martes, agosto 05, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (5) La Nobleza

Con Felipe III y el duque de Lerma, la prepotencia de ti clase nobiliaria se hace incontenible. La personalidad Castilla la Vieja, en tanto, sigue desdibujándose hasta resultar irreconocible. El antiguo reino de León, al expansionarse con la Reconquista, implanta en las tierras reconquis­tadas un régimen de tipo señorial; los campesinos que van a explotarlas dependen de los señores a quienes las tierras se adjudican como dominio, en recompensa de su intervención armada y de sus servicios al rey. En Castilla la Vieja,cambio, las tierras se adjudican a quienes las ocupan con su esfuerzo y las explotan con su trabajo, su riesgo y su vigilancia. Unidos los dos reinos, Castilla se vio siempre afectada por el peso de la tradición leonesa y su régimen señorial y por el enfrentamiento de la clase señorial al rey cuando este se resiste a sus continuas apetencias. Tal ocurrió a partir de finales del siglo xIII, con Alfonso X y sus inmediatos sucesores, en particular durante las minorías de los dos últimos (precisamente el tercero de ellos, Alfonso XI, cuando decidió hacerles frente, a Lerma vino para cercar a don Juan Núñez de Lara, de quien tendremos misión de hablar). Y de Castilla la Vieja salió, puesto que en el orden señorial era una especie de tierra de nadie, la mayor parte de las «mercedes» del bastardo Enrique II para atender a sus pedigüeños banderizos.

En los siglos xIII, xiv y xv, junto con el señorío terri­torial, en que el señor, como dueño de la tierra, ejercía una potestad derivada de las relaciones de dependencia personal o territorial, el señor -según Domínguez Ortiz- está en ella investido de jurisdicción ordinaria y de facultades pro­pias de la potestad real; hecho, por lo demás, común con los restantes países europeos; a lo cual ha de añadirse que en ese aspecto los señores del país vecino daban ciento y raya a tos del nuestro; porque el señorío en Francia era harto más duro que en España, y sus impuestos crecían en proporción tan exagerada, que dieron lugar a sublevaciones cam­pesinas más numerosas que aquí, y reprimidas con mayor rigor. Para asegurarse la fidelidad de la clase nobiliaria, los reyes reducían el propio patrimonio real, enajenando dominios territoriales con su jurisdicción y cediendo rentas so­bre salinas y minas, así como derechos de pontazgo y análogos. A finales del siglo xv, los Reyes Católicos privaron del poder político a los nobles, pero no del territorial, y re­conocieron su exención tocante a impuestos, y, salvo las tierras occidentales, distribuyeron entre ellos el reino de Granada. Medio siglo después de la subida de los Reyes Ca­tólicos, el duque del Infantado, de la familia Mendoza, era dueño de 800 aldeas, con 90.000 vasallos, y gobernaba desde Guadalajara como un príncipe.

Si la alta nobleza fue tenida un tanto al margen por los dos primeros Austrias, al morir Felipe II el avance señorial: se acentuó, conforme queda dicho, y ministros y favoritos iniciaron una loca carrera para conseguir vasallos. En tiem­pos de Felipe III, pues, y sus sucesores, la nobleza predomina de tal modo en palacio que -dice el propio Domínguez Ortiz- «resulta asfixiante, agarrada como la yedra al tronco». Con Lerma, uno de los más desvergonzados en este or­den, aquella nobleza se arrojó decididamente sobre los recursos estatales, así como sobre los cargos -ejercidos bajo Felipe II por secretarios pertenecientes a las clases de !a nobleza menor y de los hidalgos-, recursos y cargos distribuidos por el privado a su antojo para ser bienquisto del estamento. Porque no siempre eran honores lo perseguido. Cuando el profano ve, por ejemplo, que tal o cual persona ir de las letras pretéritas se afana en conseguir “un hábito” de una orden militar, piensa en la vanidad como pecado universal y de todos los tiempos; no se le ocurre pensar que con el hábito caían al favorecido estas dos brevas: la de la hidalguía, con su exención tributaria y sus privilegios judiciales, y una renta. De aquí que al pie de las cucañas nobiliarias hubiera siempre una multitud de ansiosos dispuestas a gambear hacia lo alto.

En la época que nos ocupa, los nobles constituían 1/10 de los habitantes de Castilla y León, o sea, 133.000 familias, según recordamos en Santillana del Mar; algo así como 650.000 personas (la proporción era más baja en la corona aragonesa). Eran legalmente nobles -y resumimos lo dicho por Domínguez Ortiz- la mayoría de los guipuzcoanos y todos los vizcaínos, a los cuales resultó de gran provecho tal condición, dadas las exenciones que implicaba. En realidad había en Vizcaya un régimen de indiferenciación social en que el estado plebeyo no existía. El gobierno real aceptó la -teoría de que, no siendo plebeyos, tenían que ser hidalgos. Por lo tanto, acreditar nacimiento en Vizcaya era gozar de los pri­vilegios del estado noble. Pero, a fin de evitar la contaminación con razas tenidas por inferiores y mantener así su privilegio, los vizcaínos tomaron disposiciones muy exclusi­vistas en su territorio y fueron los primeros (a fines del si­to XV) en prohibir la residencia a los cristianos nuevos; a los naturales de otras provincias que no podían probar limpieza de sangre los dejaban permanecer como residentes sin derechos cívicos. De aquí el sentido racista incrustado en la mentalidad de aquellas provincias. Pero lo curioso -subraya Domínguez Ortiz- es que los vizcaínos no vivían noblemente, según el concepto general: labraban la tierra y ejercían oficios, incluso los viles(1) y mecánicos, servían de escuderos, de secretarios (su especialidad) y hasta de lacayos y cocheros.

El mundo de los nobles lo integraban estos estratos: hidalgos, caballeros, títulos y grandes, constitutivos, a su vez, dos grupos: caballeros e hidalgos, grandes y títulos. Con­forme dijimos, en la franja cantábrica vivía la mitad de los hidalgos españoles. pero se contaban en ella muy pocos caballeros y los títulos eran casi inexistentes. En Galicia y tierras del Duero, vivían grupos compactos de hidalgos, aunque en franca minoría, y había algunos grandes y títulos muy acaudalados. En la mitad sur de España, la población hidalga no llegaba al 1 %. En resumen: muchos nobles de es­casos recursos en el norte, pocos y ricos en el sur; a la vez, muchos y mezquinos conflictos en el norte, convivencia más armónica en el sur, donde el noble solía ser más generoso y donde el pueblo aceptaba de mejor grado su superioridad.

Para pasar de hidalgo a caballero, era preciso convertirse en «señor de vasallos», proceso facilitado por la continua falta de dinero de los monarcas. Carlos I y Felipe II, con permniso de la Santa Sede y mediante indemnización de “juros” (renta perpetua sobre la Corona), vendieron muchos
los de obispados, monasterios y órdenes militares. Con Felipe IV se acentuó la venta y se enajenó aún más el poder de jurisdicción, ahora de pueblos realengos. En 1625 (comenzó a reinar este último monarca en 1621), la Corona concluyó un asiento u obligación con un grupo de banqueros,
que adelantó al Tesoro 1.210.000 ducados contra la garantía de 20.000 vasallos, entendidos estos como una propiedad cuya venta podía garantizar el adelanto. Por entonces, y antes también, decenas de millares de campesinos pasaron de la jurisdicción real a la nobiliaria, mucho más dura en cuanto a impuestos, exacciones y justicia, realidad denunciada mu­cho antes por el canciller Pero López de Ayala (1332-1407) en su «Rimado de Palacio»:

Commo los caballeros lo fasen, mal pecado,
en villas e logares que el rey les tiene dado,
sobre el pecho que le deven, otro piden doblado
e con esto los tienen por mal cabo poblado.
Do moravan mill omes, non moran ya trescientos,
más vienen que graniso sobre ellos ponimientos,
luyen chicos e grandes con tales escarmientos,
ca ya vivos los queman, sin fuego e sin sarmientos
.

Ya en posesión de un señorío, un hábito o una encomien­da (los hábitos los vendió Olivares a cientos), el caballero pugnaba por alcanzar un título, pues el creciente número de hidalgos y señores y la correlativa desvalorización de ambos estados, hacían que no se considerara noble en sentido riguroso a quien no poseyera un escudo de conde, duque o marqués (los ministros de Carlos II aprovecharon esta fuer­te demanda para vender títulos a un promedio de 20.000 ducados, algo así como diez millones de pesetas). A su vez. los títulos luchaban por ser grandes. En el siglo xvi había 20 grandes y 35 títulos. Al final del reinado de Felipe II, los títulos eran 99. Felipe III los aumentó en 20 marquesados y 25 condados, y a ellos añadió Felipe IV 5 vizcondes, 78 con­des y 209 marqueses. Al mismo tiempo, los 20 grandes del siglo xvi pasaron a ser 41 en 1627 y 113 en 1707.

Todo este elemento nobiliario, y con él la Iglesia, estaba libre de tributación. Con todo, los más encumbrados, por culpa de sus lujos (y también por las donaciones, beneficios dedicados a atención de sus vasallos, obras pías y de caes dad anejos a su condición) vivían entrampados. Con Felipe III, los lujos y consiguientes apetencias de los nobles crecieron. El conde-duque de Olivares contuvo un tanto estar les forzó a pechar algunas sumas, pero después, con Carlos ­II, se alzaron con todas las gangas. La monarquía del útimo Austria -dice Lynch- fue una especie de república aristocrática que hacía y deshacía los gobiernos del rey. No obstante, los nobles seguían entrampados, y para no ceder a su tren de vida hipotecaban sus bienes a la Corona y sacaban de esta pensiones y concesiones. La Hacienda pública, según el mismo historiador, era una especie de seguridad sociall para la aristocracia. Pugnaban sobre todo por ser vireyes, cargos sumamente rediticios que con Carlos II llegaron a subastarse (2). Además llevaban el control social y político de las grandes ciudades, pues si bien estas no podían ser de señorío, estaban, de hecho, dominadas por familias aristocráticas. Señalemos, al paso, que si la aristocracia superior solía vivir en la corte, la menor tendía a residir en las villas, y no en el lugar donde radicaban sus propiedades, tal como hacen hoy los labradores un tanto acomodados, según advertimos ya y volveremos a advertir.

Los lujos de los nobles (con los vestidos, muebles, tapi­ces, pinturas y otras cosas que reyes y nobles gustaban de importar) y el aparato bélico y civil del reino salían del trabajo de los campesinos de Castilla y León y del de los indios americanos, y más particularmente, a partir del siglo XVIII, de los primeros. Se llevaba todo ello la mitad y más aún de lo cosechado, a este tenor: la renta debida al señor suponía al menos un tercio; venía luego el diezmo para la Iglesia (con su contrapartida, cierto es, de obra pastoral, social y educativa, y con dispendios suntuarios a cuenta de los cuales cierto es también, se atrae ahora el turismo multitudi­nario y arqueológico); después, los impuestos de la Corona y los gravámenes sobre artículos de consumo básico; aña­damos los privilegios de la Mesta, cuyas ovejas (tres mi­llones y medio en 1525), vacas sagradas de aquella India pretérita, dañaban los predios cercanos a los mil quinientos kilómetros de recorrido de sus tres cañadas (3); por último, agreguemos las aduanas internas y las apropiaciones por parte de los nobles y la Iglesia -con autorización de Feli­pe II y sus sucesores- de tierras baldías y comunales, pri­vando así a los pobres del aprovechamiento por turno de sus parcelas, así como de prados y leña.

En 1787, al acercarnos al final del antiguo régimen, la po­blación nobiliaria de Castilla la Vieja era el 15'5 % de la total, muy superior a la media española (4'6 %). En su mayor parte, aparecen radicados estos nobles en la provincia de Burgos, que junto con lo que es hoy comprendía, conforme queda dicho, gran parte de las actuales de Santander y Lo­groño (las de Guipúzcoa, Vizcaya y Asturias albergaban la mitad de la población noble española).

Subsistía en el siglo xvIII el régimen señorial del xvII, aunque los reyes de esta centuria tendían a la anexión de estos señoríos. Las tierras señoriales -y en lo que vamos a decir del siglo xvIII resumimos algunas publicaciones de Miguel Artola- se situaban en las zonas periféricas provin­ciales, al quedar la parte central de cada una en poder del rey, en torno al más fuerte núcleo de población realenga: la capital de la provincia. Las tierras al margen de la intervención regia suponían casi el 60 % de la extensión de Castilla, correspondiendo sólo el 6,57 % a los religiosos, poca cosa esto último frente a la media de España: el 16'54 % (en 1787, el clero de Castilla la Vieja comprendía 13.202 indivi­duos, de ellos 7.450 seculares y 5.752 regulares). Entre los grandes de España, los principales titulares de señoríos cas­tellanos eran los duques de Frías, Medinaceli y Alburquer­que y el conde de Miranda. El mayor dominio era el del duque de Frías. Tenía bajo su jurisdicción 258 pueblos de las cuatro provincias, en su mayor parte pertenecientes a la de Burgos. Seguía a este el duque de Medinaceli, con 19 en Burgos y 127 en Soria. Pasaban de 100 los pueblos del duque del Infantado y del marqués de Aguilar, todos en Burgos, salvo dos villas sorianas del primero. El duque de Alburquerque era el más importante señor territorial de Ávila Y Segovia (60 en esta y 12 en aquella). Dominios de más de 50 pueblos dependían de los condes de Aguilar, Altamira y Miranda, del duque de Nájera y del marquesado de Villena. Los restantes titulados poseían menos de 50 pueblos. En cuanto a señoríos eclesiásticos, los monasterios de las Huel­gas y Oña eran los principales, sin exceder de una vein­tena de pueblos. El señor a quien estaba sujeta mayor extensión territorial y mayor población era el duque de Frías 69.135 habitantes); le seguían el duque de Medinacelí 44.308), el de Alburquerque (30.146), el conde de Miranda 29.000), el duque del Infantado (28.523) y el conde de Agui­lar (24.950). El poder de estos señores era a veces jurisdicnional, y otras suponía la percepción de ciertos tributos, en dinero o en especies.

El régimen señorial fue perdiendo su antigua importan­cia por la mencionada presión de la Corona y por la de los mismos pueblos, que acudían al rey para liberarse de los señores. También contribuyó a ello el absentismo de estos mimos. El 6 de agosto de 1811, las Cortes de Cádiz aproba­ban y la regencia promulgó-- la abolición de los señoríos, privando de funciones públicas a los señores, así como de la percepción de impuestos inherentes a su jurisdicción, pero los convirtieron en propietarios directos de la tierra, perdurando así el panorama social agrario existente hasta entonces y haciendo de la nobleza la más poderosa clase lati­tfundista, con la cual se estrellaría un siglo después la refor­ma agraria de la segunda república, único plan ulterior, en nada disparatado por cierto, para acabar con la injusta y perniciosa distribución de nuestras tierras.


(1) En la España de los Austrias lo eran, entre otros, los de albéitar o veterinario, carnicero, zapatero, pelaire y tundidor de paños (es decir, el que los cardaba y el que, a tijera, les cortaba o igualaba el pelo).

(2) La venta o subasta de cargos no fue un rasgo exclusivo de la vida es­pañola. Se vendían en otros países europeos, y a menudo con mayor desenfreno. En España, por ejemplo, nunca se vendieron los cargos de justicia, cosa que ocurría al otro lado de la frontera.

(3) En la Inglaterra isabelina, las ovejas fueron también la ruina de los labriegos, forzados al abandono del agro al ser cercados grandes predios para conversión en pastizales, que apenas ocupaban mano de obra.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp. 302-309

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