CÓMO SE AFIRMÓ EN LA HISTORIA Y EN LA GEOGRAFÍA LA REGIÓN CASTELLANA
Once siglos por lo menos, antes de la aparición en la Historia del Condado de Castilla, el territorio en el que a través de la Edad Media había de irse afirmando la región castellana, constituía, unido a otros territorios -gérmenes de nacionalidades distintas-, una verdadera nación de fuerte personalidad, como tuvieron ocasión de apreciarlo los cónsules y pretores romanos que lanzaron contra ella sus legiones.
La formación de este pueblo se había determinado en los siglos IV y II (antes de J.C.) por el retorno a la península de los antiguos pobladores iberos -que habían sido anteriormente expulsados por los celtas- y que al mezclarse con ellos dieron nacimiento a la raza celtíbera que se extendió por todo el centro de la península, y que fue el verdadero germen de la nacionalidad española. (2)
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(2) En Castilla había un sentido y un sentimiento de Unidad de España; No de unitarismo, porque ella habla de pueblos y confederaciones. Es una manera muy distinta de organizar el territorio.
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Los historiadores no han logrado todavía poner en claro cuanto se refiere a este momento de la vida peninsular. Pero lo que sí es seguro es que en la parte más central se había formado una gran confederación de pueblos que unía a los lusitanos del Oeste con los celtíberos del Este, y que este milagro lo había producido un gran pueblo que habiendo tenido sus orígenes en las orillas del río Areva (que los historiadores identifican con el Eresma) se difundió bien pronto a uno y otro lado de la cordillera, por lo que hoy son las tierras de Arévalo, Segovia, Escorial, Almazán, Medinaceli y Sigüenza.
Esto es, el pueblo arévaco, que tenía por capital a Clunia (nombre que originó el convento cluniense de la da en el Sur de la actual provincia de Burgos,en el lugar que hoy ocupa Peñalba de Castro y Coruña del Conde. Ciudades de su territorio eran Segontia (Sigüenza), Segoubia (Segovia), Colenda (Cuellar) Uxamá (Osma), etc.
La fuerza expansiva de los arévacos había llegado a la formación de otro pueblo directamente descendiente de él: el pueblo de los pelendones, habitantes del Alto Duero, y que tenía como capital a Numancia. Hay otro pueblo, los olcades,que habitaban la actual Alcarria, cuyo grado de parentesco con los arévacos no es determinar aún, y que también formaba parte de la famosa confederación Celtibérica, que se levantó en armas contra Roma, primero en la guerra de Viriato y más tarde en las guerras numantinas.
Por último, debían formar también parte de ésta algunos otros pueblos menores, obligados por su situación intermedia: los vetones, que habitaban las tierras de Salamanca, Ávila y Norte de Extremadura, y los carpetanos, establecidos desde Toledo a la campiña de Guadalajara, por las sierras de Gredos y Guadarrama.
¿No puede verse en este pueblo arévaco, firme sostenedor de la unión de los pueblos, que también parece haber sostenido relaciones semejantes de inteligencia con los turmodingos del Norte de Burgos y la Sierra de Urbión, y con los cántabros del litoral, un espíritu análogo al que después desarrolló Castilla sobre España, debido también a una posición semejante (3)
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(3) Hay un terreno especulativo en la formación de casi todos los pueblos en que los datos parece se van de las manos, pero aunque así sea ello no contraviene la realidad existencial que se reafirma aun más en medio de estos detalles de imprecisión.
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Hay todavía otra analogía muy digna de atención. Del mismo modo que se extendió la Confederación Celtibérica , se fue extendiendo Castilla a lo largo de los territorios de las sierras y sus faldas, afirmando siempre su personalidad montañesa frente a la llanura de León o la llanura manchega. Un notable escritor y propagandista castellano -Luis Carretero- hace notar el hecho curiosísimo de que los mismos límites entre el territorio arévaco y el de los vaceos -que se extendían por las provincias de Zamora, Palencia y Valladolid- fueran resucitados en la Edad Media como límites entre Castilla v León.
Hay, pues, bastantes fundamentos para pensar que el sentimiento de nacionalidad castellana, que dibuja en los primeros tiempos de la invasión árabe y culmina en el siglo X, no es ningún producto rápidamente elaborado por la ambición de los condes puestos en Castilla por los Reyes leoneses -esto es lo que hacen en ocasiones pensar los manuales de historia en sus despreocupados relatos de este lema, fundamental para la vida española- sino que no era más que el rebrote de un sentimiento continuado que se mantenía firme bajo los acontecimientos exteriores de la invasión romana y de la invasión visigoda.
Era lógico que este sentimiento se mostrase pujante a la entrada de los musulmanes, que libraron a los pueblos del territorio del yugo de los señores visigodos o hispano-romanos. Añádase que los ejércitos moros, que siguieron las grandes vías romanas; desde Sevilla, por Mérida, a Salamanca y León; desde Zaragoza, por Logroño y Amaya, a León y Astorga; y de Zaragoza, por Clunia y San Esteban de Gormaz, a Oviedo; dejaron libre de su acción guerrera un territorio en que subsistía con bastante fuerza el antiguo sentimiento celtibérico-arévaco y que todo lo que participó de la invasión africana fue el establecimiento de algunos núcleos berberiscos en sus centros de población, con los cuales convivieron sin inconveniente.
Pero en las montañas de Asturias renacía la monarquía visigoda, dispuesta a tender de nuevo su red unitaria y despótica sobre la península. Un yerno de Pelayo, Alfonso I, a quien los moros conocían por el remoquete de "Adefuna el Terrible", aprovechaba las luchas entre árabes y berberiscos y el hambre que asoló la meseta entre 730 y 755, para conquistar Astorga, León, Palencia, Zamora y Salamanca, y penetrar a sangre y fuego por las tierras de Ávila y Segovia, llegando hasta Osma, Miranda de Ebro, Cenicero y Alesanco. Obligó a retirarse de allí a los moros, pero obligó también a los habitantes de la región devastada a acompañarle a León, quién sabe -porque el estado de los conocimientos históricos no permiten afirmar ni lo uno ni lo otro- si en calidad de prisioneros.
Lo cierto es que dejó solamente ocupadas –ocupadas con sus huestes- la Bardulia y La Liébana, las regiones más que más tarde había de ser Castilla, o mejor dicho, el territorio de lo que había de ser Castilla propiamente dicha. Y en él, por los condes mandatarios que allí pusieron los reyes de León, nació el condado, entre los Montes de Oca hasta el Duero, entre Demanda y el Moncayo hasta el Pisuerga.
Fuera de estos límites quedó un espacio semidesierto, variable desde la ribera del Duero hasta más allá de la cordillera central ¡Las circunstancias históricas querían que la región castellana renaciera por el extremo opuesto al que los arévacos habían desarrollado su acción!
Y apenas Castilla comienza a cobrar personalidad, comienza también a sentirse distinta de León, y sobre todo extraña por completo a los fines de su monarquía. Conocido es cómo los castellanos se negaron en diversas ocasiones a acudir a las empresas de los reyes leoneses contra los moros. Un autor tan poco sospechoso como don Carlos Lecea cuenta en su libro "La Comunidad y Tierra de Segovia", que la parte alta de la ciudad, que era la mejor fortificada, quedó abandonada y yerma porque los moradores, temerosos de nuevos desastres, como los acaecidos por las luchas entre moros y cristianos, "se bajaron a los valles del Eresma y Clamores, estableciendo allí barrios y aldeas parroquiales aisladas”,” sin fuertes defensas que les obligaran a combatir". Es decir, que los segovianos esperaban a los moros, pero no para luchar con ellos tras de sus murallas almenadas, sino para ofrecerles una convivencia que no tenían ningún interés en desdeñar. ¿Era posible con hechos como éste, unirse de buena voluntad a las huestes leonesas, que a lo mejor no se proponían más fin que arremeter contra los moros en nombre de un vago sentimiento cristiano, o más bien eclesiástico?
Sean leyendas o realidades históricas -la leyenda obedece por lo menos a una realidad histórica sicológica- las de la muerte de los cuatro condes castellanos por Ordoño II, y la del Conde Fernán González, lo cierto es que ellas expresan, sin lugar a ningún género de dudas, un claro sentimiento de diferenciación respecto al territorio leonés. Sentimiento perfectamente definido por otra parte, como hace notar Menéndez Pidal, en la oposición al tradicionalismo oficial del antiguo Reino de León. El acto emancipatorio de la institución de sus jueces en el siglo X significaba la repulsa del pueblo castellano al Código visigodo y el deseo de atender a las costumbres locales. Según la tradición, para afirmar la autonomía se quemaron en la iglesia de Burgos todas las copias del Fuero Juzgo que pudieron ser encontradas.
Fernán González -el héroe en el que el pueblo castellano simbolizó durante mucho tiempo sus anhelos de independencia- se atrevió a declarar la guerra al propio rey de León. Cuando éste logró encerrarle en la prisión, Castilla en masa se levantó para liberarle, y
dejan desierta Burgos
y pueblos de alrededor
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para hacer libre a Castilla
del feudo que da a León.
("Diario de Burgos", 22 mayo 1931)
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