martes, agosto 08, 2006

Castilla país sin leyes. Alfonso María Guilarte

Castilla país sin leyes

Alfonso María Guilarte, Ed Ámbito. Valladolid 1989


El solar y los hombres

La vocación de libertad en su calidad de patrimonio universal parece indiscutible. La cuestión radica en ave­riguar las oportunidades que tuvieron los castellanos, para satisfacer esa vocación de libertad. Sobre esta base deberán ser leídas las páginas de Sánchez Albornoz y el librito de José Luis Martín (1982) acerca del castellano y libre, como mito y como rasgo definidor. Pequeños propietarios y libres escribe redundante el maestro. En la medida que sea, el cupo de libertad que puede gastar el castellano resulta, entre otros indicios por contraste, de dos instituciones en que el poder sobre hombres se hace depender del sometido. No hace falta decir que me refiero a las behetrías y a las cartas de población. Ambas comportan una relación jerarquizada pero -ya va dicho- que deriva de un acto en que algo cuenta la voluntad del sometido: la instalación en las tierras del dominio o la elección de señor cuya protección se so­licita. La carta sirve esa vocación de libertad limitando las prerrogativas del rey o del magnate, para fijar condiciones de vida. Las behetrías constituyen una réplica del régimen señorial, régimen impuesto, que se transmite de padres a hijos, es decir, un mecanismo de adscripción, que surge incialmente de una decisión del rey. Castilla, «país de hom­bres libres» depende de múltiples factores. En general de las circunstancias que condicionaron la repoblación. En concreto, del lento progreso hacia el poder de la nobleza hispana en comparación con la europea. Castilla país de hombres libres o Castilla -en la etapa de orígenes- sin hombres poderosos, parece más exacto.

A falta de cosa mejor y para una aproximación, como ahora se dice, al carácter de los pueblos, puede ser útil compendiar aquí varios datos y consideraciones sobre lo que el castellano ha sentido y ha pensado acerca de la creación del derecho tal y como resulta de sus comporta­mientos usuales. Se trata de particulares conocidos sobre los que se volverá con detalle en otros lugares del libro. El tema no es nuevo. hay buenos trabajos que, sin desvío de los cauces clásicos, facilitan la versión al día partiendo del contraste sustancial entre los diversos territorios de la Corona: la España «nuclear», Castilla, y la España «peri­férica» (Lalinde, 1966).

Que el castellano cotice al alza el derecho vivido jus­tifica, ante todo, la práctica de juzgar por fazañas (el actuar del juez desbordando los límites de su actividad técnica según Galo Sanchez , en lo sucesivo G. S.) y sus conexiones con la leyenda de Castilla y con el pretexto de este libro, que implica la santificación del derecho viejo, el que se viene aplicando, que en este origen remoto encuentra la razón de ser, su fundamento, su legitimidad. Bien pudiera latir aquí una concepción pe­culiar del derecho como reflejo de la vida y no como im­posición de una voluntad ajena e irresistible. El apego al fuero, el fuero antiguo en oposición al fuero postizo que es el fuero importado sin la aquiescencia de los vecinos del municipio; el apego al fuero que se aplica, que se «usa», proclama la ley dictada por el propio rey que tiene cinco siglos de vida y en tercer lugar, el extenso vuelo de la iniciativa privada y su insistencia en el método recopilador (la consolidación del derecho viejo) son muestra de acti­tudes favoritas de los castellanos. En el otro extremo -lo negativo- el repudio de la ley entendida como prerrogativa indiscutible de la Corona que se advierte desde la legendaria quema del Liber iudiciorum en la glera de Burgos y a lo largo de nuestra Edad Media, en prácticas de tan hondo calado. como la ley pactada y la resistencia armada frente a toda ley arbitraria. Se alude a la posibilidad de resistir el cumplimiento de una ley que, por las razones que sean, quebranta la constitución tradicional del reino. Por ejemplo, la que requiere la intervención del Consejo real en la ins­tauración de señoríos de nueva planta (por vía de donación o merced) ya que, en otro caso, la ciudad cabecera y, por descontado, los propios pueblos afectados están legitima­dos para negar obediencia al señor y para resistirle: que sin pena alguna se pueda hacer resistencia de cualquier calidad que sea o ser pueda aunque sea con tumulto de armas (pragmática de Juan II de 5 de marzo de 1442); que el rey no pueda hacer donación de ciudades, villas y lugares de su Corona real contra el tenor de lo contenido en esta ley (11). Es decir, sin la intervención del Consejo real y de los procuradores de las ciudades; de las Cortes, para sim­plificar. Como se sabe es una ley pactada entre el rey y las ciudades y por eso vincula especialmente a la Corona; no puede ser modificada unilateralmente (12)
.
La norma jurídica con fundamento en la aceptación de sus destinatarios y en ningún caso resultado de una voluntad ajena... Lo que el castellano anhela y lo que repudia -la medida en que lo consiga es otro asunto- en orden a las formas de creación del derecho que se consigna en este . párrafo y en definitiva lo que trasciende de la lectura de muchos lugares del libro.

Vivir sin leyes, la ausencia de normas de validez ge­neral, supone muchas cosas. Vivir conforme a normas que carecen del respaldo de una promulgación formal, pudiera ser el significado que nos interesa, para completar la imagen de lo castellano. Supone asimismo vivir de acuerdo con normas que en otro tiempo habían sido derecho escrito. Es en definitiva la posibilidad de elegir entre varias una norma que en principio no tiene más títulos que las preteridas para ser elegida. En todos los casos se vive un derecho que nadie sabe quien le ha impuesto y cuya legitimidad, en última instancia, arranca de los jueces que lo aplican. Cas­tilla país sin leyes y país de fazañas, peculiar concepción del derecho que es casi lo mismo.

(11). Nueva Recopilación: 5.10.3, tomada del Ordenamiento de Montal­vo, 5.9.3.
(12). En mi Régimen señorial, 2.a ed. 1987, 46-9.Op.Cit pp. 35-37

La leyenda

La leyenda en su versión antigua sitúa la instauración de los jueces en el siglo IX (a la muerte de Alfonso II) y, en su forma reciente, en los años de Fernán González (930/70). No será menester perder un renglón en justificar la imposible adecuación de los jueces legendarios a la or­ganización judicial de la época en que se les hace vivir. Cuando se cuece la leyenda, Castilla está a punto de dejar de ser un país sin leyes. El derecho está a punto de dejar de ser, o cada vez lo es menos, manifestación espontánea e irreflexiva de un sentir popular que expresa la costumbre o el juez mediante un desplazamiento de su actividad téc­nica (fazañas) para convertirse en un producto calculado e impuesto desde las alturas (el rey o las Cortes) que se aplica en ámbitos que exceden el de la reducida comunidad local obligada a aceptarlo. La vocación separatista y la concep­ción del derecho fundado en la excepcional relevancia de la actividad de los jueces como artífices de la norma jurídica están en la leyenda que, tras lo escrito a primera vista, pretende justificar en la historia -la historia lejana de los jueces avenidores- ambas cosas (la vocación separatista y los jueces con su derecho `libre'), ingredientes aprove­chables que tienen mucho que ver con el asunto que nos interesa aquí. Se quiere decir -en conclusión- que Cas­tilla en los años de la trasmisión de la leyenda (con mayor intensidad en la versión reciente) está integrada en un reino poderoso (la Castilla de leoneses, de gallegos, de asturia­nos, de castellanos, cada vez peor identificados) y su de­recho, sobre todo en cuanto a las formas de expresión, discurre por cauces que ha abierto en Europa la llamada recepción del derecho romano. La vocación separatista y el derecho, con esas peculiaridades domésticas, están per­diendo altura. Ni sus predecesores, ni los autores de la versión del 431 B.N. que en el reinado de Pedro I acogieron el mito de los jueces avenidores, respetarán demasiado la historia. Sin embargo, lo que cuentan ilustra la tradicional oposición al derecho escrito -valdría decir- la mejor mues­tra del sentir castellano. Los jueces serían la encarnación de la actividad de los antiguos juzgadores cuyo recuerdo había de contrastar, en el espíritu popular, con el nuevo estado de cosas y con la actuación de los de otros territorios (Galo Sánchez).

Castilla país sin leyes ,Alfonso María Guilarte, Ed Ámbito. Valladolid 1989 pp. 49-50

El derecho antiguo.

Con el estado visigodo sucumbe en 711 la unidad con­seguida por Recesvinto, en el siglo VI, mediante el Liber iudiciorum, cuerpo de leyes de carácter territorial sin dis­tinguir súbditos visigodos de hispano-romanos. Unidad en­tendida con reservas y, entre ellas, la que suscita la dudosa capacidad de los reyes para imponer leyes romanizantes, sobre todo, en las comarcas alejadas del poder central, sin contar el apego de los hispano-godos a las costumbres ger­mánicas e incluso la imaginada pervivencia de costumbres ibéricas, venía a decir G. S. Como quiera que sea, la Historia política interfiere en la Historia del derecho. La ruptura del año 711 provoca el fraccionamiento medieval y con ello surge un derecho nuevo que contrasta con el derecho musulmán y, en menor medida, con un poderoso competidor, el llamado derecho común, producto universal de la Baja Edad Media. Aparte la mentada ruptura, los fueros y los jueces creadores serán otros asuntos de este capítulo. Al volver aquí sobre los jueces creadores se em­palma con lo escrito en el apartado precedente y se insiste -ya se ve- en el tema crucial del libro.

Ruptura y fraccionamiento.

G. S. y con él todos admiten la existencia de un sistema de fuentes propio de los diversos territorios autónomos, visible en orden a distinciones y matices que operan sobre el ámbito de vigencia, el origen o la naturaleza de aquellas fuentes. León, Castilla, las provincias Vascongadas, Na­varra, Aragón, Cataluña, Baleares y Valencia son los te­rritorios medievales elegidos por G. S. para exponer su historia de las fuentes. A este propósito anotaremos que pocos dudan al proclamar la posibilidad de distinguir los derechos y los sistemas de fuentes que resultan del frac­cionamiento postvisigodo atendiendo a la sustancia o a la medida en que sobre ellos actúan influencias exóticas. Se­guir el rastro retrocediendo a los orígenes, ofrece más di­ficultades por lo que se refiere al derecho castellano, sobre todo en sus conexiones con el leonés. Modalidad fronteriza del derecho leonés se le considera, al derecho castellano, que surge en Burgos y, más tarde, en otros puntos como Sepúlveda con nuevos caracteres (R. Gibert). Todavía en el siglo XIV -afirmaba G. S. que nunca negó su existen­cia- hay huellas de ese derecho castellano. El derecho de Castilla la Vieja, para entendernos, separada de León y por oposición a la Castilla que empieza al Sur del Duero, llamada Extremadura. En el reino de León tenían otros fueros apartados, decía la crónica de Alfonso X, con el propósito de justificar la redacción y ulteriores concesiones del Fuero Real a ciudades de Castilla; para Burgos y otras ciudades y villas de Castilla que no estaban en el caso, explicaba la crónica. Las Cortes reunidas en Carrión en 1317 aludían al derecho aplicado por los jueces en los regnos de la Corona de Castilla. La referencia no es de­masiado precisa pero sí lo suficiente para autorizar -como pretende G. S. - la presencia de un derecho castellano que se distingue del leonés y del de otros territorios de la Mo­narquía (Extremadura, «según sus fueros de cada lugar»; Toledo, «según sus fueros e usos así como hubieron en tiempos de los otros reyes», etc., etc.)(1).

Castilla país sin leyes, sin textos de derecho territorial hasta el siglo XIII en que se sitúan los más antiguos aunque sean obra de compiladores que escriben por su cuenta. Enseguida se dirá algo de las fuentes locales, en contra­posición a las de carácter territorial que ahora se aluden. Baste afirmar que las de carácter territorial -por defini­ción- constituyen la expresión acabada del derecho, el derecho como norma de validez general; el derecho cas­tellano en nuestro caso.

(1). G. S. Antiguo derecho... 218/20 y Cortes, cit. pet. 5.°.

Op Cit pp.54-55


Circunstancias conocidas o cuando menos esbozadas, impiden culminar la indagación en tema de orígenes, entre ellas los cuatro siglos vacíos de testimonio, y hacen dudar de la legitimidad de nuestros títulos para hablar con certeza de un derecho castellano en sentido estricto. El derecho que vivían los castellanos de la Castilla condal, los primeros castellanos; los castellanos de este capítulo. Recordemos esas cosas sabidas antes de iniciar otro tema. Castilla com­pendio de pueblos de variada estirpe, estantes o llegados, al solar, en el siglo VIII. Pueblos antiguos al margen de las grandes corrientes históricas. Pueblos sin tradición ro­mana, pueblos tardía y parcialmente romanizados, según Menéndez Pidal, respecto de los cuales la presencia visi­goda -otro vehículo de la romanización, sobre todo, en el campo del derecho- se considera problemática. Pueblos mal identificados en un producto final del cual descono­cemos la proporción de sus componentes. En estas con­diciones, especular con los orígenes prerromanos del pue­blo castellano con el propósito de identificar su derecho, sería estéril.

Mientras el catalán, el aragonés o el navarro, etc., con­servarán esencias primitivas, el derecho castellano -la identidad perdida- al principio de la Baja Edad Media, era ya un derecho de toledanos, de extremeños, de anda­luces y, por supuesto, de leoneses y de castellanos.

La extraordinaria capacidad del derecho para sobrevivir constituye dogma predilecto de sus historiadores. Para so­brevivir incluso en los períodos de ruptura, se quiere decir y es que el derecho que, como producto histórico, difícil­mente supone creación ex novo, incorpora o mantiene en cada coyuntura, aportaciones de variada procedencia. Com­ponentes de otros derechos: el derecho romano, el derecho germánico, el derecho canónico, el derecho musulmán..., los elementos de influencia en la formación del derecho español. En los reinos y condados cristianos de la Recon­quista viven instituciones desconocidas o combatidas por la lex visigothorum que, a pesar de diferencias de detalle, parecen proceder, en lo fundamental, de un núcleo común anterior a la invasión árabe. Este sería -concluye la opi­nión dominante- el elemento germánico introducido en el período visigodo y renacido en la remota Edad Media.

Op. Cit pp.56-57

Fueros y ciudades

En­crucijada de razas y de pueblos, en Toledo, viven los judíos y los moros y, entre los cristianos, francos, mózarabes y castellanos. Estos tendrán su carta castellonorum, otorgada por Alfonso VI, antes del año 1101, que suponía jurisdic­ción privativa e importantes privilegios, aunque no con­tuviera el derecho de los castellanos en su conjunto sino sus aspectos más favorables. La crítica reciente, con apoyo en testimonios de primera mano y a propósito de este de­recho de los castellanos en Toledo, alude al conde Sancho García (995/1017), el de los «buenos fueros», porque son de su tiempo o porque son obra del conde (García Gallo). La carta de los castellanos, que fue confirmada por Alfonso VI y, más tarde, objeto de una segunda versión, certifica la quiebra de la unidad de fuero, la mencionada caracte­rística de la ciudad medieval. Bien es verdad que las cosas habían cambiado al filo de los siglos XI/XII; que había gran distancia entre Toledo y las poblaciones guerreras y campesinas donde funcionara sin fisuras la unidad de fuero. Por otra parte, la carta castellonorum abre una de las me­jores pistas para afirmar la existencia de ese derecho cas­tellano que tan mal conocemos.

En base de la apuntada distinción entre el derecho de la ciudad, la noción amplia, y el fuero municipal, la noción estricta, como instrumento escrito (ver más arriba), resulta indiscutible que sólo en parte aquél se hallaba recogido en éste. La insuficiencia del fuero es regla general aunque no siempre sea posible saber si las escuetas noticias de los documentos de la época se refieren a la acepción amplia o a la estricta que es la que aquí importa. Ni el régimen de cargas, ni el grado de autonomía que disfruta la ciudad, ni los aspectos importantes de la organización municipal re­sultan inteligibles de la simple lectura del fuero, los pri­vilegios concedidos por el rey, la costumbre y el usus terrae, o la Lex visigothorum, en la medida que pudiera suponerse vigente; en una palabra, lo que no está en el fuero porque el fuero es un testimonio incompleto del de­recho de la ciudad según la advertencia de G. S. Al margen del fuero pese a que, en ocasiones, las incluya, hay que contar con las sentencias de los jueces de especial signi­ficado en Castilla. Pero la jurisprudencia reclama estudio aparte.

Los jueces creadores

Lector de tantas lecturas no pasarían inadvertidas para G. S. las ideas de los juristas alemanes sobre el movimiento del derecho libre. Eran los primeros años de docencia cuan­do preparaba las páginas para la historia de la redacción del derecho territorial castellano que aparecieron, más tar­de, en el Anuario del año 1929. No pisaba entonces terreno firme la concepción del derecho como unidad cerrada que justificaba prohibir al juez que se negase a fallar y que crease derecho. Los partidarios del derecho libre -por el contrario- afirmaban la existencia de lagunas de la ley que había de colmar precisamente la labor creadora del juez. A falta de ley o de costumbre aplicable al caso, el juez debería fallar con arreglo a la norma que él mismo establecería de actuar como legislador. Parece evidente la influencia de la Dogmática de la época sobre G. S. a pro­pósito de Castilla, tierra de fazañas y del derecho libre. Graves carencias de los derechos locales y la ausencia ab­soluta de derecho territorial justificaron -si no precipita­ron- a los jueces castellanos a desbordar los límites de su actividad técnica como directores del proceso, cosa que hicieron con frecuencia e intensidad muy superior a la que es posible comprobar en otros derechos hispánicos. Sin embargo, habrá que añadir otras explicaciones que ni las carencias del derecho, ni las fazañas, era una exclusiva de Castilla. Cabe evocar, en este punto, la concepción peculiar del derecho como reflejo de la vida y no imposición de un poder irresistible; el respeto a lo que se practica, el derecho viejo y la reticencia ante lo que manda el rey, características del talante castellano. Que la facultad de juzgar por albedrío (en este caso sin sujección a lo establecido) tuviera valor de fazaña para el futuro, proclamaban los castellanos des­pués de quemar el Liber iudiciorum en Burgos.

Don Lope González y sus hermanos, hijos de don Ma­riote, fijodalgo, reclamaron la herencia de su tía monja, doña Roma; don Rodrigo, Ferrant Remont y doña Elvira de Cubo -el manuscrito lo detalló bien- que eran los parientes de don Lope, se negaron a compartir la herencia de la monja diciendo que don Lope y sus hermanos eran hijos de barragana. El juez sentenció en favor de don Lope. Puesto que los parientes -decía el juez- antes de la re­clamación habían partido cierta heredad de la tía monja con don Lope y sus hermanos, la partición debía seguir adelante y «ansí hubieronles de dar a partir en todo», ter­mina el texto de la fazaña con esta alusión a la ejecución de sentencia (7). El juez resolvió el conflicto entre partes dando la razón a los demandantes, como se ve, partiendo de una determinada doctrina en materia de filiación y de actos propios que no es necesario estudiar porque lo que importa es otra cosa. La decisión del juez tendría efectos para las partes implicadas en el pleito y también para los hijos de barragana y de hidalgo del futuro en lo que se refiere a la herencia paterna. Aquí se ha producido, pues, una declaración de derechos en favor de don Lope y de sus hermanos, pero además los jueces venideros, en casos aná­logos, tendrán un ejemplo a seguir. Que la sentencia haya circulado en numerosas copias, formando parte quizá de una colección de fazañas, no admite otra explicación.

El término fazaña fue utilizado sin orden ni concierto con demasiadas acepciones imposibles de reducir a un con­tenido mínimo válido para todas. Fazaña equivale a con­ducta ejemplar, digna de ser imitada; conducta conforme a valores aceptados en la época y si se quiere, con más precisión, narración de hechos que acreditan esa conducta. Esta sería la acepción de fazaña que luce en los textos literarios y especialmente en las crónicas. G. S. prescindió de las fazañas en el sentido amplio que es el original para moverse en el ámbito del derecho en el que tampoco es posible una lectura única del término. En ese ámbito se trata asimismo de una relación de hechos con valor ejem­plar; con valor ejemplar para el derecho. No será fácil prescindir de la nota de ejemplaridad el factor desenca­denante del alcance normativo de la fazaña, aunque no sea posible precisar si el modelo a imitar es, en rigor, lo que se predica del juez o de los protagonistas de la narración. En boca de los coetáneos la expresión fuero de albedrío podrá quizá significar juzgar por fazañas, es decir, actuando sin atenerse, el juez, a lo establecido, que era la práctica reiteradamente condenada por Alfonso X el Sabio. Bien pudiera acertar Tomás y Valiente identificando fazañas y «juicio de albedrío», paso que no llegó a dar G. S. Es capital la distinción entre sentencia -decisión que pone fin a un conflicto de derechos- y sentencia con valor jurisprudencial. El juez se convierte en legislador. Ha es­tablecido una norma para el futuro en casos análogos. Si otro cosa no se advierte, aquí hablamos de fazaña como sentencia con efectos al margen de los interesados en el pleito o causa que la motiva.

En puros términos la fazaña sólo constituye desplaza­miento de la actividad técnica del juez si éste, en su juicio, crea una norma; menos claramente si se funda en la cos­tumbre a la que, cuando menos, da forma (la materiali­zación del borroso precepto consuetudinario). Hay casos también en que el juez opera por analogía o mediante otros métodos que, en definitiva, derivan de la ley. En otros casos, en fin, la fazaña, alejándose de la variante que aquí se estudia, encuentra fundamento en el derecho escrito .
(7). Fuero Viejo, 5,6,2, y Lib. Fueros de Castiella, 186, etc.

Op cit pp.68-70


- El juez castellano sabe poco, carece de lecturas. No se busque en sus fazañas el menor rastro de un tratamiento técnico y menos científico del derecho. El juez es «defi­nidor» del derecho castellano por el acierto con que in­corpora a sus fazañas, sin manipulaciones, lo que ha visto que se practica y que está vaciado en las necesidades del tiempo.

Las fazañas resultan así el mejor testimonio del derecho castellano en la expresión cabal, incluso en sus contenidos arcaizantes que sería aventurado descartar. Pero ello sin desconocer que, aún actuando con materiales dados, el juez, al combinarlos con su personal criterio, ha logrado elaborar un nuevo derecho. La costumbre no escrita y variable de una localidad a otra ha sido la materia predilecta de los jueces castellanos. Lo han sido también las propias sentencias porque en la génesis de las fazañas no hace falta aludir al valor del precedente, no siempre inalterado, por cierto. Los fueros locales han sido, en fin, ingredientes de las fazañas como se ha dicho.

(10). 1.5.14 del Fuero Viejo y Lib. F.os 186; Pseudo Nájera 11, 18 y F.° - Ant. 18.

Op Cit p. 73

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