LA CUESTION DE LAS AUTONOMIAS.
EMBROLLOS EN TORNO A CASTILLA
Conocidas con claridad las razones fundamentales de los estatutos de autonomía (gobierno y administración del país más democráticos y eficientes; respeto a la personalidad y a la cultura de los diversos pueblos de España), procede ver cómo, en función de ellas, se están desarrollando los procesos autonómicos.
En doce de los quince pueblos, nacionalidades o regiones históricas (use el lector el término que más le agrade, pues el nombre resulta indiferente) que componen España (Galicia, Asturias, el País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña, las Islas Baleares, Valencia, Extremadura, Murcia, Andalucía y las Islas Canarias) se ha tomado, en principio, como base indiscutida el respeto a las entidades históricas, cuyos límites territoriales - con algunas rectificaciones menores- corresponden a las actuales provincias.
En ningún caso este principio básico ha creado dificultades o problemas intrínsecamente nacionales o regionales. En el País Vasco, al contrario: el estatuto de autonomía ha servido para dar carta de naturaleza constitucional a una nueva entidad política que nunca antes (hasta el estatuto republicano de 1936) tuvo realidad histórica. Esta correspondió separadamente a Guipúzcoa, Vizcaya y Alava, pequeños estados independientes, generalmente aliados a Castilla, que, por separado y en diferentes fechas, se unieron pacíficamente a la corona castellana. Nunca existió un estado o entidad histórico-política que abarcara todo el País Vasco. La idea general de que los reyes castellanos juraban en Guernica los fueros del País Vasco es errónea. Nunca hubo tales fueros, y los que allí se juraban eran los propios de Vizcaya. El estatuto de 1936 y ahora el derivado de la Constitución de 1978, son los verdaderos creadores legales de esta nueva entidad, de viejísimas raíces, llamada País Vasco o Euscadi, de la que el siglo XVIII fueron precursores los Caballeritos de Azcoitia, fundadores de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, cuyo mote era Irurak-Bat, que quiere decir: las tres hacen una (Guipúzcoa, Vizcaya y Alava).
En el caso de Navarra, el respeto a la entidad histórica (antiguo reino) ha sido absoluto; y se ha reconocido al pueblo navarro el indiscutible derecho de decidir su incorporación al País Vasco.
PAISES LEONES Y TOLEDANO
Muy diferente ha sido, por desgracia, lo ocurrido en Castilla, el País Leonés -antiguo reino de León- y el País Toledanos -tierras no castellanas del antiguo o reino de Toledo-. En una maniobra de prestidigitación política, tendente a esquivar en la confusión los aspectos más difíciles del problema general de las autonomías, el Gobierno (entonces presidido por Adolfo Suárez) creó precipitadamente en el papel nuevos entes preautonómicos (dominados por la UCD), ocasionando con ello «problemas ficticios» cuya gravedad se ha ido manifestando después.
Así (a espaldas de los pueblos, sumidos en el desconocimiento de su propio ser y en enervante apatía política tras cuarenta años de oscurantismo dictatorial) se decidió eliminar a Castilla (!) del mapa nacional de España, dividiéndola en dos pedazos: uno, que sería incorporado al antiguo reino de León para formar el híbrido llamado Castilla-León, y otro, que quedaría unido al País Toledano para componer Castilla-La Mancha. La sola denominación de estas nuevas entidades pone de manifiesto que Castilla ha sido partida en dos, y sus trozos, unidos a sus vecinas leonesa y toledana.
Pero el patriotismo, aunque sea regional o comarcal, no se impone ni se suprime por decreto ni por la fuerza bruta. (Esta es una de las tremendas lecciones históricas que a todos los españoles nos ha enseñado el franquismo). Ni es posible jugar impunemente desde el gobierno a suprimir, trocear, componer o inventar regiones como si se tratara de un puzzle geográfico.
Si el respeto a los límites tradicionales de todas las demás nacionalidades o regiones históricas encontró general. asentimiento, la arbitraria eliminación de Castilla del mapa de los pueblos de España, y la atribución de sus restos a países vecinos, ha producido disgusto y honda amargura en muchos ciudadanos de las comarcas afectadas.
El hecho resulta moralmente más reprobable si se tiene en cuenta que se está procediendo sin la consciente aprobación de los pueblos de estas regiones y con abuso del estado de ignorancia y confusión sobre tan graves cuestiones en que la prolongada dictadura les ha dejado.
Los que en principio debieron haber sido normales procesos autonómicos de tres viejas e insignes entidades histórico-geográficas (antiguos reinos de León, Castilla y Toledo), y trascurrido --como en el resto de España- por sus cauces naturales, fueron manipulados con tal irresponsabilidad y torpeza que todo se salió de madre, provocando la caótica proliferación de nuevas regiones: unas, por artificiosa creación gubernamental, y otras, como reacción defensiva de auténticas comunidades históricas que, ante el peligro de forzosa inclusión en ficticios entes regionales, que no son ni sientes suyos, prefieren acogerse a las autonomías uniprovinciales previstas en la Constitución.
REGIONES A CONTRAPELO
Lejos, pues, de facilitar la solución del problema general de las autonomías, estas desafortunadas fusiones, a contrapelo de la geografía y la historia, han provocado indirectamente el brote de nuevos anhelos autonómicos, en apariencia insolidarios (la Montaña Cantábrica, la Rioja, Segovia, la provincia de León ... ), que no hubieran surgido si las auténticas regiones históricas de León, Castilla y Toledo hubiesen recibido sus propios estatutos y, dentro de ellas, respetando la identidad de sus comarcas tradicionales. Tal es la verdadera causa de lo que, con excesiva ligereza, suele tildarse de loco afán cantonalista de los castellanos.
Se declara una y otra vez que las autonomás contribuirán eficazmente a preservar la identidad de todas las nacionalidades o regiones de España y al desarrollo de sus respectivas culturas, pero la realidad es, en este caso, que tales híbridos conglomerados llevarían a la aniquilación de Castilla y al profundo deterioro de la personalidad de los países leonés y toledano.
Tampoco reforzaría la democracia por acercamiento del gobierno a la base popular. La vasta entidad castellanoleonesa que se pretende establecer no dejaría los gobiernos de León y de Castilla, respectivamente, en manos de los leoneses y de los castellanos, y aun amenaza resultar en un nuevo centralismo (económico, político y cultural), con sede en Valladolid, menos soportable, por más concentrado, para las provincias auténticamente castellanas, que el hasta ahora ejercido sobre toda España desde Madrid. En realidad, este gran conglomerado es triste hijuela de la idea de la gran Castilla imperial impuesta doctrinalmente por la Falange vallisoletana e imbuida en la mente de millones de españoles por la enseñanza y la propaganda del aparato dictatorial.
Concepción histórica que se abrió camino a través de las mistificaciones en torno a Castilla, fraguadas a mediados del siglo XIX por las oligarquías reaccionarias y magnificadas después por la generación del 98, que llegaron a identificar a Castilla con León (aquélla nació precisamente de la oposición de castellanos y vascos al trono neogótico) y a otorgar carta de nobleza literaria al falso tópico de «la inmensa llanura de Castilla la Vieja», disparate histórico y geográfico e incongruencia racional, pues la vieja Castilla tuvo necesariamente su cuna en un baluarte montañoso, que hizo posible la defensa de su independencia frente a los ejércitos musulmanes y a las no menos aguerridas tropas de la corona de León: la Montaña cantábrica, cuna de Castilla y del romance castellano.
LA ELIMINACION DE CASTILLA
Las decepciones, amarguras y protestas por la eliminación de Castilla del mapa político de España, así como las demandas por la autonomía propia del País Leonés, de Castilla y del País Toledano, iniciadas hoy en grupos minoritarios conocedores de su región y su pasado, y entregados generosamente a la causa comunitaria, irán probablemente en aumento a medida que estos pueblos, mejor informados y libres de tutelas dictatoriales, recobren la memoria histórica, base de la conciencia colectiva que mantiene la voluntad nacional.
Mientras la mayoría de los pueblos de España preparan, con más o menos bríos, un renacer de su personalidad al amparo de los estatutos de autonomía, tres regiones de brillante historia atraviesan una difícil etapa de trascendencia decisiva para su porvenir. En el caso de Castilla está en juego la existencia misma de esta vieja nacionalidad de tan traído y llevado nombre, hasta ayer mismo exaltada hiperbólicamente por los escritores de la generación del 98 y sus continuadores, y hoy a punto de ser eliminada, sin pena ni gloria, entre confusos arreglos políticos de menguada concepción.
En León se necesita mantener la personalidad regional del famoso antiguo reino que tan relevante papel desempeñó en los siglos fundacionales de la nación española y que hoy se pretende disolver en un heterogéneo conjunto de improvisada creación. Con Castilla y con León es menester preservar también la identidad y la autonomía del antiguo reino de Toledo, cuya vasta llanura manchega hizo famosa nuestro inmortal hidalgo y loco justiciero.
TIEMPO PARA RECTIFICAR
El desastre aún no ha sido consumado, y todavía es tiempo de rectificar y tomar el buen camino: el seguido por los demás pueblos de España en sus procesos autonómicos; el mismo que (sin fusiones, secesiones ni confusiones) debe llevar a la autonomía regional del País Leonés, de Castilla y del país Toledano. Y dentro de Castilla será preciso fortalecer el autogobierno de sus diversas provincias, que generalmente se han formado en torno a comarcas de vieja tradición (la Montaña cantábrica, las tierras de Burgos, la Rioja, las tierras de Soria, Segovia y Avila, Madrid, Guadalajara y Cuenca). Si Cataluña y Galicia consideran conveniente establecer una nueva división comarcal de su territorio de arriba abajo, Castilla, al contrario, debe concebirse de abajo arriba, como una mancomunación de todas sus provincias, de manera análoga a como el País Vasco se ha constituido por la unión de los viejos estados de Guipúzcoa, Vizcaya y Alava. «Parecía Castilla en la Edad Media», dice un historiador gallego, «una confederación de repúblicas trabadas por medio de un superior común». Idea que, adaptada al siglo XXI y a la complejidad del moderno estado democrático, puede resultar hoy aún más válida de lo que lo fue para las comunidades de ciudad (o villa) y tierra de la vieja tradición castellana.
Castilla -y con ella el claro porvenir de España- requiere sobre todo, antes de que el error resulte difícilmente reparable, rescatar su personalidad y ocupar el lugar que en el mapa de las regiones autónomas le corresponde como miembro perfectamente definido del conjunto nacional de los pueblos hispanos.
ANSELMO CARRETERO
El País, 17 septiembre 1981
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