jueves, noviembre 10, 2005

La supuesta hegemonía castellana (Los pueblos de España Anselmo Carretero y Jiménez)




Dicen las historias oficiales al uso que con la unión de las coronas castellana y leonesa se establece la hegemonía de Castilla, primero en todos los países de estos reinos y después sobre España entera; y que a partir de entonces Castilla impone sus normas y sus ideas y, bajo su enérgica dirección, comienza a forjarse «a la castellana>, la unidad española. La verdad es, a nuestro juicio, todo lo contrario: con la última unión de las coronas comienza la declinación definitiva de todo lo verdaderamente castellano. Una exposición detallada de lo que realmente fueron las tres uniones de las coronas de León y de Castilla - imposible en este lugar- pondría de manifiesto que, lejos de castellanizar a León, como generalmente se acepta, leonesizaron a Castilla.

La tercera unión de las coronas de León y de Castilla se efectúa en la cabeza de un leonés, Fernando III, nacido en plena tierra leonesa, criado en Galicia y educado en Ia corte de León como heredero de la corona leonesa, quiera por un azar de la historia, la muerte sin hijos de su pariente el rey de Castilla, hereda la corona castellana antes de subir al trono leonés. Su proclamación como rey de Castilla tropezó con fuerte oposición por parte de los concejos castellanos. No obstante las dificultades iniciales, consigue afianzarse en el trono de Castilla, en el cual y desde los comienzos de su reinado trata de destruir las instituciones más auténticamente castellanas. A la muerte de su padre y contra la voluntad de éste, se ciñe la corona de León con el apoyo del alto clero que, juntamente con la aristocracia, le ayuda a continuar la política tradicional leonesa. El momento es propicio para ello, porque el rey cuenta con la fuerte ayuda de la nobleza y la Iglesia mientras la fuerza militar y política de los concejos comuneros entra en decadencia cuando, después de la batalla de las Navas de Tolosa, el moro enemigo camina hacia el ocaso y la corona ya no requiere tan perentoriamente como antes el auxilio de las milicias concejales.

Todas las conquistas que posteriormente haga la monarquía de las coronas unidas - con el nombre de Castilla por delante- serán en beneficio del rey, los nobles - la mayoría no castellanos- y la Iglesia; estos territorios serán gobernados a la manera de la monarquía neogótica y en ellos regirá el Fuero Juzgo como ley general del país. Las comunidades de villa y tierra, los concejos comuneros y las milicias concejales van perdiendo incesantemente terreno ante el poder creciente del trono, la Iglesia y la aristocracia cortesana. El patrimonio comunero es objeto de continuas depredaciones por parte de la corona y sus aliados. La monarquía, encabezada primero por los herederos del Imperio visigodo, después por los Habsburgos, de estirpe austriaca, y últimamente por los Borbones, de origen francés, se impone cada día de manera más absoluta, juntamente con las oligarquías que la apoyan y a su lado medran. Apartadas en su rincón de la Península, las antiguas repúblicas vascongadas - hermanas y aliadas de las viejas comunidades castellanas -, de economía entonces atrasada, menos vulnerables y más vigorosamente defendidas, sobreviven, decayendo, hasta el siglo XIX, cuando el centralismo jacobino-napoleónico en boga suprime sus autonomías a la vez que malbarata los todavía cuantiosos bienes comuneros de Castilla.

A la vista de todos estos hechos, que demuestran el descaecimiento hasta la extinción de todos los rasgos característicos de la nacionalidad castellana ante el predominio de la tradición imperial de la monarquía leonesa, no es posible afirmar racionalmente que a partir de 1230 Castilla consolida para siempre su supremacía en España.

Castilla tuvo en la historia de España un papel singular, y en ella destacó por su propia personalidad durante los tres siglos que aproximadamente transcurren desde sus comienzos como estado vasco-castellano independiente de la monarquía neogótica, que se enfrenta simultáneamente al moro y a los reyes leoneses y navarros, hasta la tercera unión de las coronas de León y de Castilla, principio manifiesto del ocaso castellano. Castilla nunca ejerció en España hegemonía alguna, ni en la Edad Media - que en general fue época de preponderancia leonesa - ni después; ni menos en los tiempos recientes en que su participación en la dirección del estado español ha sido menor que la de otras regiones peninsulares. Y en lo que a predominio cultural se refiere, basta reparar en que - si no consideramos castellana a Madrid, por su personalidad singular en el conjunto español- ni siquiera ha habido durante mucho tiempo una universidad verdaderamente castellana, aunque dos leonesas, las de Salamanca y Valladolid han hablado frecuentemente en nombre de Castilla.

La única creación castellana que se extiende y perdura es su lengua, pero aquí conviene puntualizar:
a) que si bien obra de Castilla, no lo es exclusivamente de ella, pues hemos visto que el idioma llamado castellano se desarrolló a la vez en el País Vasco, en Navarra y en Aragón;
b) que su propagación por los países vecinos, más que a imposición forzosa de Castilla se debió a sus cualidades intrínsecas y al peso del conjunto de pueblos que hemos llamado vasco-castellanos;
c) que a los países de lengua catalana, a Galicia y a ultramar no lo llevó Castilla sino una monarquía imperial, de la que Castilla era parte minoritaria, que la impuso como lengua oficial del estado.

La fisonomía de Castilla comienza a desdibujarse con la unión definitiva de su corona con la de León. Su personalidad nacional decae sin interrupción desde entonces y se hunde con mayor rapidez a partir del derrotado alzamiento contra el emperador Carlos V, impropiamente llamado guerra de las Comunidades de Castilla», y la implantación del absolutismo real. Su figura histórica y su personalidad han sido ocultadas en un sutil proceso que ha consistido en dejar el nombre de Castilla - de tradicional prestigio popular- como título único de las coronas unidas, retirando poco a poco el de León, pero manteniendo como esencias de la monarquía las fundamentales de la neogótica. Y así se ha borrado la personalidad castellana hasta el punto que los nombres de León y Castilla, que significaron en la historia de España diferentes concepciones tradicionales, representan hoy, para la mayoría de los españoles, una sola y misma cosa. De esta manera se ha intentado presentar a la monarquía imperial y a las oligarquías a ella asociadas como continuadores de la tradición nacional del país, para lo que resultaba un obstáculo el recuerdo de la vieja Castilla comunera y foral; y con el objeto de borrarlo se ha tratado de deformar la historia y de inventar una falsa tradición: la de la hegemonía castellana en el conjunto de estados y países de las coronas unidas; lo que lleva implícito que la monarquía española es continuadora de la tradición política del pueblo castellano, y que esta tradición sienta las bases de un estado autoritario, centralista, teocrático y militar. Este esquema daba también por triste resultado que toda oposición al unitarismo imperial y todo empeño democrático tenían que asumir en España una actitud anticastellana, puesto que Castilla resultaba la gran responsable de los entuertos y males padecidos por todas las Españas. A este confuso panorama histórico han contribuido además causas objetivas y desafortunados azares, como el hecho de que, primero en la titulación de los monarcas de León y de Castilla y después en la de los reyes de España, el nombre castellano encabezara una larga retahíla que generalmente se reducía al título de rey de Castilla, en el primer caso, y de Castilla y Aragón -a veces también simplemente Castilla -, en el segundo.

De esta manera, confundidos y revueltos los vocablos y sus significados, el nombre de Castilla se extiende por todo el orbe; y a medida que se pronuncia más y más, la verdadera Castilla influye menos y menos en la monarquía que lo utiliza. A Castilla se achacan todos los entuertos de la corona española - a los que España no siempre es ajena -; y también se le atribuyen hazañas y glorias que no le corresponden. Así se ensalza el esfuerzo militar de Castilla en las luchas de la Reconquista, olvidando que con frecuencia la carga principal de la batalla contra el moro recayó en los ejércitos del reino de León. Se olvida que la fundación de la Universidad de Salamanca es obra de uno de los reyes más leoneses de la historia. Este mismo rey, Alfonso IX de León, convocó las primeras Cortes de España - y aun de Europa -, que no fueron castellanas, como generalmente se dice, sino leonesas. Se alaba o denigra a los exploradores, grandes capitanes, conquistadores o colonizadores castellanos, así sean andaluces - como Gonzalo Fernández de Córdoba o Álvar Núñez Cabeza de Vaca -, extremeños - como Cortés y los Pizarro- o leoneses - como Diego de Ordás, Juan Ponce de León o Francisco Vázquez de Coronado -. Se censura a los gobernantes castellanos, aunque se trate de un andaluz de estirpe leonesa criado en Italia - como el conde-duque de Olivares - o de un extremeño - como Godoy -. En una monografía histórica vallisoletana se llega a escribir que Pedro Ansúrez, el famoso magnate de la corte de Alfonso VI de León y cabeza del partido leonés en las enconadas luchas de aquellos días entre leoneses y castellanos, fue un conde de Castilla.

(Anselmo Carretero y Jiménez. Los Pueblos de España. Editorial Hacer. Colección Federalismo. Barcelona 1992. Páginas160-168)

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