Cristo? Pues sucede que cuantas veces se le han llevado ha vuelto él solo a la ermita. No lo dudo un Instante. ¡Es tan hermoso el panorama que se ve desde ella!... No es por eso por lo que vuelve el Cristo; pero... ¡cualquiera escribe por lo que vuelve!..

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Voy por las pintorescas rutas de Barco de Ávila entre tío Pitado y el viejo de los cenojiles y no me canso de admirar a los dos. ¡Cuántas cosas saben y qué buenos son! En la casa de Carlos V los dos abuelos beben de firme a la salud del empera­dor, cuya casa es hoy mesón simpatiquísimo, de jugosa traza castellana. ¿Quién no conoce al viejo de los cenojiles? Todos le saludan y charlan con él picarescamente, con esa libertina sa­tisfacción con que se habla a los viejos en Castilla y con la familiaridad e ironía que les permite el traje excepcional que lleva. Porque este abuelo de nervios de acero es un cromo vivo y no viene al mercado si no es vestido con el traje antiquísimo de los campesinos del país. Hasta en Londres han exhibido los audaces exploradores de la sierra su imagen arcaica, tan atrás en los mismos recuerdos, que los más viejos, al verle, desorien­tados, ríen. Pitacio le encuentra grotesco. Esas borlas arzobis­pales que cuelgan del tarteño, los blanquísimos y calados deales, el contraste brusco del color del calzón de estezao y el color de Id chaquetilla, la faja, los carranques, los cenojiles, los cintajos que le cuelgan por todos lados en la ropa, los enormes botones, todo eso es lejano ya. Aquí mismo, entre los serranos y gentes que vinieron al mercado, hay tipos provinciales de severa silueta vestidos de negro, con sus polainas, faja, sombrero y traje negros. Pocas borlas, pocos cenojiles...; la raza ya no está para eso. La raza, sí; pero este abuelo amigo, ¿qué tiene que ver con la gente de hoy? Allá en las faldas de la sierra, donde vive, viste siempre así. En el tojo de los tozales, en las cantaleras cantizales, en las trochas, neveros, turberas, nebredas, en los oteruelos cubiertos de piornos y gayubas, a la sombra de las bardas de los corrales, este viejo viste con esos colores rojos con esos trapos llamativos, acairelados, que tanto ama. No es mendigo, no pide, tiene dinero; él viste así porque... Se he preguntado, y no sabe por qué. La buena gente le cree algo mochales, algo «ido», como ellos dicen. Mas el caso es que cuando quieren retratar a un serrano típico le buscan a él, él viene andando, andando, desde su pueblo, con las piezas bordadas envueltas en un papel, bien dentro de los alzapones de la atacadera para que no se pierdan o manchen; luego, en Barco, se las pone cuidadosamente. ¡Ah, eso no se sabe en Londres! Allí vieron su imagen al pie de estas divinas sierras; pero su alma, el alma de raza que conserva en su pecho, el amor fier de esos viejos trapos, eso no se fotografía.

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Pitacio me señala unos mozos bravucones: son de Villarejo de Salvanés. Debía ir por allí cuando las capeas. Se ponen a la salida del toril, en dos filas, los mozos armados de pinchos y rejones, y el toro no llega nunca a los últimos, por lo que los mozos se pelean por no estar en los últimos puestos.
Contemplo detenidamente a estos machos iberos de gesto sinvergonzón y modales de pingüino. Parecen asustados, y una nonada los separa de la procacidad más agresiva. Su recia cara cabileña tiene, sin embargo, ese nosequé de la gente de nuestra raza, amasada con simpatía y nobleza de irresistible atracción.
Han venido al mercado serranos y campesinos de centenares de pueblos y majadas, de esos pueblos que tienen nombres se­rios, de caminos de ganados, de extremaduras y pastizales, de reses y saronas, de santos cuyas advocaciones costaría trabajo hallar en cualquiera de los cuatro Martirologios.
Por todas las calles pasan estas familias, seguidas de reatas de buenas bestias, menos cargadas que lo que pueda suponerse y en número desmesurado. Son animales muy bien cuidados,porque estos mohedinos trashumantes y mesteños poseen los pastos mejores que pudieran desear para sus bichos.
Ellas, las mujeres, lo son todo. Si él, el macho, quiere alguna moneda, habrá de pedírsela a su hembra, acto que exige un valor inconcebible. ¿Será por miedo o por espíritu de sobriedad por lo que estos hombres gastan lo menos posible, lo absoluta­mente indispensable? Por las dos cosas. En los almacenes,' ellas compran y ellas pagan; los hombres lo ganaron antes y su misión terminó ahí. En la plaza, mientras ellas compran y ven­den, ellos forman grupos, en los que se habla poco, muy poco. Es muy avaro de sus palabras el campesino, el ribereño, el gua­rramés. El serrano habla menos aún. El pastor ha perdido el uso de la palabra en las galianas, en los cabanilos, en los cor­deles, en las adradas, en las cañadas, en los puertos...
Lo que inmuta en este mercado es el silencio de todos. Nadie llama a nadie. Ahí están cerca de sus mercancías, de sus sacos, de sus paños, inmóviles como vendedores moriscos. Sus grandes ojos pardos, tan grandes que observados de lejos parecen ne­gros, miran al probable cliente con fijeza indiferente. Parece más bien que observan, que han venido al Barco para saciar una curiosidad. Les han hecho así las montañas, las escabro­sidades de los gargantones, de los cuchillares, de los asperones; la quietud glacial de las lagunas cimeras, las escarpaduras, las cresterías, los cabezos, los despeñaderos, los guijos enormes des­garrados de los ventisqueros y de las cumbres gnéisicas.
He ahí esa mujer que lleva tanto tiempo sobando y desdo­blando el paño fino de Béjar, el veludillo, la bayeta, el castor, el paño grueso de Garrobillas; ¿qué le importa al vendedor, que la contempla como si nada le fuera en ello? De vez en cuando, preguntado por el precio, responde secamente; la compradora no se molesta por ello.
No es una postura indolente la que tienen, es una postura extática. No vocean el género, no tratan de animar o traer a los compradores. Si han de venir, ya vendrán, y en paz. Si la torta, o el trigo, o el farinato, o el calambueche han de venderse, se venderán, ya pasarán delante de esas cosas los que las ne­cesiten.
—Esos pastores son del Tremedal —me dice Pitacio—; el año pasado la nieve cubrió el pueblo y vinieron a pedir auxilio. Pero la mayor parte del año se quedan solas las mujeres y el cura; los hombres se van con los ganados.
Y el abuelo Pitacio envidia de corazón la suerte de ese cura.

Son esos pastores hombres muy fuertes, reservados y noblotes. Su figura, pintoresca para el hombre de la ciudad, es, para quien siente más adentro las cosas, todo el nervio de una gran raza que se pierde inestudiada e incomprendida. Esas caras bajo el ala desteñida del tarteño recuerdan los rostros de nuestras máscaras ibéricas. No todas, claro está; hay en esos rostro. serranos tristes señales de degeneración y miseria; algunos tie­nen bocio; muchos parecen restos de hombres de hierro; todos son figuras contrahechas y rotas, como las que los hombres de los tiempos mesolíticos nos han dejado en sus pinturas rupestres.

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Este demonio de abuelo, que todo lo sabe, quiere que me fije en un cura. Pasa cerca de nosotros, con aire de matamoros, grueso garrote en las manos de gañán y cara ideal de hombre primitivo. Lleva el sombrero echado hacia la nuca y mira a las mujeres con desenfado barbián.
—A ése le sucedió —me cuenta el abuelo— una cosa que fu muy «soná». Un día los vecinos de su pueblo oyeron que gritaba la sobrina. Subieron como pudieron a casa del cura y lo tuvieron que quitar a palos de encima de...; pero a palos: tenían que pinchar con los dientes de las horcas en salva sea la parte para que... En fin, ya comprendo...
Mucha gracia me hace este sucedido; he ahí un buen sacerdote ibérico, a quien no desagradaría el viejo culto nuestro del dios Endobélico de Évora. Y se comprende que la carne se rebele; estas lugareñas, hijas de la chata recia del Arcipreste de Hita son mujeres muy hermosas, de una belleza picante y rolliza con la falda muy corta, como las mujeres de Pinohermoso y Oliva. Además... las sienta tan bien ese sombrerito de paja tan cuco, tan parecido al famoso gorro de los Frigios...

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Un encanto para los ojos las escenas del mercado. En otro sitios el interés consiste en la charla y trámite de las transacciones. Pero aquí estamos a mil nueve metros sobre el nivel de mar, y el pico del Almanzor arroja una sombra de hielo sobre la ciudad. Lo que distrae y embelesa son estas caras únicas, estos trajes que detienen en seco vuestro paso delante de ellos, hasta que os miran esas caras con la misma extrañeza que vosotros a ellas y concluís por reíros sorprendidos como niños.
Bravamente se defiende el céntimo en las compras. Hasta sacar el dinero de las profundidades de la faltriquera, allá bajo séptima falda, cuántas miradas, cuánto cálculo, qué sombrías meditaciones. La bella cara se frunce dentro del sombrero de paja, y con el género en la mano, sin decir palabra,medita largamente. El marido, al lado, mira y calla, sin saber dónde colocar las manos.
En los bodegones, oscuros establecimientos de comidas, los serranos, sentados en larguísimas mesas sucias, matan el ham­bre con los guisos más raros, los cochifritos y las chanfainas más increíbles del mundo. Y sin hablar, siempre sin hablar. ;Si apenas el vino abre aquellos labios! ¿Hablar, hablar?... ¿Y de qué? ¿De las famosas judías de la ribera? ¿De las bellezas de esa sierra de Gredos, ahí a dos pasos, cuya vista desde el Tormosmo, desde el arco de las murallas, es uno de los espec­táculos más bellos del universo? Oir, oyen. Por la ciudad han oído que esas montañas pueden ser una mina de oro. Hay que atraer forasteros, que vengan por aquí cuando visiten la sierra, los famosos picos, en vez de irse por Hoyos del Espino. Pero todo eso no les importa mucho.

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Los toros están fuera de las murallas, y desde donde están los toros se ve el panorama de las montañas. Barco de Ávila está dentro de ellas, y pocos pueblos podrán enorgullecerse de su posición como Barco de Ávila. Los ojos se clavan en los picos del célebre circo de Gredos, y subyugados por la grandeza de la perspectiva, miran incrédulos tanta majestad, poesía tanta... Altas, muy altas, aquellas montañas nevadas parecen, por lo inaccesibles, una ilusión de los sentidos. Luego, a fuerza de mi­rarlas, se las juzga altas siempre, muy altas, pero muy cerca. La sensación es tan profunda, que priva de todo juicio. Sólo mintiendo puede decirse qué se siente contemplando desde las dehesas aquellas divinas cimas. Sucede entonces lo que a los serranos. El alma se queda muda y sólo tiene energía bastante para ver. Son montañas altas, que se suceden escalonadas hasta la cima del Almanzor, y el aire pone entre ellas toda su incomparable gama de matices azules, de clarísimas aguas de piedras preciosas. ¿Qué importa que nos digan al oído que aquello es el Almanzor, y aquello el Ameal de Pablo, y Cuchi­liar de las Navajas aquello otro, y Mogota del Cervunal lo de más allá, lo de más acá los Hermanitos y el Risco de la Ventana, y la Cuerda de los Galicharones y la Serrota?... De poco sirve saber cómo se llama tanta belleza. Eso hay que sentirlo, verlo, contemplarlo, sacarlo fieramente del estúpido nominalismo que embrutece nuestros conocimientos y seca la fuente de le felicidad. El alma quiere subir: he ahí lo que siente el alma ante las montañas como Gredos, subir hasta allí, hasta el piel más alto, a ver si desde allí aclaramos un poco nuestros turbios destinos, nuestras rudas ideas de luchadores por la vida.
No sé quién nos trae a realidad: es una voz amiga que lamenta ibéricamente, en tono de trisagio franciscano.
—Barco de Ávila — dice— podría enriquecerse a costa esas montañas; pero ¿quién es capaz de instaurar aquí los procedimientos suizos?
—No hay energía —afirma un señor.
Pitacio y el viejo de los cenojiles miran las montañas y callan. Son hijos de ellas y las aman, sin comprender otra cosa más, ni el amor que por ellas sienten. Y como ellos, los serranos todos.
—No hay energía, no hay energía —vuelve a decir el señor que habló antes—; estos campesinos, estos serranos están incrustados en sus montañas; son incapaces de sentir su belleza las temen y las necesitan.., pero no tienen redaños para explotarlas.
Al llegar a la Plaza Mayor sentimos un barullo inmenso. donde todo era antes quietud es ahora huracán de gritos, polvo, de carreras y de voces. Un guardia civil saca, entre muchedumbre excitada, agarrado cada uno de un brazo, a mozo que escribe en los periódicos y a un cura...
Parece ser que el cura se ha subido encima del mozo y ha pateado sin piedad porque el pobre escribidor había dicho en letras de imprenta que el talento del cura no era «com para llegar a obispo».
Y he aquí cómo estas montañas han desmentido la falta energía de sus hijos.

Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral . Espasa Calpe Madrid 1963
pp.84,90

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