TRIBUNA
Manuel Pajón de la Cruz
En la noche triste y sombría de la madrugada del martes 14 de febrero de 2006, nacía una nueva estrella. Al mismo tiempo expiraba en el Hospital General de Segovia don Manuel González Herrero.
Cumplida ya su andadura terrenal, renacía a un nuevo plano de conciencia. Despojado de sus ropajes de barro y agua, ya ligero de equipaje ocupaba el lugar que le corresponde en nuestro firmamento segoviano.
Su vida, a fuer de ser sencilla, es irrepetible, casi imposible de imitar. Como todos los grandes hombres, durante su existencia, se dedicó a cultivar apenas tres o cuatro principios: amor a la justicia, defensa del más débil, pasión por la verdad. Pero lo ha hecho con tanta constancia, con tanto tesón y ahínco, que poco a poco, amén de brillar por ellos, su personalidad se ha visto nimbada de un gran ramillete de cualidades: coherencia, serenidad, valentía, honestidad, compasión, alegría, cordialidad de la cuerda del corazón.
Sus acciones, sin que él lo pretendiera, se convertían en sillares que indefectiblemente aumentaban el tamaño del pedestal de su leyenda.
Siempre hay, en cada generación, algunos hombres, muy pocos, que por su grandeza y generosidad justifican la existencia de los demás. Don Manuel es uno de ellos.
Su legado es tan enorme que es patrimonio no solo de quienes le conocimos, ni de quienes le conocerán a través de sus escritos, sino de toda la Humanidad.
Hay hombres como él, que tienen tanta fuerza y brillan con tanta intensidad, que si estás en su sintonía, aunque no estés en su presencia, te traspasan y te conmueven.
Andando los años, manteniéndose firme en sus convicciones, poco a poco, apenas sin darnos cuenta, este hombre inteligente se ha convertido en un hombre sabio. Si al principio sus acciones eran regidas por su finísima inteligencia, más tarde eran dictadas por su enorme corazón.
Era tanta su entrega y tan grande su capacidad, que todo lo que emprendía lo hacía de manera superlativa. Y no es extraño que su amor, y no olvidemos que amor es respeto, abarcaba, no solo la devoción que sentía por su esposa doña Julia, o el cariño por sus hijos: Manuel, Joaquín, Julia, Juan Pablo. Y por su fiel escudero Feliciano, sino que además lo extendía a su profesión, a sus compañeros de Leyes, y de la Academia de Historia y Arte de San Quince, y sobre todo a los pueblos y villas de su amadísima Comunidad.
Uno se intimida y piensa que un hombre de letras, versado en leyes, y de estudios profundos, tiene que ser necesariamente grave y solemne.
En nuestro caso nada más lejos de la realidad. El contacto con don Manuel, tan cercano y de tan fina ironía, resultaba estimulante y divertido. Para mí esos instantes eran mágicos e irrepetibles.
Este hombre universal aprendió muy bien lo que decían las primeras páginas del libro de su vida: saber vivir.
Por eso ahora, al morir casi sin hacer ruido. Como dice su hijo Joaquín, casi pidiendo perdón por las molestias. Nos ha dicho mucho. Sin decir nada.
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