lunes, noviembre 13, 2006

CULTURA E HISTORIA 4 (Institucionalización del embrollo, A. Carretero, Castilla, orígenes...)

INSTITUCIONALIZACION DEL EMBROLL0 CASTELLANO-LEONÉS

La carrera de improvisaciones en torno al gobierno de las nuevas autonomías contri­buyó al despedazamiento de Castilla y a la institucionalización del embrollo castellano­leonés. No faltó entonces algún importante periódico que, de manera general, comentó este lamentable desorden (8)
.
Los partidarios del regionalismo castellano-leonés centrado en Valladolid suelen ca­lificar de "fraccionadores de una realidad territorial histórica, social y actualmente po­lítica" (9) a quienes consideran un deber de ciudadanos y un derecho histórico y político la defensa de las respectivas personalidades y autonomías de los antiguos rei­nos de León, Castilla y Toledo. Los que han resultado en verdad fraccionadores de una respetable, antigua y muy relevante realidad geográfica, histórica y cultural son quienes han destazado el territorio castellano en cinco pedazos repartidos en otras tantas regio­nes de artificiosa invención.

El desconocimiento fundamental de la realidad histórica de León y de Castilla y la influencia de las concepciones sembradas por los políticos y escritores ya mencionados del siglo XIX e impuestas después por el falangismo se han extendido en general entre las provincias leonesas y castellanas de la cuenca del Duero. En 1986 el presidente de la Junta de Castilla y León --entonces un zamorano(12)-definía sus concepciones re­gionalistas "castellano-leonesas" proclamándose continuador de la mejor herencia re­gionalista de Macías Picavea y Julio Senador (10), es decir: confusión absoluta de Castilla con León y concreción geográfica de Castilla en la llanura leonesa. Desde un campo político opuesto, este dirigente zamorano manifiesta tener la misma visión "cas­tellano-leonesa" que Onésimo Redondo tenía cincuenta años atrás, y en plena confu­sión ideológica califica de derechas a quienes en León y en Castilla defienden la autonomía de sus respectivas regiones.

Una de las primeras actividades de la burocracia de las nuevas y artificiosas entida­des autónomas fue la de promover entre los ciudadanos la conciencia colectiva necesa­ria a toda comunidad nacional o regional. Tarea falsa y difícil de realizar en regiones politico-administrativas carentes de historia. En cuanto fue aprobado oficialmente el Estatuto de Castilla y León se editaron libros (11) (12) sobre esta nueva entidad que no hacen diferencia alguna entre ambas viejas nacionalidades pues en ellos todo es 'caste­Ilano-leonés' o, brevemente, 'castellano'. En tales publicaciones se incluye todo el rei­no de León y queda fuera de ellas la mayor parte de Castilla. Y todo ello -según la Constitución- para defender la personalidad -tradiciones, cultura e instituciones ­de todos los pueblos de España. A quien conozca algo de la geografía y la historia cas­tellanas le resultará muy difícil creer que se editen oficialmente libros sobre Castilla en los que no figuran la Montaña santanderina, ni la Rioja, ni las tierras de Madrid, Gua­dalajara y Cuenca; y que, en cambio, ocupan la mayor parte de sus páginas las provin­cias de León, Zamora. Salamanca, Valladolid y Palencia.

En tales textos el antiguo reino de León es tratado como un país ahistórico y de lí­mites no definidos; un apéndice sin entidad propia que fue preciso embutir -junto con Castilla- en el mapa político de España cuando la Constitución reconoció la naturale­za plural de la nación Española.

Esta improvisada división territorial recuerda aquella de don Patricio de la Escosura que en 1847 dividía a España en once "gubernaturas generales", una de ellas denomi­nada Castilla la Vieja -con capital en Valladolid- que incluía todas las provincias de Asturias y León y dejaba fuera las verdaderamente castellanas. Disparate que sólo tuvo tres meses de vigencia en el papel y al cual nos hemos referido en el capítulo XV.

Es de notar que tales manipulaciones con el mapa nacional de España sólo se han hecho con los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo, pues a ningún burócrata reorganizador se le ha ocurrido dividir Andalucía, agregar algunas de sus provincias a Extremadura, La Mancha y Murcia y dar la autonomía uniprovincial a Córdoba y a Se­villa (de manera análoga a lo hecho con Castilla).
¿Cómo la gente del Bierzo, Benavente o Sanabria, leoneses desde el nacimiento del reino de León en el siglo x, puede convertirse, sin más, en castellana, a la vez que los burgaleses, sorianos, segovianos y abulenses se transforman en leoneses, porque así lo deciden, tras precipitados acuerdos y transacciones al margen de los pueblos, unos diri­gentes políticos desconocedores del asunto?

Tampoco tiene sentido, ni congruencia con el pasado histórico, segregar de Castilla a los castellanos de las Alcarrias y la Serranía de Cuenca para unirlos a los toledanos y los manchegos en otra inventada región.

Nadie puede, por otra parte, negar la más vieja castellanía histórica a los ciudadanos de la Montaña cantábrica y la Rioja y retirarles el gentilicio de castellanos para endo­sárselo a los leoneses.

La inclusión forzosa de la provincia de Segovia en el conglomerado castellano-leo­nés contra la voluntad expresa de la mayoría de los segovianos constituye un error mo­ral -aún más que político- sobre el que no reflexionaron suficientemente quienes, con excesiva ligereza, votaron la correspondiente ley orgánica. Nadie tiene autoridad moral en España para integrar a una provincia entera, contra el sentimiento y la volun­tad de sus históricos pobladores, en una región recién creada después de haber deshe­cho la vieja tradicional. La nacionalidad -insistimos en ello- es en el fondo un asunto de conciencia, de sentimiento y de voluntad, y las ofensas a la conciencia y a los sentimientos del hombre son con frecuencia más difíciles de reparar que las trans­gresiones de la ley escrita.

Escribimos estas líneas cuando en la Europa Central, en la Oriental y en toda la Unión Soviética los nacionalismos han rebrotado con atroz virulencia. En 1936 muchas mentes castrenses veían en el nacionalismo vasco un simple asunto de orden público que sólo requería mano dura. Otros lo consideraban chifladura de mentecatos. ¿Quién hubiera podido predecir entonces los demenciales extremos a que los fanáticos de la ETA iban a llegar cincuenta años después, cuarenta de ellos de dictadura militar?

"Nada tiene de particular -escribía Bosch-Gimpera en 1952- que la historia de España sea un caos ininteligible para los observadores de fuera" puesto que ha sido es­crita desde el punto de vista oficial de las superestructuras y no como resultado del es­tudio de la realidad nacional (13)(14). Es preciso añadía-rehacer esta historia en lati­tud y profundidad. Estas palabras del historiador catalán son hoy aún más ciertas que cuando se publicaron en Méjico. La historia de España en lo referente a León y Casti­lla es actualmente más confusa, caótica y falsa que cuando don Ramón Menéndez Pi­da¡ y sus continuadores comenzaban a descubrir los auténticos orígenes de estos dos pueblos. Y ante las nuevas historias de Castilla y León que hoy se publican no cabe calificar de exagerado el duro aserto de Américo Castro: "L'histoire oficielle et acadé­mique de l` Espagne n'est qu' un fouillis d'errerurs et de légendes" (15).

La frecuente confusión de Castilla con el centro de la Península, la no distinción en­tre Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y la corona de Castilla, y la identificación de ésta con la de León producen multitud de equívocos, como -por ejemplo- el de ha­blar de la marina castellana que -advierte bien Caro Baroja- en proporción considerable era guipuzcoana, vizcaína y aun andaluza (16). "No hay que abusar de los vocablos -dice el mismo autor- si se quiere que luego no se abuse de los conceptos" (17).

Por otra parte la homonimia puede llevar a muchas confusiones y a encubrir toda clase de falacias. Entre un señor feudal gallego, leonés andaluz o catalán (como el obispo Gelmírez, el abad de Sahagún, el conde de Benavente, el duque de Medina Si­donia) y un señor de behetría de mar a mar, de un señorío vasco o de una comunidad castellana o aragonesa (el señor de Vizcaya, de Sepúlveda o de Daroca) hay tales dife­rencias que resulta imposible equiparar a unos señores con otros; como no es posible comparar al rey Felipe II con Juan Carlos I.

Recordemos un aspecto fundamental del proceso político que llevó a la organización constitucional del Estado español como conjunto de entidades autónomas en su gobier­no interior. Fue el pacto entre los dos principales grupos políticos de las Cortes Consti­tuyentes en el cual se decidió: a) respetar la gran mayoría de las nacionalidades o regiones históricas de España; h) suprimir los tres reinos tradicionales de León, Casti­lla y Toledo; y c) crear las nuevas regiones de Castilla y León, Castilla-La Mancha, Cantabria, La Rioja y Madrid. Todo ello sin consultar previamente a los pueblos afec­tados, ni solicitar su posterior aprobación por medio de los correspondientes referen­dums. Justo es recordar también que este proceso político fue desatado con suma ligereza por el gobierno presidido por Adolfo Suárez, contra la opinión de los socialis­tas, que posteriormente accedieron a apoyarlo.

En este proceso los grupos políticos secuestraron de hecho (18) la voluntad y las as­piraciones regionales de los leoneses y los castellanos no dando a estos pueblos medios y oportunidades de información para que consecuentemente y con el debido conoci­miento decidieran un asunto de tanta trascendencia para su porvenir nacional los leo­neses y los castellanos -y con ellos los toledanos- se encontraron ante el hecho consumado de una nueva división política de España en la que desaparecían los tres viejos reinos de León, Castilla y Toledo, y sus territorios quedaban repartidos en unas nuevas regiones ajenas a sus sentimientos históricos y a su tradición nacional.

En pocas palabras: se les incorporó, sin previa consulta y en algunos casos contra su voluntad manifiesta, a nuevas regiones de arbitraria creación.

EL SECUESTRO DE LA MEMORIA HISTÓRICA

El embrollo histórico-geográfico castellano-leonés crece y se asienta sobre más amplios cimientos con la nueva entidad autónoma de Castilla y León que trata de justifi­car su existencia con razones geográficas, económicas y políticas ajenas a la nacionali­dad, procurando desviar la atención de las históricas para justificar un erróneo hoy con un falseado ayer.

Tres son los procedimientos hasta ahora utilizados para ocultar o falsear el papel de Castilla en la historia de España. El primero, pasar por alto o minimizar la significa­ción de León; el segundo, atribuir a Castilla o al conjunto de países de las coronas uni­das de León y Castilla lo que en realidad es obra leonesa; el tercero, presentar los hechos no de acuerdo con el pasado nacional sino con ciertas concepciones o intereses actuales.

Tenaz esfuerzo será necesario para recuperar y dar nueva vida a los estudios sobre el antiguo reino de León que mucho avanzaron en el primer tercio del presente siglo, después fueron interrumpidos en gran parte a causa de la guerra civil, y hoy tienen al­gunos cultivadores. Es preciso revisar, continuar y ampliar lo que sobre el pasado del País Leonés realmente se sabe y que la burocracia oficial trata de relegar al olvido, para llevarlo al conocimiento general de los españoles. No es admisible cultivar la ig­norancia y la confusión en algo tan entrañable como el pasado nacional de un pueblo por menguadas razones políticas e intereses sectoriales.

La realidad es que años, décadas y aun siglos de unitarismo centralista estatal han aniquilado la conciencia regional de gran parte de los leoneses y los castellanos, y que los dirigentes políticos, víctimas ellos mismos de esta realidad, no han tratado de recu­perarla.

El falso tópico de "Castilla, fuerza motriz de la unidad española y de las grandes gestas de la nación madre de América" (retórica que ha movido la pluma de eminentes historiadores) (19) es ejemplo notable de la ocultación de lo leonés en el embrollo de una deformada historia.

Hace años, al leer el trabajo de Guillermo Céspedes sobre la participación de las di­ferentes regiones de España en la colonización de América (20), en el que se exponen detalladamente los orígenes de las personas registradas, provincia por provincia, llega­mos a la conclusión de que los verdaderamente castellanos (provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Madrid, Guadalajara y Cuenca) no llegaban al 16%, mientras que los leoneses (provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia) superaban el 21%. Si a los leoneses en sentido estricto agregamos los asturia­nos, los gallegos y los extremeños el número de colonizadores de la corona de León asciende a más del 43% del total, mientras el de los de la corona de Castilla propia­mente dicha (castellanos y vascos) apenas sobrepasa el 18%. El resto de los coloniza­dores españoles eran gentes de los reinos de Toledo, Murcia y Andalucía, y de las coronas de Navarra y Aragón. Es de señalar que la región que dio más colonizadores al Nuevo Mundo fue Andalucía (cerca del 29% del total). El número de leoneses que emigraron a América en el siglo xvi fue, pues, mucho mayor que el de castellanos, pero esto no se dice en las historias.

La eliminación del País Leonés del mapa político de España, como consecuencia de su histórica ocultación, hubiera sido imposible en 1931 cuando la II República inició la descentralización del Estado y la regionalización de España. Se creó entonces el llama­do Tribunal de Garantías Constitucionales entre cuyos miembros figuraban repre­sentantes elegidos por cada una de las quince regiones históricas (Andalucía, Aragón, Asturias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Extremadura, Galicia, León, Murcia, Navarra, el País Vasco, Valencia, las Islas Baleares y las Islas Canarias). A nadie se le hubiera ocurrido entonces suprimir o despedazar ninguna de las regiones tradicionales, ni inventar otras nuevas.

El antiguo reino de León es una entidad histórica que se creó a comienzos del siglo x con un contorno geográfico bien definido y unos límites con sus hermanos mayores en edad -los reinos de Asturias y Galicia- que desde entonces no han cambiado; son los que separan, al norte Asturias de la provincia de León, y al oeste las provincias ga­llegas de Lugo y Orense de las leonesas de León y Zamora.

Es frecuente tropezar con la idea errónea de que al decretarse la división actual en provincias, en 1833, se estableció también una división regional en la que se atribuían al reino de León las tres provincias de León, Zamora y Salamanca. Todo lo contrario: lo que entonces la división de Javier de Burgos hizo -y tal era su principal propósi­to- fue acabar con toda división regional histórica para instaurar un régimen unitario y centralista inspirado en el modelo de los departamentos franceses. Sin embargo, en las actividades docentes, en los medios culturales y en instituciones oficiales (como el Instituto Nacional Geográfico y Estadístico) continuó en uso la división regional en las quince regiones tradicionales adaptadas en sus límites a los de las 49 provincias (con­vertidas después en 50 por la división en dos de las Islas Canarias). Esta división re­gional en uso hasta el franquismo consideraba el antiguo reino de León formado por las cinco provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia.

Los límites orientales del primitivo reino de León fueron desde sus orígenes los que lo separaban de Castilla, es decir los occidentales de ésta. Estaban ya bien definidos cuando el condado de Castilla y Álava, encabezado por Fernán González, se declaró independiente, y eran los mismos que Alfonso III de Oviedo dejó a su muerte. Estos viejos límites entre Castilla y León han sido descritos por los historiadores de la primi­tiva Castilla y ya los liemos reseñado en páginas anteriores. Coinciden con el cauce del río Pisuerga en su tramo medio. entre Herrera de Pisuerga y Torquemada. La cuenca del Alto Pisuerga (que incluye todo Campoo) fue castellana, mientras que las tierras de Valladolid al oriente de este río entre Peñafiel y Olmedo fueron leonesas. También fue siempre radicalmente leonesa la Liébana. Con estas salvedades, los límites tradiciona­les entre León y Castilla desde el siglo x corresponden en líneas generales a los que actualmente separan las provincias leonesas de León, Palencia, Valladolid y Salamanca de las castellanas de Santander, Burgos, Segovia y Ávila. Esto que en 1936 era de co­nocimiento general de los españoles es hoy ignorado por la mayor parte de los univer­sitarios.

El País Leonés, antiguo reino de León o región leonesa, desempeñó durante los pri­meros siglos de la Reconquista un papel relevante que no se puede ocultar sin defor­mar profundamente la historia medioeval de la nación española. En realidad no es posible entender la historia de España en los siglos x, xI, xII y xIII si en ella se pres­cinde del reino de León o se le relega a un lugar secundario.

El unitarismo centralista del Estado español ha sido en general enemigo de la personalidad particular de sus diversos pueblos. En este aspecto ha habido tres que -hoy es cosa manifiesta- han resultado más perjudicados: Castilla, actualmente destrozada en cinco pedazos; el País Leonés, confundido con un trozo de Castilla; y el antiguo reino de Toledo -o Castilla la Nueva- mezclado con otro pedazo castellano.

El País Leonés posee todos los elementos constitutivos de una bien fundada nacio­nalidad, principalmente una rica historia, una modalidad cultural singular y bien defini­do territorio. En sus entrañas se hallan latentes el sentimiento y la conciencia de una vieja comunidad histórica aparentemente muertos, pero capaces de resurgir y desarro­llarse si circunstancias propicias se lo permiten.

Las obras de historia más serias del siglo XIX distinguen como entidades diferentes los reinos de León y de Castilla y colocan al leonés delante del castellano como ante­rior por su génesis y procedencia, entre ellas los grandes volúmenes de la colección de las actas de las Cortes de los Antiguos Reinos de León y de Castilla editados por la Real Academia de la Historia (1861-1903). De la Constitución y del Gobierno de los Reinos de León y Castilla se titula la conocida obra de Manuel Colmeiro (Madrid 1855) que también pone el antiguo reino de León por delante. Como lo hace J. P. Oli­veira Martins en su Historia de la Civilización Ibérica (1879).

Las guías para viajeros y las publicaciones más serias españolas y extranjeras, edita­das en el siglo xrx cuando utilizan divisiones regionales suelen respetar las quince en­tidades históricas tradicionales. Así el famoso Itinerario descriptivo de las provincias de España de Alexandre Laborde (Valencia 1816, traducción del que se publicó en francés en 1809), dice que el reino de León se divide en el orden civil en seis provin­cias: León, Palencia, Toro, Zamora, Salamanca y Valladolid. Y lo mismo el Dicciona­rio Geográfico-Estadístico de España y Portugal de Sebastián Miñano (Madrid, 1826).

El Diccionario Geográfco-Estadístico-Histórico de España y sus Posesiones de Ul­tramar de Pascual Madoz editado en Madrid en 1847 (Tomo X) dice: "León (Reino de): (...) Correspondía aproximadamente al territorio que hoy ocupan las provincias de León, Palencia, Valladolid, Zamora y Salamanca, Sería sumamente difícil y prolijo pre­sentar un cuadro exacto de todo el territorio conocido bajo la denominación de Reino de León".

La colección de Guías del Viajero de Emilio Valverde y Álvarez incluye una Guía del Viajero por el Antiguo Reino de León (Provincias de León, Zamora, Valladolid, Palencia y Salamanca editada en Madrid de 1866. Esta misma colección contiene una Guía regional del Antiguo Reino de Castilla y otra Guía regional del Antiguo Reino de Toledo título éste notable porque esta región era generalmente llamada "Castilla la Nueva".

El Diccionario de la Administración Española fundado por Marcelo Martínez Alcu­billa, en su sexta edición, Tomo VI (Madrid, 1917), dice lo siguiente:

División Territorial. El reino de España formado de los antiguos de Castilla la Nue­va, Castilla la Vieja, Navarra, Vascongadas, Galicia, León, Extremadura, Andalucía, Murcia, Valencia y Aragón, de los principados de Cataluña y Asturias, y de las Islas Baleares y las Canarias.

Hasta la guerra civil de 1936 -y en las obras más apegadas a la realidad histórica hasta 1976- los tratados de geografía e historia, los atlas geográficos y las enciclopedias generales definían la región leonesa como el antiguo reino de León. Éste --dice la Enciclopedia Espasa en su edición original- comprendió en la Edad media "las actua­les provincias de León, Palencia, Valladolid, Zamora y Salamanca, y todavía se consi­dera como una de las regiones históricas en que se divide la Península Ibérica" (21).

El Instituto Nacional de Estadística en el Tomo 1, Vol. 4 de las "Características de la población española deducidas del Padrón Municipal de habitantes", según la inscrip­ción realizada el 31 de diciembre de 1975, recoge los datos correspondientes al Reino de León como formado por las provincias (por orden alfabético) de León, Palencia, Sa­lamanca, Valladolid y Zamora.

La Geografía de España de Emilio Arija Rivares (22) contiene una exposición histórica de las divisiones regionales de España. De su texto y sus mapas se deduce que el antiguo reino de León mantuvo sus límites regionales históricos después de la división provincial de 1833 hasta la creación de la nueva región 'castellanoleonesa, en 1983.

En 1979 el ABC de Madrid publicaba como listas electorales de la región leonesa para los comicios del 1 de marzo las correspondientes a las cinco provincias tradicio­nales de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia (por el orden usado en los textos escolares) (23).

El falso corrimiento hacia occidente de la frontera histórica entre León y Castilla para incluir en ésta las provincias de Valladolid y Palencia ha hecho mella en la mente de muchos leoneses que llegan a considerar a las provincias de Palencia, Valladolid y Salamanca como esencialmente castellanas (24). La confusión llega aquí al grado de to­mar lo erróneo por verdadero mientras se califica de falaz lo auténtico. El nombre de León reduce así cada vez más su significación a la mera provincia de este nombre.

El estudio de los diferentes orígenes de los reinos de León y de Castilla y de las particulares historias de cada uno de ambos, así como de las afinidades de León con Asturias, Galicia y Extremadura y las de Castilla con el País Vasco adquiere un gran desarrollo en el primer tercio del siglo XX gracias en gran parte a la labor de Menéndez Pidal y sus continuadores. Don Ramón (25)(26) y su grupo del Centro de Estudios Histó­ricos, Luciano Serrano (22), Justo Pérez de Urbel (28)(29), Teófilo López Mata (30) y otros investigadores de la primitiva Castilla han dado a conocer con detalle los límites geo­gráficos de ésta en trabajos que ya hemos mencionado. Los estudiosos de la dialectolo­gía histórica española emplean el término 'leonés' frente al de 'castellano' para referirse a hechos lingüísticos situados al occidente del Pisuerga medio, raya medioeval entre el reino de León y el condado -después reino-de Castilla (31).

Mucho es lo que de estas cosas hoy se sabe; pero tal saber se mantiene inactivo, en ámbitos muy reducidos, mientras el desconocimiento general crece fomentado por la labor desorientadora de las nuevas instituciones oficiales empeñadas en confundir las nuevas regiones político-administrativas con las viejas históricas para dejar morir a és­tas en el olvido.

Al final del reinado de los Reyes Católicos se mantenía la división política de las coronas de León y Castilla en los reinos de Galicia, Asturias, León, Extremadura, Cas­tilla (con los señoríos vascos de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava), Toledo, Córdoba, Sevi­lla, Jaén y Granada; pero se habían alterado grandemente los límites geográficos entre los reinos de Castilla y Toledo poniéndolos en el parteaguas de las cuencas hidrográfi­cas del Duero y el Tajo con lo que quedaron fuera de Castilla y dentro de Toledo (llamado Castilla la Nueva) las muy castellanas tierras de las actuales provincias de Ma­drid, Guadalajara y Cuenca (32). Esto ha hecho que en la división regional usada gene­ralmente desde la provincial de 1833 hasta 1978 Castilla la Vieja figure solamente con las seis provincias de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Avila.

En 1785 el conde de Floridablanca estableció una nueva división de España en ocho grandes regiones subdivididas en provincias. En 1799 se crearon nuevas provincias (entre ellas la de Santander que se desgajó de la de Burgos; y la de Asturias que se separó de la de León). Después de 1799 se hicieron nuevas reformas y se crearon nue­vas provincias con criterios y límites desigualmente respetuosos con la historia, hasta la última provincial de 1833 inspirada, en sus propósitos, en el modelo jacobino-napo­leónico.
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REVISIÓN DE CONCEPTOS Y NUEVOS PLANTEAMIENTOS

La función del estudioso de la historia no es emitir juicios de valor sino averiguar la realidad del pasado y darla a conocer en su concatenación con el presente. No es un gesto anticatalán exponer los aspectos vejatorios del feudalismo medioeval en Catalu­ña; ni antileonés estudiar las crueles costumbres de los primeros monarcas asturleone­ses; ni antinavarro decir que Sancho el Mayor dedicó su vida a guerrear contra los reyes cristianos de su época y a ensanchar sus dominios a costa de los leoneses y los castellanos, y no a batallar contra los islamitas; ni anticastellano afirmar que en el siglo X los condes de Castilla se opusieron tenazmente a la unidad propugnada por los reyes de León, y que la nacionalidad castellana se consolidó como resultado de un movi­miento independentista triunfante.

"La Mentira --dice Caro Baroja- es el protagonista principal de la Historia" (33). "La historia oficial y académica de España -afirma A. Castro- no es más que un montón de errores y leyendas" (15). Al lado de la mentira hay otro importante elemento deformador de la historia, también destacado por Caro Baroja: el propósito de olvido que anima a muchos historiadores. Se escribe lo que se considera que no debe ser olvi­dado y se silencia lo que se reputa que conviene olvidar. "La capacidad de olvido del hombre es inmensa. Casi tan grande como su capacidad de alterar, deliberada o incons­cientemente, lo que recuerda del pasado" (34).

A lo dicho por A. Castro y J. Caro Baroja conviene añadir lo recogido por A. Bar­bero y M. Vigil sobre la reciente costumbre de publicar por publicar (por inflar los ex­pedientes académicos) repitiendo los mismos tópicos, acumulando citas y autores en boga sin tener en cuenta lo que en ellas con frecuencia hay de incongruente (35).

Es preciso revisar muchos conceptos que implícita o declaradamente han venido aceptándose como dogmas nacionales. Uno de ellos es el de la unidad española, que ha sido interpretado en el sentido jacobino de que todo lo que tiende a la homogeneiza­ción nacional implica progreso. Afirmación que contradice la naturaleza incluso en el orden biológico. Por otra parte, España como nación no es una y homogénea ni lo ha sido nunca. El propio rey Juan Carlos lo reconoció solemnemente en la ceremonia de su ascensión al trono (36).

España es una nación más plural en su realidad de lo que ella misma ha sido capaz de percibir. La conciencia de ser diferentes entre sí -repetimos la cita- actúa sobre los españoles de las diversas regiones "como miembros de viejas naciones distintas, digan lo que digan los unitarios- (37).

Sánchez Albornoz -lo mencionamos como español sobresaliente en el campo de los estudios históricos- en los últimos años de su larga y laboriosa vida calificó repe­tidamente de científica la naturaleza de su obra de historiador, valiosísima sin duda por lo que tiene de aportación de datos seriamente obtenidos. La realidad es que los textos del insigne historiador distan mucho de ser siempre científicos. Sus trabajos manifies­tan a veces marcada tendencia dogmática y sus conclusiones obedecen con frecuencia a la pasión.

Mientras Sánchez Albornoz resta importancia al factor económico en la historia para poner el acento en la herencia temperamental del español, otros historiadores más jóve­nes hacen hincapié en la importancia de los fenómenos económicos en los que preten­den fundamentar la explicación del acontecer histórico.

Las afirmaciones de don Claudio, por un lado, y la de los materialistas dialécti­cos, por otro, sobre el riguroso cientifismo de sus respectivas obras nos traen a la memoria lo que Caro comenta genéricamente sobre este asunto: "lo que en ciencias sociales se consideran generalmente hechos científicos no son, a veces, ni hechos ni científicos" (18).

Los `antihistoricistas', partidarios de `mirar siempre adelante' suelen defender la creación de las nuevas entidades de Castilla y León y Castilla-La Mancha con argu­mentos basados en el progreso económico y el desarrollo industrial, considerando va­nos bizantinismos tanto las cuestiones de orden histórico como las de conciencia regional.

Los tecnócratas suelen enfocar la cuestión de las autonomías desde el punto de vista de su especialidad (jurídica, administrativa, económica, hidrográfica, industrial, etc.). En un libro sobre el régimen autonómico publicado en 1984 un renombrado catedrático de derecho administrativo estudia ampliamente el tema de las comunidades autónomas en sus "aspectos técnico-jurídicos y técnico-administrativos, en sus potencialidades de gestión, su proceso aplicativo, su eficacia administrativa, sus aspectos constitucionales, su afianzamiento definitivo, su homogeneización final por encima de particularismos estatutarios, la formación de técnicas y el perfeccionamiento de la jurisprudencia sobre la materia para llegar a la constitucionalización definitiva de un sistema de articulacio­nes y límites en un juego complejo de remisiones estatutarias, constitucionales y juris­prudenciales" (39). De la raíz del problema y de sus orígenes: la pluralidad nacional de España; de la Constitución de 1978 que desde su preámbulo reconoce la importancia fundamental del problema; del derecho de los diversos pueblos de España a desarrollar su personalidad nacional; de los Estatutos de Autonomía como instrumentos para que las nacionalidades y regiones históricas puedan ejercer tal derecho... nada se dice en este estudio técnico.

Aunque la mayoría de los problemas sociales tienen vínculos de alguna especie con las estructuras económicas, en algunos casos fundamentales, la cuestión de las naciona­lidades -los anhelos de los pueblos por mantener su personalidad nacional- posee entidad propia y no admite razones meramente materiales.

En medio de la gigantesca crisis económica, política, social y nacional que en estos momentos (1991) está sacudiendo a la Unión Soviética en sus mismos cimientos es frecuente leer opiniones de algunos de los principales protagonistas según las cuales los problemas nacionales a que el gobierno de la URSS se enfrenta pesan más que los económicos, con ser éstos de suma gravedad. La cuestión de las nacionalidades ha sido en muchos casos el eslabón más frágil de una cadena de conflictos.

Quienes en España se oponen rotundamente a la idea del estado federal parten gene­ralmente del principio de que el federalismo significa un avance cuando sirve para uni­ficar lo diverso y un retroceso cuando se propone diversificar lo que es uno, considerando dogmáticamente que la homogeneización estatal lleva consigo un progre­so político y social y que la defensa de la variedad implica un retroceso. Dogma ina­ceptable para quienes consideramos que la diversidad es generalmente riqueza orgánica y vital, y la monotonía y uniformidad pobreza y muerte. Se ha dicho con diferentes pa­labras que la uniformidad humana seria la petrificación del pensamiento y la muerte del espíritu.

Progreso no es homogeneización, fusión, igualación; todo lo contrario: es asumir los múltiples valores de la ciencia y del espíritu humano con enriquecimiento universal de la cultura.

El concepto unitario de la gran nación, míticamente ensalzado en los dos últimos si­glos, no está esencialmente vinculado al progreso. El asunto requiere análisis mucho más sagaces. El federalismo -según Denis de Rougemont- tiene más de actividad vital que de sistema racional; "es mucho menos una doctrina que una práctica"(40).

En el estudio de las cuestiones nacionales es preciso no confundir el nacionalismo dogmático y excluyente con el amor a la propia patria. Condición general del naciona­lista dogmático es su incapacidad de simpatía por el nacionalismo ajeno. Este naciona­lista pone su patria por encima de todo y de todas las patrias; no puede ser por lo tanto abiertamente internacionalista. El patriota puede, y debe, comprender y ser amigo del patriota de la patria ajena.

El nacionalista es proclive al unitarismo jacobino y al expansionismo imperial. Los nacionalistas vascos suelen no contentarse con defender a su patria: aspiran también a extender su territorio por tierras navarras y castellanas cuyos habitantes no son ni se sienten vascos; y cosa análoga ocurre con los nacionalistas catalanes respecto a Valen­cia y las Islas Baleares. La patria grande y expansiva suele ser anhelo nacionalista.

Llegados a este punto creemos conveniente recordar mucho de lo dicho y hecho en los años (1978-1983) en que, con irresponsable precipitación, se destrozaron las histó­ricas entidades de León, Castilla y Toledo para crear cinco nuevas regiones autónomas tras muchas discusiones, en algunas de las cuales nos consideramos moralmente obli­gados a intervenir. Los promotores de la región castellano-leonesa, cuyos núcleos más activos se hallaban en Valladolid, proclamaron la necesidad de obtener rápidamente el Estatuto de Castilla-León, que por iniciativa de los leoneses se denominó definitiva­mente -detalle muy significativo- de Castilla y León, sin perder tiempo en 'cues­tiones secundarias y vanas discusiones' en torno a límites territoriales e 'historicismos reaccionarios'. Urgía -se decía- no perder el tren de la historia y era preciso que los castellano-leoneses no se quedaran rezagados con relación a las demás regiones en la obtención del correspondiente Estatuto de Autonomía. Muchos de los grupos que así se agitaban se habían opuesto antes de 1931 a toda clase de autonomías regionales y en 1932 al Estatuto de Cataluña. ¿Por qué entonces tanta prisa? No porque tras siglos de unitarismo Castilla y León pudieran llegar tarde a nada perentorio (nunca urge cometer un gran dislate), sino porque la improvisación, la prisa y el barullo creaban las circunstancias más propicias para la liquidación de las milenarias nacionalidades de León y Castilla y para el asentamiento en la cuenca del Duero de la nueva región geográfico­administrativa castellano-leonesa propugnada desde mediados del siglo xix por los ca­ciques agrarios y en 1936 por el francofalangismo. De aquí el querer acallar como historicistas reaccionarios a los defensores de las auténticas nacionalidades históricas; de aquí la urgencia de proclamar ante todo la región castellano-leonesa, dejando para después la cuestión de los límites territoriales y demás 'detalles'; de aquí también la furiosa oposición a la autonomía uniprovincial de León --que afirmaba su leonesis­mo- y de Segovia --que proclamaba su castellanía- en contraste con la complacien­te facilidad que se dio a las provincias de Santander y Logroño para obtener las suyas; como también se empujó a las provincias de Guadalajara y Cuenca -donde había un notable sentimiento castellanista- a que se incorporaran a la nueva entidad de Cas­tilla-La Mancha; y se pasó por alto la castellanidad del territorio de la provincia de Madrid.

La verdad es que la mayor parte de lo ocurrido entre 1976 y 1983 en relación con las autonomías de las regiones correspondientes a los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo (Castilla la Nueva) se debe a desconocimiento sobre cuestiones fundamental­mente históricas. Las raíces de la nacionalidad castellana remontan por lo menos al si­glo IX, como la existencia en el día de hoy de un problema nacional en el País Vasco se debe, entre otras viejas y nuevas causas, a que en esta parte de la Península Ibérica aún se habla un idioma que data de miles de años.

El nacionalismo vasco no es mera invención personal de una mente más o menos delirante de finales del siglo xlx, ni el regionalismo leonés sólo un pretexto para la creación de grupúsculos políticos en torno a un nuevo conflicto regional. Ambos tienen raíces nacionales más viejas y no menos auténticas que muchos de los Estados que hoy integran las Naciones Unidas. Lo que si son producto de confusas prestidigitaciones son las regiones que entre 1976 y 1983 se sacaron de la manga política los inventores de las nuevas entidades autónomas de Castilla y León, Castilla-La Mancha y sus epí­gonos. El 'arrtihistoricismo' seudoprogresista y el pragmatismo tecnocrático, utilizados por la burocracia cultural al servicio de la politiquería, han podido más, en estos casos, que las razones históricas, primarias en las cuestiones nacionales y consideradas en la Constitución de 1978.

Todas estas deplorables actuaciones circunstanciales han contribuido a crear en la España de las Autonomías una dualidad que resquebraja moralmente el mapa nacional, de la que ya hemos dicho algo en el capítulo XVII.

Mientras Cataluña, el País Vasco, Andalucía, Valencia, Navarra y la mayor parte de los pueblos de España consideran a ésta, de acuerdo con la Constitución, como un con­junto de nacionalidades o regiones históricas cuya personalidad tradicional está prote­gida por sus respectivos estatutos de autonomía, otra gran parte de la Península ha sido dividida en entidades político-administrativas de reciente creación carentes de tradición nacional propia, y en algunos casos en complejos de heterogénea ascendencia. Muy di­fícil es en verdad que en tales condiciones tanto un 'castellano-manchego' de Sigilenza -que nada tiene de manchego- corno un 'castellano-leonés' de Medinaceli -más baturro que leonés- vibren con emoción nacional análoga a la de un catalán, un nava­rro o un gallego.

Para que los españoles estemos todos unidos por un común espíritu nacional será preciso que todas las nacionalidades o regiones del país tengan auténticamente una condición afín. No es posible equiparar la milenaria nacionalidad catalana de un am­purdanés o la leonesa de un berciano con la madrileña -nacida en 1983- de un alcalaíno despojado de su castellanía. Hay pues un pernicioso desequilibrio moral entre las auténticas nacionalidades o regiones españolas creadas por la historia a lo largo de los siglos y las que son ocasionales productos político-administrativos de reciente invención.

Dos misiones clásicas tiene el intelectual en una sociedad democrática, dice José Luis Abellán: la de crítico de su mundo y de su época, de su sociedad, y la de creador, tanto en el campo del conocimiento científico como en el del comportamiento social. Tras la desmoralización profunda que el país padeció bajo el franquismo, era preciso evitar un desencanto democrático, creando nuevas pautas de reflexión y un nuevo sen­tido de la convivencia (41). En estas circunstancias Abellán señalaba dos tesis básicas del pensamiento político español: el problema de la razón y el problema de la identi­dad nacional.

La función primordial del pensamiento político era entonces ofrecer soluciones de sólida racionalidad a los problemas planteados frente al sectarismo, la injusticia y la ar­bitrariedad del régimen caduco.

El segundo gran problema que Abellán planteaba al comienzo de la nueva etapa constitucional y democrática era el de la identidad nacional, cuestión siempre latente en España, país de cultura plurilingüe y plurinacional, nación de rica complejidad.

Este gran problema de la identidad nacional de España sólo puede plantearse sobre fundamentos sólidos partiendo de una realidad primaria: la naturaleza plural de la na­ción. Quien pretenda ocuparse de tan complejo asunto debe comenzar por estudiar esta insoslayable realidad. No olvidemos que el derecho a opinar sobre algo va siempre acompañado de la correspondiente obligación de informarse sobre ello.

La riqueza que para Europa entraña la diversidad de sus naciones la expresa Ortega cuando exalta la magnífica pluralidad europea. No es posible observar la unidad de Eu­ropa -dice el filósofo madrileño- "sin descubrir dentro de ella la perpetua agitación de su interno plural: las naciones. Esta incesante dinámica entre la unidad y la plurali­dad constituye a mi parecer -continúa- la verdadera óptica bajo cuya perspectiva hay que definir los destinos de cualquier nación occidental". "Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan acrobática como esta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento de la unidad y vice­versa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo perpetuas tiranías". "Libertad y pluralidad son dos cosas recíprocas y ambas constituyen la permanente entraña de Eu­ropa". "Esta muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella, manteniéndola, es el tesoro mayor de Occidente" (42)(43).

Siempre que leemos estas palabras surge en nuestra mente la interrogación de cómo es posible que un español, que con tanta agudeza y simpatía percibió la riqueza plural del espíritu europeo, no viera con igual inteligencia y no menor alegría esta otra plura­lidad, para nosotros más apiñada y familiar que la europea, que es la España tan acu­ciosamente contemplada por el gran escritor. Porque si la muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de la unidad de Europa y revierte a ella es el tesoro mayor de Occidente, la hermosa variedad de las Españas que mana de su fondo históri­co común y enriquece el conjunto de todas ellas es la más preciosa joya de la cultura española. Nos referimos al Ortega opuesto a los anhelos autonómicos de los catalanes que, con sorprendente indiferencia hacia la polícroma variedad cultural de España, es­cribía que sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran pro­blema de la España integral. Incomprensión que contrasta con la honda simpatía que a Maragall inspiraba la España varia, irreductible a una pero capaz de fraternal comunión aún no realizada. La España de l.a pell de brau de Salvador Espriú.

Como la Constitución española de 1978 respecto a las nacionalidades y regiones, el código fundamental de la República federal alemana se propone mantener las raíces históricas y culturales de cada uno de los estados (Laender o países) que la componen. Tan apegada está hoy Alemania a este respeto por su variedad interna que, cuando des­pués del derrumbamiento del muro de Berlín en 1990, el gobierno de Bonn procedió a llevar a cabo la fusión de las dos Alemanias (la Occidental democrática y federal y la Oriental estaliniana y unitaria) comenzó por restablecer la personalidad autónoma de los Laender tradicionales de la Alemania oriental para elevarlos al nivel de desarrollo político de sus hermanos de la parte occidental. A ningún gobernante alemán se le ocu­rrió entonces unificar las dos partes en una gran Alemania unitaria, ni inventar moder­nos Laender de nueva creación. Se progresó respetando y modernizando el federalismo tradicional.

Como ocurrió en la España de Franco, el intento de Hitler de transformar dictato­rialmente la Alemania democrática plural de los Laender autónomos en un gran impe­rio unitario dejó en la historia recuerdo lamentable.

CENTRALISMO UNITARIO VERSUS DESINTEGRACIÓN. UN FALSO DILEMA

El estado nacional español es el resultado de un largo enfrentamiento entre dos ten­dencias antagónicas sobre el suelo peninsular. Por un lado las fuerzas unitarias, centra­listas y homogeneizadoras que en diversas épocas han pretendido hacer de España un estado o entidad política única, con una sola autoridad y las mismas leyes impuestas a una población sometida a un mismo poder superior. A la tendencia unitaria respondie­ron con diversas modalidades acordes con la época, la España romana, la España visi­goda, el Ándalus califal, el Imperio español de los Austrias, el Imperio español de los Borbones y, por último, el conato de Imperio Azul franco-falangista.

A las fuerzas unificadoras y aglutinantes se opusieron desde tiempo inmemorial otras que pugnaron por la diversidad del conjunto y defendieron la independencia de los diferentes pueblos hispanos. Doscientos años -aprendimos en la escuela secunda­ria- necesitaron las poderosas legiones romanas en conquistar -y nunca por comple­to- la Península Ibérica a causa de la tenaz resistencia que a los invasores opusieron las diversas tribus que en ella moraban. Cualquier mapa de la España prerromana muestra la gran variedad de esta primitiva población (galaicos, astures, vacceos, veto­nes, lusitanos, cántabros, vascones, celtíberos, carpetanos, turdetanos, etc. etc.) de muy diferentes estirpes (celtas, iberos, preiberos...).

Las fuerzas unificadoras que a lo largo de la historia mayor influencia ejercieron en el país fueron: la romanizadora, la visigoda (que empalmó con la romana) y las del Im­perio español del Renacimiento. En este aspecto la monarquía asturiana, primero, y la leonesa, después, se consideran herederas y continuadoras de la visigoda. La monar­quía asturleonesa fue la principal fuerza guerrera, política, religiosa y espiritual que en­tre los siglos Vll y XIII mantuvo viva en España la idea unitaria. Inequívocamente lo afirma Menéndez Pidal en uno de sus más conocidos trabajos: "No fue Castilla, sino León, el primer foco de la idea unitaria después de la ruina de la España goda" ('9). Esta idea tuvo además durante la Alta Edad Media una expresión política en el carácter de emperador que se atribuía al monarca leonés.

Las luchas de los castellanos y los vascos contra el ideal unitario de la monarquía astur-leonesa tienen, por el contrario, un carácter particularista y responden al deseo de estos pueblos de mantener el gobierno, las leyes y las costumbres propias. La opinión que atribuye a Castilla la creación del sentimiento nacional hispánico se basa -clara­mente lo vio don Ramón- en un desconocimiento de la historia. Es cosa hoy bien sa­bida que mientras los reyes asturianos y leoneses pretendían hacer la unidad de la monarquía goda, los castellanos, los vascos, los navarros y los aragoneses luchaban contra ellos por mantenerse independientes. Por entonces los catalanes también se es­forzaban por no someterse al dominio ni de los francos de allende Pirineos ni de los is­lamitas del Ándalus.

La idea que de España tenían los vascones y los castellanos era entonces muy diferente de la que animaba a los monarcas leoneses heredada de los visigodos a través de los reyes asturianos (80X81). Tampoco coincidían con la de los condes catalanes.

Es opinión generalizada que después de la tercera unión de las coronas de León y Castilla ésta toma por su cuenta la idea unitaria leonesa y la desarrolla con mayor ener­gía. En capítulos anteriores hemos examinado con detalle cuan lejos de la realidad está la creencia en una castellanización de León y un dominio de Castilla sobre las coronas unidas, y cómo, con el nombre castellano por delante, continúa de hecho la supremacía de la tradición leonesa. "El espíritu de León deja un rastro profundo en la historia de España y habrá de ser heredado por todos los que ciñan su corona". Después de la unión de las coronas "Castilla queda ofuscada y, en adelante, aunque siga hablándose de Castilla y ésta con el tiempo se convierta de nombre en el país hegemónico, se trata de una Castilla que continúa la herencia leonesa que ha pesado definitivamente sobre ella", dice Bosch-Gimpera (82) a nuestro juicio con pleno acierto.

El resultado final del largo enfrentamiento entre estas dos tendencias contrarias: la uniformadora, generalmente dominante, por un lado, y la opuesta a la unificación, siempre rebelde, por el otro, ha sido la España unida y plural a la vez que tiene su ex­presión política y legal en la Constitución de 1978. Síntesis superior, fruto de una pro­longada y dramática historia nacional de la que han sido protagonistas todos los pueblos de España.

Este ser plural de la nación española, que constituye un obstáculo para el estableci­miento de una soberanía homogénea, es estimado por los españoles de muy diferente manera. Para algunos resulta un tremendo mal congénito que es preciso extirpar unifor­mando a los españoles en caracteres nacionales, culturas y sentimientos patrios por la enérgica acción de un gobierno centralista definidor y conformador del español ejem­plar. Tal fue la doctrina de la España Una y Grande falangista; y tal fue, con otros modales y sin tan belígera ostentación, la del Imperio español impulsor del centralismo monárquico. Para otros -entre los cuales nos contamos- España es una familia de pueblos cuya variedad lejos de constituir ningún mal incurable es una riqueza cultural digna de ser cuidada con amor como precioso bien de la nación.

La pluralidad y la indivisibilidad de España como entidad nacional más que concep­tos jurídicos o políticos lo son tradicionales y morales. España es el conjunto de todos los países, pueblos y comunidades históricas que la han creado. Una España sin Cata­luña, Andalucía, Galicia u otra cualquiera de sus regiones o nacionalidades históricas no seria una España cabal, sino gravemente mutilada. Decía Madariaga que lo que hoy llamamos España es el gran muñón que quedó de España después de la separación de Portugal. Don Salvador -como otros muchos españoles- no podía concebir una Es­paña plenamente española que no abarcara todos los pueblos de la Península Ibérica, tema éste que ya hemos tocado en otras ocasiones.

Han operado pues en la historia de España contradictorios factores que a lo lar­go de los siglos -y aun milenios- han forjado la nación española con todas sus sin­gularidades.

Como fuerzas de cohesión nacional han actuado sobre todo la conciencia, lenta y continuamente desarrollada, que la generalidad de los españoles, cualquiera que sea su origen, tienen de pertenecer a una entidad histórica común y la voluntad que les anima de seguir perteneciendo a ella. Conciencia y voluntad colectivas surgidas naturalmente durante larga convivencia en un mismo solar. A estas fuerzas aglutinadoras se han unido otras, igualmente fundamentales, que no han actuado en la misma dirección que las mencionadas con las cuales frecuentemente han chocado.

La condición nacional de España, una y plural a la vez, hoy reconocida en la Cons­titución, resulta pues del enfrentamiento de una corriente histórica que siempre ha pug­nado por la unidad homogénea de la nación y el estado (unidad de ley, unidad de poder, unidad de lengua y de cultura, unidad de símbolos) con otra opuesta que ha de­fendido la autonomía de cada uno de los pueblos hispanos y sus particulares herencias, lenguas, costumbres y culturas. Factores principales de unificación han sido la convi­vencia sobre el suelo peninsular, las luchas comunes contra invasores foráneos y los le­gados romano, visigodo y del imperio español --con diferentes arraigos en cada región-; los factores opuestos a la unidad provienen principalmente de las diversas raíces indígenas de los pueblos prerromanos, los particulares desarrollos de los estados medioevales y las diversas condiciones políticas y sociales de la época moderna. Exa­minadas las cosas con mayor detalle se perciben fenómenos singulares. Así a elemen­tos disgregadores propios de la época feudal se deben en gran parte la independencia de Portugal de la corona de León --no de Castilla- y otros fallidos intentos segrega­cionistas. Factores de concentración económica propios del desarrollo industrial han obrado contra los separatismos nacionalistas en los últimos tiempos.

La principal actividad forjadora de la unidad nacional durante la Edad Media espa­ñola estuvo en la monarquía leonesa. "Los monarcas leoneses -dice Menéndez Pi­dal-jamás habían dividido el reino", lo más a que llegaron fue a la partición violenta y transitoria no institucional (83). Elementos opuestos a la unificación durante los mis­mos siglos fueron los castellanos y los vascos rebeldes a todo poder no vernáculo - romano, godo, musulmán- apartadizos y apegados a sus leyes y costumbres. La monarquía asturleonesa y la catalano-aragonesa procedieron, por diferentes caminos, a la creación de dos grandes estados españoles. La primera unificando distintos domi­nios; la segunda uniéndolos mediante vínculos que podríamos llamar federativos.

Aunque otra cosa se diga, Castilla no surgió en la historia de España con propósitos de unificación nacional, sino todo lo contrario: nació tras un movimiento separatista victorioso, y esto es sabido no sólo de los especialistas en historia medioeval (84). Las secesiones y los repartos de reinos no fueron característica de la corona catalano-arago­nesa y de la leonesa tradicional, sino más bien de los reyes navarros y castellanos de origen tribal cántabropirenaico.

La obra unificadora realizada por las coronas unidas de León y Castilla, por sus an­tecedentes y su tradición legal no es de estirpe castellana -lo hemos visto detallada­mente en páginas anteriores- sino leonesa: el Fuero Juzgo, las Partidas, el Fuero Real y sus continuadores tienen raíces leonesas, aunque a partir de Fernando III la len­gua oficial de la cancillería fuera el castellano.

En la larga y difícil historia que llega hasta la Constitución española de 1978, la na­ción una debe mucho al antiguo reino de León; así como el mantenimiento de la diver­sidad interna responde a las diferentes tradiciones de la vieja corona de Castilla -vasco-castellana- y de la catalano-aragonesa.

El patriotismo, como cuestión de conciencia y de voluntad, no se puede imponer con leyes ni con castigos: al contrario, suele acrisolarse cuando se le hostiga; intentarlo es como predicar el cristianismo a "cristazo limpio", frase que no hemos olvidado des­de que en 1931 la oímos a Unamuno.

Tampoco pueden reducirse los sentimientos nacionales a meras razones económicas, como en gran medida intentan hacerlo quienes alaban las supuestas ventajas materiales que para los habitantes de la cuenca del Duero tiene la nueva región castellano-leonesa sobre los antiguos reinos de León y Castilla Los motivos más hondos de todo auténtico enfoque "nacional" --que incluso llevan a heroicos sacrificios- están totalmente au­sentes de estos razonamientos. Los pueblos que luchan por defender su personalidad nacional y su autonomía no necesitan justificaciones económicas para su actitud; al contrario: tendrán tanto más derecho y fuerza moral cuanto menos materiales sean los móviles que los impulsan. Se es patriota cuando se sirve a la patria, no cuando uno se beneficia de ella. Sin que esto implique subestimar los factores económicos siempre presentes en la vida social del hombre. El nacionalismo, decía Madariaga, es un estado de ánimo.

Los problemas verdaderamente "nacionales", como todos los que afectan a la con­ciencia colectiva de las sociedades humanas, son sumamente delicados y de impredeci­ble evolución. En estos días de plena perestroika, a setenta y cinco años de la Revolución rusa (que produjo profundos cambios en las estructuras sociales, políticas y económicas del estado más extenso del mundo) hemos visto desmoronarse el enorme imperio estaliniano, deleznable en sus cimientos nacionales como lo fue el de los zares. El gigantesco edificio levantado dictatorialmente por la clase dominadora del aparato estatal mostró sus primeras graves fisuras, indicadoras de su fragilidad, en dos aspectos fundamentales: la disidencia de sus más conscientes ciudadanos y el descontento de las nacionalidades oprimidas, elementos no contabilizados en los balances económicos, los análisis demográficos, las cuentas del comercio internacional, la programación agrícola, la planeación industrial y demás cálculos de los tecnócratas. Cuestiones nacionales o regionales, de conciencia colectiva y memoria histórica semejantes, aunque diferentes, a las de la Unión Soviética, tampoco las tuvieron en cuenta los expertos que, pasando por alto el valioso contenido moral de la Constitución, dictaminó sobre el mapa espa­ñol de las autonomías.

EL FEDERALISMO NACIONAL

Partiendo de la realidad insistentemente examinada de que las nacionalidades es en el fondo un asunto de conciencia, de sentimiento y de voluntad colectivos, resulta in­mediata la conclusión de que en el caso de las naciones de condición plural el estado ha de tener una estructura que respete y proteja tal diversidad, y concretamente la va­riedad idiomática y la autonomía interna de sus componentes. En pocas palabras: las naciones complejas requieren estructuras federales adecuadas a la humana variedad del país.

En una entrevista que "El País" hizo a Maurice Duverger en 1976 (85); a la pregunta "¿qué opina usted del problema plurinacional de España, o sea, del hecho nacional de Cataluña, del País Vasco y de Galicia?" el politólogo francés respondió: "Es un pro­blema que jamás he entendido a fondo, porque es una cuestión que no siento (...) Yo (...) personalmente soy muy jacobino (...) España es un país muy particular; sé que se llamaba las Españas (...) Yo diría que España es un país al que puede irle bien un fede­ralismo muy diversificado". Estas breves palabras de Duverger dicen mucho y muy acertado sobre un tema esencial para España y sobre el cual tanto y tan desatinadamen­te se ha divagado. Expresan que este problema es una cuestión de sentimiento sobre la que no se puede opinar sin sentirla y conocerla a fondo y la cual Duverger, como jaco­bino, no siente, aunque sabe que España es un país peculiar, de condición histórica plural, al que por su variedad puede convenirle un régimen federal.

Ante estas palabras de un francés unitarista, conocedor de los problemas que una constitución política nacional plantea, nos vienen a la memoria las famosas palabras de Ortega sobre el federalismo y sobre el problerna catalán. Don José -a quien no se puede tildar de revolucionario jacobino- rechazaba rotundamente en 1931 la idea del federalismo nacional español por considerarla retrógrada, disgregadora y opuesta a la "soberanía de raíz cósmica, ultrajurídica y últimamente vital de la realidad española", "fundamento de todo poder, de toda ley, de todo derecho y de todo orden" (3). Consi­deraba a la vez, con igual firmeza, que el problema catalán es un problema perpetuo que, a fuer de tal, no se puede resolver y sólo es posible conllevar (1). Esta visión do­blemente negativa (carácter retrógrado y disgregador del federalismo; e irresolubilidad del problema catalán, y por lo tanto del vasco y de otros análogos) constituye a nuestro juicio un par de ligados errores, el segundo de los cuales es consecuencia del primero.

No es posible en España rechazar a priori el federalismo como retrógrado y desinte­grador en aras de una soberanía abstracta superior a toda ley y derecho sin crear graves problemas e imposibilitar a la vez la solución de otros anteriores en sus fundamentos. El llamado problema catalán, como el vasco y otros semejantes, ni son males naciona­les ni carecen de solución. Son aspectos de la diversidad natural de la nación española que es preciso tratar adecuadamente, evitando el empleo de fórmulas o recetas extran­jeras que no convienen al caso. Eludiendo el vituperado vocablo federal y el problema de la soberanía abstracta y respetando el derecho -anterior a cualquier texto constitu­cional- de todos los pueblos de España a mantener su personalidad y su cultura, la Constitución de 1978 ha establecido como marco jurídico para el desarrollo del Estado español la "España de las autonomías", que ofrece a todas las nacionalidades y regio­nes de España amplias posibilidades de actuación. "El Estado de las Autonomías - dice con agudeza Solé Tura- sólo está dando sus primeros pasos, con muchas limitaciones y contradicciones, y puede acabar funcionando como un Estado federal, aunque hoy no funcione así. Lo importante no es la denominación, sino el funciona­miento real y efectivo de las instituciones centrales y autonómicas-(86).

Conceptos muy claros sobre la naturaleza plural de la nación española y los propó­sitos de la Constitución de 1978 de adaptarse a ella son también los que Tomás y Va­liente expone. "Según la Constitución -dice este autor- España es una nación compuesta por un pueblo en quien reside la soberanía. Ahora bien, España no es, ni era antes de la Constitución, una nación simple, sino compuesta. Entre el individuo y la nación como totalidad están, y estaban, las nacionalidades y regiones integrantes de la nación española, que eran realidades preexistentes a la Constitución" (87). De aquí el derecho a la autonomía de que estas nacionalidades y regiones son constitucionalmente titulares.

El federalismo nacional, es decir el que tiene por fundamento el Eslado federal ade­cuado a la naturaleza varia de la Nación sólo es posible en estados de estructura demo­crática. Mal pueden ser autónomos los pueblos si no son libres los individuos que los componen. El estrepitoso hundimiento de la gigantesca Unión de Repúblicas Socialis­tas Soviéticas como federación de múltiples nacionalidades, después de setenta años de aparente fortaleza, no fue responsabilidad exclusiva de la corrupción de la nomenklatu­ra dirigente creada por el estalinismo, sino consecuencia natural de la férrea dictadura del partido comunista sobre todo el aparato de un estado opresor de múltiples naciona­lidades. La Unión Soviética, nominalmente una federación de nacionalidades, era de hecho un gigantesco estado unitario tiránicamente gobernado. En cuanto pudieron ha­cerlo, las nacionalidades oprimidas se rebelaron, poniendo de manifiesto la falacia de la federación. El federalismo leninista o bolchevique lleva en sí una fatal contradicción. No es posible compaginar el pacto federal, esencialmente democrático, con la inflexible dictadura de un partido rígidamente unitario. El federalismo como forma de gobierno es consubstancial con la democracia política: o es democrático o no es federalismo.

El federalismo (compatible con la monarquía constitucional) crea las condiciones necesarias para la fecunda convivencia de los pueblos de un estado plurinacional. Cuando Pi y Margall declaraba que la base de la organización de la república española en una federación de estados regionales estaba en los antiguos reinos o estados me­dioevales, pensaba fundamentalmente en un federalismo nacional y no solamente de naturaleza política y administrativa, como el de Argentina o Australia. Este federalismo de raíces nacionales es el que España, Suiza, Alemania, la India y otras naciones de plural y compleja historia requieren.

La rica y resurgente Alemania que, después del derrumbe del Muro de Berlín, reu­nió de nuevo en un solo y poderoso estado las dos partes en que había quedado dividi­da la nación tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial, no lo ha hecho bajo un régimen unitario, sino restaurando los Laender (países o regiones) orientales para unir­los a los occidentales en una nueva y poderosa Alemania continuadora de su tradición federal. Algo que hubiera hecho reflexionar a Ortega, buen conocedor de Alemania.

Algunos vascos (y menos catalanes) niegan que España sea una nación y, en cam­bio, afirman rotundamente que sí lo son el País Vasco y Cataluña, pues para ellos sólo pueden considerarse naciones las sociedades humanas con una base étnica y cultural homogénea. Según esta manera de plantear la cuestión nacional el problema carece de solución universal, pues en el mundo existen más de mil etnias diferentes y se hablan no menos de tres mil idiomas. ¿Cómo es posible organizar a escala mundial tal ingente muchedumbre de naciones independientes?

España es una nación de naciones, un conjunto integrado por distintas naciones que, como tal conjunto, forman una nación plural. No aceptar esta compleja realidad nacional implica ineludiblemente negar la existencia de Cataluña, el País Vasco, Casti­Ila, etc. como entidades con personalidad propia o negar la existencia de la nación es­pañola y considerar que España es un mero Estado artificialmente superpuesto a un conjunto plurinacional. La realidad es que la mayoría de los españoles se sienten tales a la vez que no menos catalanes, vascos, andaluces o patriotas de su particular nacionalidad.

Por otra parte la división de poderes territoriales, característica de los regímenes fe­derales, es el mejor instrumento conocido para frenar la tendencia propia de todos los poderes ejecutivos a sobreponerse a los demás del Estado.

Todo esto lleva a la suprema conveniencia de organizar la nación española como un amplio Estado federal integrado por sus diversas nacionalidades o regiones históricas, cosa perfectamente factible en el marco de la vigente Constitución.

Íntimamente relacionada con la cuestión del pluralismo nacional está la de la varie­dad lingüística. Tan manifiesta es en España la existencia de diversos pueblos como la de las diferentes lenguas que en ellos se hablan; y tan españoles son todos y cada uno de estos pueblos, cualesquiera que sean su extensión territorial o el número de indivi­duos que los componen, como españolas son sus correspondientes lenguas.

Y aquí, en la cuestión idiomática, surge nuevamente el dilema ¿unidad o pluralidad? ¿homogeneidad o variedad lingüística? En esto la Constitución no deja lugar a dudas: el respeto a las diversas culturas implica, ante todo, el respeto a las lenguas. Compati­ble con este respeto es la adopción de una lengua de común conocimiento para la me­jor relación entre todos los españoles. Surge así -ha surgido repetidamente- la cuestión del nombre. ¿Cómo debe llamarse este idioma común, castellano o español? En todos los casos en que la discusión se ha producido siempre ha ocurrido lo mismo: los unitarios y los jacobinos han pretendido imponer el nombre de español; los plura­listas y federales han preferido, en general, el de castellano. Aquellos alegan que la lengua del Estado español debe llamarse española; éstos consideran que identificar al español con el castellano es negar españolía a las lenguas no castellanas de España - o reconocérsela de segunda clase-; y negar al vascuence -la lengua más antigua de la Península Ibérica-, al catalán o al gallego su condición española equivale a negar la radical españolía de los vascos, los catalanes (y con ellos los valencianos y los ba­leares) y los gallegos, lo que implica apoyar las tesis separatistas y por ende realizar labor separadora. Por razones histórico-filológicas (el castellano nació en Castilla y en su vecino país vasco) y por respeto a la cabal hispanidad de los españoles no castella­nos, el criterio lingüístico de la Constitución de 1978 está, a nuestro juicio, plenamente justificado.

EL ANTIHISTORICISMO Y LOS PROFETAS DE LA MODERNIDAD

Si las nacionalidades son fundamentalmente productos de la historia, como reitera­damente hemos dicho, la ignorancia y la deformación de ésta han de acarrear inevita­blemente el desconocimiento y real enfoque de las cuestiones nacionales. El empeño de presentar como una historia lineal y unitaria lo que en España es un pasado nacional complejo y lleno de bifurcaciones, ha sido en gran parte responsable no ya de graves conflictos sino de tremendas guerras civiles.

El hombre -se ha dicho de muchas maneras- es un animal histórico. En su vida, en todas sus actividades, hace uso continuo de su memoria y liga constantemente el hoy con el ayer y con el mañana. Las naciones son creaciones radicalmente históricas de las sociedades humanas. Todo es producto de esa extraordinaria y poderosa facultad que el ser humano posee de convertir el pasado en fuerza vital que utiliza como motor del futuro.

Se desarrolla actualmente en algunos sectores de la sociedad española lo que Julián Marías califica de "notoria ofensiva contra la historia, incluso por parte de algunos his­toriadores que la están reduciendo a otras cosas: estadística, economía, materiales para una historia que no se hace". "Esta labor tiene la finalidad de `deshistorizar' al hom­bre, desposeerlo de su memoria colectiva, de su capacidad de imaginar y proyectar, de su posibilidad de sentirse 'alguien' único e irreductible, perteneciente a un pueblo tam­bién único..." En este mismo sentido actúa la tendencia a eliminar la historia de la for­mación intelectual. "Es un paso más -seguimos al mismo autor- hacia la despersonalización, hacia la atenuación de la identidad de cada país como realidad histórica" (88).

Esta tendencia antihistórica, muy del gusto de los tecnócratas, pretende borrar las personalidades nacionales de los distintos pueblos de España cada uno de los cuales tiene su pasado y ha tenido su papel en la historia conjunta de la nación española, y poner en su lugar en el mapa de la Península nuevas regiones que respondan a `las ne­cesidades económicas y sociales de las naciones modernas' aprovechando las condicio­nes naturales, geográficas y geopolíticas del país. Todo menos considerar las auténticas nacionalidades y regiones históricas que han creado la nación.

Las concepciones descentralizadoras y 'regionalizadoras' de base tecnocrática al ser­vicio de regímenes estatales y políticos unitarios y centralistas fueron favorecidas ofi­cialmente durante los últimos años del franquismo -cuando el descontento por el excesivo centralismo estatal crecía en todas partes-, con el fin de desviar de sus cau­ces naturales las auténticas corrientes regionalistas y federales. Así surgieron múltiples proyectos de regionalización (basados en criterios geográficos, funcionales, sociológi­cos, económicos, antropológicos, dasicoras y aerocoras, etc.) en todos los cuales se res­petaban las actuales provincias, pero agrupadas de diferentes maneras. En un interesante trabajo sobre la regionalización en España José Miguel Azaola reproduce más de veinte mapas esquemáticos de otros tantos proyectos 'regionalizadores' (89).

El aniquilamiento de la memoria histórica, la eliminación del recuerdo del pasado nacional, ha sido siempre objetivo inmediato de quienes se han propuesto establecer perdurable dominio sobre pueblos conquistados; y el mantenimiento de la conciencia comunitaria apoyado en la memoria histórica, la respuesta defensiva de los pueblos do­minados a los propósitos de sus conquistadores. Como ejemplo de ello suele presentar­se el caso, ya mencionado, de la conquista de Polonia por los ejércitos de Hitler.

"Para liquidar a los pueblos se comienza por despojarles de su memoria; se destru­yen sus libros, su cultura y su historia. Y alguien les escribe otros libros, le da otra cultura y les inventa otra historia. Luego el pueblo empieza a olvidar lentamente lo que es y lo que era. El mundo a su alrededor olvida más rápidamente" (90).

La creación oficial del conglomerado castellano-leonés como nueva región autóno­ma tras la supresión de las nacionalidades históricas de León y Castilla, obligó a retirar los libros escolares en los que desde muchas generaciones atrás se venían estudiando las quince regiones tradicionales de España y a escribir una historia de `Castilla y Leó­n' ahormada a las nuevas divisiones administrativas. El olvido oficial del pasado histó­rico del País Leonés lleva a una discontinuidad de la cultura regional.

Los pueblos que actualmente luchan de alguna manera por la defensa de su autono­mía esgrimen como primer argumento el de su personalidad histórica. "La legitimidad histórica -dice Tomás y Valiente- vale más como título para justificar el hecho dife­rencial que para determinar su contenido. De ahí la necesidad de articular el respeto al historicismo con la legitimidad democrática constitucional". "A ello tiende nuestra Constitución -añade el mismo autor- en cuanto instrumento de paz y de convivencia democrática para proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejerci­cio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.(Preámbulo de la Constitución española de 1978). Que lo consiga depende en buena medida de la adecuación del Estado autonómico a nuestra realidad histórica pasada y presente" (91).

Ante el error que en la cuestión de las nacionalidades españolas implica la elimina­ción de los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo, el despedazamiento de Castilla en cinco trozos y la creación de los conglomerados castellano-leonés y castellano-man­chego, los partidarios de estas nuevas entidades se enfrentan a los defensores de las na­cionalidades tradicionales calificándolos de `historicistas' anclados en el pasado, incapaces de adaptarse a los cambios que el progreso económico y el avance general de la época hacia la `modernidad' exigen. Tales 'progresistas' manifiestan que la histo­ria debe ser superada, por lo que no oponen reparos a descartarla, en cuanto les resulte estorbosa, ni a su conveniente manipulación. El historicismo, factor reaccionario del regionalismo, dice un entusiasta defensor de la nueva región castellano-leonesa. (92).

En los casos de los antiguos reinos de León y Castilla los nuevos regionalistas cas­tellano-leoneses contemplan ambas entidades como vieja historia que los actuales habi­tantes de la cuenca del Duero deben dejar atrás para hacer de su país una gran región, con el pensamiento puesto en el futuro sin nostalgia de un pasado para siempre ido. La historia como testimonio, como conocimiento del desarrollo de la humanidad, como experiencia asumida, como maestra y aliciente para empresas futuras, y corno herencia de una comunidad que se sabe y siente continuadora de una gran obra inconclusa, no cuenta para estos regionalistas sin pasado ni tradición.

Es de señalar que este criterio menospreciador del pasado nacional, que fundamenta la región castellano-leonesa en la unidad geográfica de la cuenca del Duero, constituye una teoría sólo defendida por algunos tecnócratas y políticos (que por otra parte dejan fuera de ella a la parte correspondiente a Portugal). A nadie se le ha ocurrido aplicar semejante criterio a la cuenca del Ebro (para crear una nueva región castellano-vasco­navarro-aragonés-catalana). ni a la del Tajo (para formar otra castellano-toledano-extre­rneña); ni menos a las grandes cuencas del Rin o del Danubio. Al parecer sólo es válida para separar a los castellano de Burgos, Soria, Segovia y Avila de los de San­tander, Logroño, Madrid, Cuenca y Guadalajara, y unirlos con los habitantes de las provincias leonesas.

Las anomalías que en su carencia de fundamentos históricos llevan consigo las re­giones españolas de nueva creación se reflejan en sus respectivos estatutos de autono­mía. El estatuto del conglomerado denominado (Castilla-La Mancha, al carecer de toda justificación histórica tiene que pasar por alto el asunto y en su Art. I° dice que "Las provincias de Albacete, Ciudad Real, Guadalajara y Toledo -las menciona por orden alfabético- se constituyen en Comunidad Autónoma bajo el nombre de Castilla-La Mancha (...) dentro de la indisoluble unidad de España" Los orígenes históricos de esta nueva región se basan, pues, según su Estatuto, en las provincias creadas provisionalmente en 1833.

El Estatuto del complejo Castilla y León, en su Art. 1°, declara que "Castilla y León, de acuerdo con la vinculación histórica y cultural de las Provincias que la inte­gran, se constituye en Comunidad Autónoma (...) dentro de la indisoluble unidad de España" Este Estatuto elude y falsea todo lo que se refiere a la historia nacional del te­rritorio de su demarcación. Comienza por declarar que son dos conocidas entidades histórico-geográficas las que se constituyen en una sola Comunidad Autónoma; y en esta declaración inicial oculta por un lado y mistifica por otro el pasado histórico y la realidad geográfica de este heterogéneo conjunto. Oculta -falseando- que las provin­cias castellanas incluidas en el Estatuto (Burgos, Soria, Segovia y Ávila) no son todas las que integran Castilla, sino sólo parte minoritaria de ésta. Oculta y falsea también el pasado histórico de ambas regiones al silenciar que las vinculaciones históricas del an­tiguo reino de León lo fueron principalmente con Asturias y Galicia (y aun con Portu­gal), países de su misma corona; mientras que Castilla estuvo siempre estrechamente vinculada con el País Vasco. Afirmar que el Estatuto de Autonomía de la impropia­mente llamada región de Castilla y León se funda en la vinculación histórica entre los países que la componen es falsear gravemente la historia de España desde los comien­zos de la Reconquista.

El Estatuto de Cantabria presenta en el Art. 1° a la provincia de Santander --creada en 1833 por segregación de la Montaña de Burgos- "como entidad regional histórica dentro del Estado español...". Y el de La Rioja, también en el Art. 1°, se limita a decir lo mismo: "La Rioja, entidad regional histórica del Estado español...". Verdad es que tanto la Montaña cantábrica como la Rioja son dos entidades regionales con vieja per­sonalidad; pero en un estudio serio de las historias regionales tanto una como otra - como otras muchas comarcas castellanas de relevante historia- son esto precisamente: comarcas históricas de Castilla, no del Estado español. Cantabria puede definirse como el solar fundacional y la más antigua de las diversas comarcas que componen Castilla; y de la Rioja se puede afirmar que constituye una de las comarcas más anti­guas y más ricas en símbolos regionales del país castellano.

El Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid elude, sin más, la cuestión regional al extremo de que ni siquiera menciona esta palabra. "El pueblo de la provin­cia de Madrid -dice el Art. l° de su Estatuto de Autonomía-de acuerdo con la vo­luntad manifestada por sus legítimos representantes en el ejercicio del derecho de autogobierno, se constituye en Comunidad Autónoma en el marco del Estado español".

Tan improvisadas son las nuevas regiones de Castilla y León, Castilla-La Mancha, Cantabria, La Rioja y Madrid que ha sido preciso asignarles nuevos símbolos oficiales, banderas, escudos y colores, por no tenerlos tradicionales. La enseña acuartelada de los dos castillos alternados con los dos leones no corresponden históricamente a las nueve provincias de la actual entidad castellano-leonesa sino a todo el conjunto de reinos y países de las coronas unidas de Castilla y de León.

Al comparar las recién inventadas regiones castellano-leonesa y castellano-manche­ga y las nuevas comunidades uniprovinciales autónomas de Cantabria, La Rioja y Ma­drid con entidades de tanta firmeza histórica como, por ejemplo, Cataluña, Navarra, Aragón, el País Vasco y Valencia (o los suprimidos viejos reinos de León, Castilla y Toledo), todas ellas democráticamente iguales ante la Constitución, uno piensa - dicho con palabras moderadas- que en la tramitación de algunos estatutos de autonomía se ha procedido con irresponsable ligereza. Por acatamiento a la Constitución todos los españoles estamos obligados a tratar con igual respeto al Estatuto de Navarra o al de Cataluña que al castellano-manchego o al de la Comunidad de Madrid, aunque en nuestro fuero interno no puedan merecernos igual consideración de `regiones' con per­sonalidad bien definida unos estados de milenaria historia que unas entidades inventa­das de la noche a la mañana. Lo más objetivo que de estos Estatutos creadores de nuevas regiones podemos decir es que antes son productos de la improvisación y de transacciones políticas circunstanciales que del desarrollo histórico de la nación español.

Es tal el embrollo creado en torno al nombre de Castilla y tan grande la ocultación histórica del reino de León que algún autor llega a afirmar que la distinción regional entre Castilla y León es una creación burocrática del siglo XIX, cuando se pretendió en­cuadrar las provincias en "pretendidas regiones históricas". En la división provincial de 1833 está, pues, según este catedrático, el origen de las llamadas actualmente regio­nes históricas (93). Combate este autor lo que, según él, fue un "encuadramiento histori­cistas del territorio español que después ha trascendido a la España de las autonomías. Las pretendidas regiones históricas (Extremadura, Andalucía, Cataluña, etc.) –dice- ­son en realidad productos de la ignorancia del país. León y Castilla la Vieja -conti­núa- fueron creadas modernamente como regiones históricas "introduciendo una dua­lidad nominal en lo que era una sola unidad y un solo nombre: Castilla". En resumen, según este catedrático de geografía Castilla y León no son entidades históricas sino in­venciones del siglo XIX (!), producto de una tradición erudita y de la cartografía die­ciochesca, artificiosa obra de autores historicistas (94). Para quienes así piensan los que no percibimos la actual entidad político-administrativa denominada Castilla y León como una sola unidad y un solo nombre (Castilla) basada en su elemento fisonómico más impresionante, la llanura, somos seguidores de una tradición erudita que ha servi­do de encuadramiento seudo-histórico a las falsamente consideradas regiones históri­cas, historicistas incapaces de una profunda concepción de lo castellano (y lo leonés) como un solo espacio (95).

Nuestra opinión sobre este embrollado y nada nimio asunto, no como historicistas sino como asiduos estudiosos de nuestro pasado nacional, es muy distinta de la que brevemente acabamos de reseñar. Sobre la existencia y la antigüedad de los viejos rei­nos de León y de Castilla -originalmente condado de Castilla y Álava-, sus respecti­vos asientos geográficos y lo que uno y otro país significaron en la historia de España nada hemos de añadir a lo dicho en capítulos anteriores; ni nada tampoco al origen y el desarrollo del enredo castellano-leonés que ha terminado -por ahora- en la creación del complejo territorial formado por las cinco provincias leonesas y cuatro de las nueve castellanas con la denominación oficial de Castilla y León; heterogéneo conjunto que no es Castilla, ni es León, ni es Castilla y León (puesto que quedan fuera de él la ma­yor parte de las tierras castellanas).

NOTAS

8 El País. Madrid. 30. XII. 1980.
9 Enrique Ordutla: El regionalismo en Castilla y León. Valladolid. 1986.
10 llistoria de Castilla y León. Vol. 9. Ambito. Valladolid. 1986.
11 Geografia de Castilla y León. Ambito. Valladolid. 1986.
12 Demetrio Madrid López: El discurso político. (El Norte de Castilla. Valladolid. 31. VI11. 1986).
13 P. Bosch-Gimpera: Prólogo a la primera edición de Las nacionalidades españolas de Luis Carretero. México. 1952.
14 Ídem. El problema de las Españas. UNAM. México. 1981. p. 111.
15 Américo Castro: Mon inierprétation de l`Histoire des espagnols. (Exiraits des Cahiers du Sud. Nos 390-391. Marsella. 1966).
16 J. Caro Baroja: El miro del carácter nacional. p. 98.
17 íd., ibídem. p. 75.
18 Juan Luis Cebrián: España: 19,'5-1980: Conflictos y logros de la democracia. Madrid. 1982. 19 Claudio Sánchez-Albornoz: España y el Islam. Buenos Aires. 1943. p. 84.
20 Guillermo Céspedes. Historia Social y Económica de España ). América dirigida por J. V. V. Barce­lona. 1957. T. 111. p. 395.
21 Enciclopedia Esposa. Tomo XXIX, art. León, ilustrado con un mapa.
22 Emilio Arija Rivares: Geografia de España. Madrid. 1982.
23 ABC. Madrid. 6. 11. 1979.
24 J. P. Aparicio y J. M. Merino: Los caminos del Eslas. León. 1980. p. 13.
25 Ramón Menéndez Pidal: El imperio hispánico y los cinco reinos. Madrid. 1950. pp.49-50,95.
26 ídem. Orígenes del español. Madrid. 1950. p. 478.
27 Luciano Serrano: El Obispado de Burgos y Castilla primitiva. Madrid. 1935. T. 1. p.229.
28 Justo Pérez de Urbel. Fernán González. Madrid. 1943. p. 151
29 ídem. Fernán González. El héroe que hizo a Castilla. Buenos Aires. 1952. pp. 178-179.
30 Teófilo López Mata: Geografa del condado de Castilla a la muerte de Fernán González. Madrid. 1957,pp.30-31,79
31 Emilio Alarcos Llorach: El español, lengua milenaria. Valladolid. 1982. p. 49.
32 1. Vicens Vives: Atlas llistórico de España. Barcelona. 1977. Mapa, XLII.
33 J. Caro Baroja: F.l mito del carácter nacional. p. 46
34 íd., ibídem, p. 58.
35 A. Barbero y M. Vigil: La formación del feudalismo en la Península Ibérica. Barcelona. 1978. pp. 17-18.
36 Discurso de ascensión al trono del rey Juan Carlos 1. 22. X1. 1975.
37 J. Caro Baroja: El mito del carácter nacional. pp. 78-79. 38 íd., ibídem. p. 109.
39 Eduardo García de Enterría: El futuro de las autonomías. (Diario de León. 17. X. 1984).
40 Denis de Rougemont: La 7iible Ronde de l Europe (Preuves. Paris. 1. 1954).
41 José Luis Abellán: España. 1975-1980. Conflictos y logros de la democracia. Madrid. 1982.
42 J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas. (Prólogo para franceses).
43 Ídem. Meditación de Europa. O. C. T. IX. pp. 296, 325-326.

79 R. Menéndez Pidal: La España del Cid. Madrid. 1956. Vol. 1. p. 66.
80 idem El imperio hispánico y los cinco reinos. Madrid. 1950. p. 69.
81 ídem Hlistoria de España. T. VI. pp. XLVI- XLVII.
82 P. Boseh-G impera: El poblamiento antiguo... pp. 279, 284. 118
83 R. Menéndez Pida]: El imperio hispánico... pp. 72-73. 119
84 Salvador de Madariaga: Memorias de un federalista. Buenos Aires. 1967. p. 311. 120
85 El País. Madrid. 19. XI. 1976 121
86 Jordi Solé Tura: Nacionalidades y nacionalismos en España. Madrid. 1985. pp. 161-162. 36-37.
87 Francisco Tomás y Valiente: El reparto competencia! en la jurisprudencia del Trihunal Constilucional. Madrid 1988 p. 28. .
88 Julián Marías: España real. Madrid. 1976. pp. 237-238. 123
89 José Miguel de Azaola: Vasconia y su destino. 1. Regionalización de España. Madrid. 1972. 124
90 Pascual Ruiz Fernández: Los dos Méxicos. (El Día. México, D. F. 29. X11. 1986). 125
91 F. Tomás y Valiente: El reparto competencia!... pp. 42-43. 126
153.
92 Carlos Carrasco Muñoz de Vera: El historicismo factor reaccionario del regionalismo (Diario de
Castilla. Segovia. 6. X. 1977).
93 Jesús García Fernández: Castilla. Entre la percepción del espacio y la tradición erudita. Madrid.
1985. pp. 27, 30-33). 129
94 id., ibídem. pp 38-39, 42-44.
95 íd., ibídem. Texto de la contratapa.


(Anselmo Carretero Jiménez. Castilla, orígenes, auge y ocaso de una nacionalidad. Ed. Porrua, México 1996. Pp 841 y ss..)

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