Nos vamos a referir, seguidamente, al proceso histórico de falseamiento y anulación del ser y la personalidad del pueblo castellano.
La Castilla original y auténtica fue desnaturalizada. A mediados del siglo XIII, concretamente en la unión definitiva de las coronas de Castilla y de León que se produce en 1230 en la persona de Fernando III, se inicia un largo proceso de falseamiento y anulación de la personalidad castellana.
En esa unión de las dos coronas se ha querido ver una afirmación de la primacía de Castilla en la historia de España, una consolidación definitiva del poder castellano frente a los demás pueblos españoles.
La realidad es muy distinta. La nueva monarquía no es ya castellana, aunque comprenda el territorio de Castilla. En la larga relación de reinos que la componen en aquel momento histórico – Castilla (con los Señoríos de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, y Molina de Aragón) León, Galicia, Asturias, Extremadura, Toledo, Córdoba, Jaén, Sevilla, Granada y Murcia – ciertamente Castilla figura en primer lugar, sin duda porque fue la primera corona que heredó Fernando III, pero no hay un predominio de Castilla sino que, por el contrario, son los ideales, instituciones, esquemas sociales y espíritu señorial de la monarquía de León los que imprimen su carácter a todo el conjunto del Estado. Ya lo dijo certeramente el ilustre historiador catalán Bosch-Gimpera: “Aquella monarquía, a pesar de llamarse castellana, era propiamente ajena a Castilla, representaba la tradición visigoda a través de la monarquía leonesa y polarizaba a menudo en torno a empresas extrañas al verdadero espíritu castellano, fuerzas que lo desviaban de la trayectoria de sus raíces”.
La acción de los reyes de la nueva monarquía global se orienta a la descalificación del régimen popular castellano – la primera democracia que se había dado en Europa - , y a su paulatina suplantación por un régimen unitarista y señorial.
El Estado no es castellano ni se castellaniza. Simplemente secuestra el nombre de Castilla, pero su actuación es claramente opuesta al genio castellano. Rebasada la línea del Tajo, las grandes conquistas de Fernando III, la expansión por la Mancha, Extremadura, Andalucía y Murcia y los conflictos sucesorios, determinan la creación de enormes señoríos territoriales concedidos por los reyes en propiedad y jurisdicción a las grandes familias y a las Órdenes Militares, unas veces por vía de recompensa de servicios y otras como precio de su parcialidad en las discordias intestinas. Es decir, justamente el esquema contrario al planteamiento popular de la colonización castellana. La nueva monarquía exporta a esas fronteras – más tarde a América – el sistema feudal propio de las estructuras del reino leonés, e incluso, lo que fue más grave para los castellanos, en el mismo solar y corazón de Castilla – como ha denunciado el maestro Sánchez-Albornoz – llega a otorgar a los nobles sistemáticamente villas, tierras y jurisdicciones, cercenando las comunidades populares, expropiando los poderes concejiles, absorbiendo las propiedades libres y, en suma, destruyendo la sustancia democrática del país.
La política de los reyes de León-Castilla, apoyada en grandes señores, se orienta concienzudamente a restringir los derechos forales y la autonomía tradicional de las comunidades castellanas. Es un largo proceso que concluirá a fines del siglo XV con la destrucción de los concejos y la anulación del estado castellano pluralista, sustituido por la monarquía unitaria y centralizadora. La revolución comunera yugulada en 1521 es, en uno de sus aspectos, el último y desesperado esfuerzo de los castellanos para recuperar los derechos y libertades de la antigua tradición democrática de Castilla.
Un momento clave en este proceso va a ser la entrada de la Casa de Trastámara. En la guerra civil que lleva al trono a Enrique II, el rey Pedro, llamado el Cruel por los vencedores, estuvo apoyado por las Comunidades, mientras que la nobleza apoyó a Enrique, el bastardo. Pues bien, Enrique, que ha pasado a la historia con el título de “el de las Mercedes” repartió las Comunidades de Villa y Tierra entre la Nobleza que le había apoyado. Golpe decisivo contra las Comunidades y las libertades de los Concejos.
Así, Enrique II “el de las Mercedes” entregará Soria, Almazán, Monteagudo, Deza y Atienza, como recompensa, al hombre decisivo que le llevó al trono, Beltrán du Guesclin. La Comunidades de Soria conseguirá pronto liberarse y volver a ser de realengo; pero la mayoría de las Comunidades caerán definitivamente en manos de la Nobleza.
Aunque las Comunidades lucharon por no salir de la jurisdicción real, poco a poco, la Nobleza va imponiéndose a contrafuero sobre la mayoría de los Concejos comuneros. Esto se efectúa en detrimento del señorío de la Corona y daño de las Comunidades que pierden libertades y patrimonio colectivo. En las Cortes celebradas en Burgos el año 1367, el rey otorga algunas peticiones de los representantes que “pedían por merced que diésemos los dichos oficios a hombres buenos de las ciudades e Villa e lugares a pedimento de los Concejos que los pidiesen, y que no las diésemos a hombres poderosos ni que fuesen nuestros privados...”
A ello se acogió el Concejo de Madrid, al año siguiente, logrando que le fuera restituida la dehesa de Tejada y algunas aldeas usurpadas. Dicha dehesa había sido dada por el rey a “Ximén López”, nuestro Montero”. Sin embargo, al año siguiente, el mismo rey Enrique expide carta de donación de los pueblos de Alcobendas, Barajas y Cobeña a favor de Pedro González de Mendoza, mayordomo mayor del infante Don Juan, su hijo.
Como prueba del interés de las Comunidades por conservar su integridad territorial y su libertad bajo la jurisdicción realenga, son especialmente significativas las manifestaciones del Concejo de Madrid en el ayuntamiento celebrado en 1470. Donde afirman que:
“nos serán ni consentirán en que en esta Villa ni en sus términos e lugares e jurisdicción e propios, ni parte de ellos, sea enajenado en ninguna persona que sea por título de donación o merced...” añadiendo que, si por imposición así fuera, prefieren el exilio: “En el caso que tanta fuerza del Rey o de armas les viniere a que no lo puedan resistir, que ellos e cada uno de ellos, dejará la dicha Villa e se saldrá della e de sus arrabales a vivir e morar como hombres que desean vivir en libertad”... ¡He aquí el viejo espíritu castellano que prefiere el destierro a la sumisión desde los lejanos días de Mío Cid!
La imposición de la Nobleza, y posteriormente de los Corregidores, funcionarios que cada vez más van abandonando los fueros propios de las Comunidades para imponer el fuero real, contribuirán decisivamente al proceso centralizador y uniformador. La oposición popular a este extraño órgano de poder, se manifestará en muchas ocasiones, y especialmente con ocasión de la Guerra de los Comuneros. En los capítulos que la Junta Santa de la Comunidad ordena en 1520 y remite a Flandes para que sean confirmados por el rey, reinserta, en el cuadro de derechos y libertades que las comunidades reivindican, la petición de que “de aquí adelante no se provea de Corregidores a las ciudades y villas destos reinos, salvo cuando las ciudades e villas e comunidades de ellos lo pidieren; pues es conforme a lo que disponen las leyes del reino”
La derrota de los Comuneros marca, ciertamente, otro momento muy grave en el declinar del ser de Castilla. Pero, ante todo conviene observar que el nombre con que este acontecimiento político y social ha pasado a la historia es inapropiado y muy confundidor, porque el alzamiento no se limitó a Castilla y a sus tradicionales comunidades de ciudad o villa y tierra, sino que se extendió también por los reinos de León y de Toledo, así como por Extremadura y Murcia, aunque con muy distinto significado e intereses. También en Valencia y en Mallorca, se produjeron profundas conmociones políticas y sociales.
Las consecuencias de la llamada Guerra de las Comunidades fueron especialmente catastróficas para los vencidos de todos los lugares de los reinos de León y de Castilla, donde hubo fuerte oposición al emperador, y especialmente para las auténticas comunidades castellanas de ciudad o villa y tierra.
El movimiento de las “comunidades” se ha interpretado de muy diversas maneras según la época y el pensamiento político de los opinantes. Para unos esta rebelión fue una protesta nacionalista por la entrega del país a intereses extranjeros; para otros, una manifestación del descontento porque el nuevo rey otorgaba los principales cargos y las más jugosas prebendas a los forasteros de su séquito de flamencos; para los de más allá, un estallido de contiendas entre nobles por el predominio de su casa en la respectiva comarca; para la pequeña nobleza, los caballeros y el bajo clero, una reclamación frente a la prepotencia abusiva de los grandes magnates y prelados; para los países de auténtica tradición comunera, un intento de recobrar los viejos derechos y libertades perdidas; para los obreros de los diferentes oficios y las clases oprimidas, una revolución que los libraría de su miserable condición. Y de todo hubo en aquellos complicados acontecimientos políticos y sociales que hoy parecen aún más enredados por la confusión indiscriminada con que se presentan como una sola entidad reinos, países, pueblos e instituciones diferentes.
Para algunos autores el fracaso de los “comuneros” supuso la ruina de las Cortes y de los concejos democráticos; pero ya hemos visto que la consolidación del absolutismo real y la decadencia de las Cortes y de los Concejos ya se había iniciado mucho antes, fue acelerada por los gobernantes de las dinastía de los Trastámara y de hecho consumada por los Reyes Católicos.
El gran triunfador de aquel 23 de abril de 1521, dice Joseph Pérez, no fue tanto el poder real como la aristocracia, amenazada en su función política y desafiada como potencia económica y social.
Villalar, por todo lo dicho, tiene una significación histórica supranacional, pues afectó a varios reinos o pueblos de España. Por tanto, es una gran manipulación histórica la pretensión de identificar la celebración de Villalar como día de la región del Duero, lo que ahora se llama “Castilla y León”, que si bien incluye todo el antiguo reino de León, no incluye sin embargo toda Castilla.
Continuará, sin embargo, la vida de las Comunidades de Villa y Tierra, sobre todo en el aspecto económico. En la mitad del siglo XVIII, y en un pleito entablado en el lugar de Tarancueña (Soria), donde yo nací, se demuestra que seguía vigente en la Tierra de Caracena a la que pertenecía, el Fuero de Sepúlveda o de Extremadura, aunque, finalmente, se impuso la ley general uniformadora en la Cancillería de Valladolid.
Las leyes desamortizadoras del siglo XIX no alcanzarán solamente a los bienes de la Iglesia, sino también a los bienes comunales (de comunidades y de aldeas), perdiendo las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra , además del poder político y los fueros, el rico patrimonio que aún poseían.
Poco se salvó de aquel general expolio, yendo a parar el patrimonio comunitario a manos de una burguesía extraña al territorio, o al cacique, y siendo en otras ocasiones comprado en fuerte sumas de dinero por la propia Comunidad o la aldea. En ambos casos, el resultado es la ruina de las Comunidades y sus Aldeas.
La división provincial de 1833 y la supresión subsiguiente de las Comunidades de Villa y Tierra acabaron, definitivamente, con esta institución esencial que define el ser y la personalidad del pueblo castellano: Las Comunidades de Ciudad o de Villa y Tierra.
Las aldeas quedaron, así, recluidas en su individualidad, sin defensa ninguna ante el centralismo estatal y provincial, y a merced del cacique más fuerte. Faltas de comunicaciones y perdidos todos los servicios, mal pagados los productos del campo y faltas de unidad para la defensa de sus intereses, las aldeas se han ido muriendo en su soledad.
Inocente García de Andrés
Socio fundador de tierra CASTELLANA
Miembro fundador de Comunidad Castellana.
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