martes, septiembre 27, 2005
Manifestaciones evidentes e inconvenientes (RES)
Manifestaciones evidentes e inconvenientes
Un hombre debe permanecer fiel a sí mismo
y a su tradición o se convertirá moralmente en eunuco
y aborrecedor encubierto de toda la humanidad
(George Santayana. Mi anfitrión el mundo.)
Con motivo del 25 aniversario de la asociación cultural Comunidad Castellana (1977) y unos pocos menos, casi veinte años (1983) de aprobación de los estatutos de las diversas autonomías en que quedaron divididas con criterios tecnocráticos las tierras castellanas (Burgos, Soria, Segovia y Ávila en Castilla y León, Guadalajara y Cuenca en Castilla –La Mancha y las comunidades uniprovinciales de Madrid, Cantabria y La Rioja) son numerosas las constataciones acerca del nulo sentimiento de colectividad y pertenencia estimulados por tales engendros, sobre todo en las dos primeras y más grandes de las inventadas autonomías.
Colmados los presupuestos mentales de los políticos de entonces y también de ahora con un pensamiento moderno rígidamente funcional y esclerotizado, se echó mano de una miserable reducción de lo político a la pericia técnica y a la eficacia de la gestión económica, acaso eco de la vieja salmodia: reducir el gobierno de los hombres a la administración de las cosas; el crecimiento económico, cada día más problemático y peligroso convertido en la finalidad última de la acción colectiva. Reducción en suma del animal político del zoon politikon de Platón al homo economicus. Las antedichas autonomías engendradas resultaron mucho más que una restitución, para usar el lenguaje de la tercera vía (de A. Gidens), una nueva versión de la República sin ciudadanos donde ya no hay instancias intermedias entre una sociedad civil atomizada y el estado gestor.
El leit motiv de la nueva construcción política autonómica era la creencia optimista y angelical que transfiriendo a las autonomías las competencias del poder central o soberanía política, disminuiría automáticamente el centralismo. Naturalmente que como correlato de tal transferencia de soberanía política y desaparecidas en Castilla tras una secular eliminación de costumbres, fueros, hábitos de autogobierno y de libertades municipales y laborales, no existía el correlato de una verdadera soberanía social que templara la soberanía política. Tal función se redujo a esas máquinas de poder que son los modernos partidos políticos, cuyo interés real al margen del obligado marketing publicitario es mucho más ampliar su poder e influencia que no coinciden precisamente con la ampliación de la soberanía social de las autonomías de base (municipios, asociaciones,, mutualidades, corporaciones, familias). De esta forma surgió un nuevo centralismo en principio más molesto al ser bastante más cercano que el anterior. Las autonomías, como alevines de estado que son, en absoluto han restaurado viejas pertenencias familiares, locales, concejiles, corporativas o religiosas, ningún atisbo de fomentar la mutua confianza al margen de las regulaciones, sencillamente han sometido al ciudadano a las mismas coacciones impersonales, exigentes, abstractas y homogéneas que las del estado central, más molestas si cabe por la cercanía. Algo sabemos hoy día del espectacular incremento de la burocracia, de las acumulaciones de poder y dinero en las capitales autonómicas. Mucho más que en otras autonomías esos puzzles denominados Castilla y León y Castilla-La Mancha extraños maridajes de churras con merinas, han procurado estimular los viejos objetivos del liberalismo, coincidentes en muchos aspectos con los del marxismo: individualismo igualitario, desencantamiento del mundo, universalización, glorificación del sistema productivo, y erradicación de identidades colectivas (no existen al parecer leoneses, ni bercianos, ni manchegos, ni murcianos en la grillera de las modernas autonomías del centro, a todos se les subsume con el impreciso y vago apelativo de castellanos) ni culturas tradicionales diferenciadas, ni historias de particulares singularidades. La disolución de los lazos sociales tradicionales, convenientemente machacados entre castellanos, leoneses y manchegos ha dejado un vacío tal que tiene que ser paliada con el nuevo poder autonómico, que de momento hereda la abstracta y frágil identidad española; justamente el Informe Mundial sobre la Cultura editado por la Unesco en el 2000 viene a corroborar que nacionalismo español es el penúltimo de los países encuestados, probablemente menos porque el español sea cosmopolita y abierto que por ser más bien ácrata e indiferente al bien común y los esfuerzos que ello conlleva, lo que de alguna manera no deja de ser una decepción para tanto micronacionalista enfervorizado cuyo enemigo, o mejor su fantasma, es un españolismo terriblemente nacionalista. Así vemos como a falta de lazos sociales tradicionales Bono proclama abiertamente que pretende de Castilla- La Mancha una autonomía de servicios, es decir de ciudadanos asistidos muy en la línea del actual socialismo descafeinado. En Castilla y León las fuerzas vivas de las finanzas huyen con espanto de cualquier diferenciación regional y proclaman orgullosas su uniformidad y homogeneidad abstracta y lejana denominando a una de las principales entidades financieras de la región Caja España.
En realidad tal homogeneidad es un proceso a escala mundial que consiste en reducir los últimos recovecos de singularidad y autonomía de los seres humanos, hacer saltar los últimos cerrojos de creencia, tradición, patria, lengua, probidad moral, sabiduría, sexo, casta, etnia y no permitir más que la mera pertenencia a especie humana; quedando reducida esta última a una fina y abstracta polvareda de átomos intercambiables, colocados en el tablero social en función de su competencia, que no de su sabiduría, y recompensado en consecuencia, es decir proporcionalmente a su valor de mercado, con bienes de consumo producidos con profusión en una sociedad tranquilizada y dedicada exclusivamente a la explotación supuestamente racional del planeta, naturalmente que ni siquiera está prevista este secuencia para todos los átomos sociales, probablemente el avance de la técnica cada vez precise menos átomos, ni para toda la duración su existencia terrenal. He ahí el programa que se nos presenta como panacea universal. Sería cándido intentar encontrar discrepancias de fondo a esta partitura en conservadores, socialistas, nacionalistas o tercera vía, la melodía es unánime, a lo sumo ocasionales estribillos diferentes, este es el programa de organización del mundo por otro nombre conocido como mundialismo o globalización. Acorde con tal programa se va perfilando en el ámbito occidental la liquidación de las viejas naciones europeas para diluirlas poco a poco en una primera providencia en un extraño bloque continental político y económico del que no se sabe muy bien ni el origen ni la legitimidad de sus autoridades, sin contar para nada con los pueblos que sufren estas novedades; muy al contrario sus dirigentes, sobre todo en nuestro país, al socaire del progreso y la modernidad europeas se han entregado con entusiasmo y sin reservas a destrozar, entre otros, lo que antaño constituía uno de los símbolos irrenunciables del poder estatal, como era la moneda, que hasta hace no mucho tiempo recordaban en su cuño el origen divino de monarquía. Todo ello aderezado con alegaciones de que tal proceder es una muestra de cultura y progreso. Arrumbadas cuales Romas escépticas y decadentes ya poca o ninguna adhesión pueden suscitar, a lo sumo coartadas temporales de poder y ventajas, de dudosa estabilidad para el futuro, como cualquier espectador medianamente imparcial puede apreciar.
Pese a los cuantiosos recursos vertidos en educación, reduciendo y sesgando convenientemente la supuesta historia de las autonomías, cada encuesta acerca de la asunción de una identidad autonómica refrenda un fracaso, al parecer el rompecabezas autonómico no acaba de convencer a los vecinos de Miranda de Ebro que son leoneses, ni a los de Atienza que son manchegos. Insistiendo a favor de una ausencia de pasado, de historia y de diferencias en provecho de una razón meramente instrumental se va consiguiendo la civilización más vacía de lo que hasta el presente se había conseguido. Una atmósfera de pobre hedonismo, un estrecho individualismo narcisista de lo “para si”, mientras las antiguas mediaciones sociales, políticas, culturales y religiosas se hacen cada vez más inciertas, tibias y borrosas. La gente de a pie, en una situación cada vez más incierta, manifiesta cada vez más indiferencia o indignación, según las ocasiones, hacia clase política y gestora de la que ya no comparte ni siquiera el lenguaje, tanto más notoria en las autonomías que nos ocupan cuanto que hasta los partidos políticos preponderantes sin traza autóctona alguna son meros sucursalismos de intereses más poderosos.
Ninguna de las organizaciones que propiciaron la creación y posterior dirección política y administrativa de los entes autonómicos en que quedó dispersa Castilla han ido más allá de comportarse como máquinas de ganar votos y elecciones, con programas gemelos, con análogas ínfulas reformistas e impotencia real ante problemas tales como el envejecimiento, la desertización rural, la superpoblación urbana, el reparto de trabajo, el terrorismo, las sacudidas de la especulación financiera, el deterioro ecológico, la restauración del foralismo y la democratización popular, la inmigración o las rentas de subsistencia; idénticos callejones sin salida entre la economía y la moral, entre rentas apetecibles y cháchara moralizante, similares preponderancias de grupos de presión, nepotismo, clientelismo e intereses creados. Derechas e izquierdas, centralistas o nacionalistas todo converge en el pensamiento único. Todos apuestan por un una reducción del castellano a un tipo humano que sea mero cliente-consumidor, espectador-receptor pasivo del espectáculo de los media, detentador homogéneo y estándar de unos derechos humanos universales proclamados por la burguesía occidental, abstracto ciudadano sin singularidades resaltables, vulgarmente utilitario, alejado de la historia y de sus orígenes, convenientemente inculto, frío, si fuera posible competitivo con a lo sumo un toque de humanitarismo superficial y propenso al sacrificio de lo real por lo virtual, aislado, circunstancial votante partidos turnantes, desafiliado y desinstitucionalizado, amén de tolerante con la corrupción y el caciquismo. En suma el elemento ideal de la república atomizada y sin ciudadanos, el dócil sujeto de la omnipresente burocracia del estado gestor y sus supuestas bondades - cualquiera que sea el radio de sus competencias centrales o autonómicas -, el perfecto súbdito del mercantilismo capitalista mundial.
Cuesta creer en el imperfecto producto en que la evolución en que se ha convertido al castellano medio actual, limitado al disfrute de pequeñas satisfacciones, al deseo de tranquilidad doméstica, a sus cuatro horas diarias de televisión basura, en buena parte ocupado por el deporte de competición como espectáculo de masas; tanto más chocante cuanto que sus antepasados fueron hombres de servicio, de sacrificio y de riesgo mortal. Así de la fama de bravura y arrojo las milicias concejiles de Ávila, de su firma valerosa en batallas de recuerdo glorioso, como las Navas de Tolosa, ¿queda en sus descendientes algo más que un domeñado espíritu de rebaño, anhelante del calor del establo, que respeta con temor y temblor la tiranía dulce de sus actuales amos y pastores a los que refrenda reverente en las consultas reglamentarias?.
La moderna organización social y política prefiere sin lugar a dudas castellanos sin raíces, sin sentido y sin valores compartidos, adeptos a mundos virtuales irreales, a representaciones y publicidades mediáticas mágicas y machaconas, a espectáculos de masas, a drogas químicas o mentales, ciudadanos asistidos, si es posible, pero no responsables, erradicados de cualquier arraigo tradicional, en suma quiere el “finis Castellae”.
La prédica del sermón del respeto al otro es constante, pero más firme aún es la soterrada pero omnipresente creencia de que la tranquilidad social solo es posible al precio de erradicar diferencias, mucho más notorio aún en pequeñas colectividades, cosa por otra parte lógica por la falta, imposible por otra parte en una sociedad laica, de un verdadero polo espiritual que pueda unificar las diferencias, a no confundir con las meras adscripciones religiosas individuales modernas.
Desde el punto de vista social e histórico no existe esa entelequia abstracta que es el hombre en si; cualquiera de las tradiciones sagradas de la humanidad ha enseñado que solo quien ha alcanzado la liberación final, la iluminación absoluta, la deificación o teosis, que los términos son muchos para la meta última, están libres de condicionamientos de cualquier tipo y clase que sea; todos los demás hombres necesitan referencias y pertenencias varias: a una ciudad, a un pueblo, a una familia, a una tradición, a una civilización, a un gremio, a un estamento, a una etnia que le suministren en definitiva un modelo para la realización y cultivo de su personalidad; parafraseando un sutra budista se puede decir: la forma es la libertad. Pero ironías del destino cuando la libertad a este respecto es mayor que nunca, se pretende liberar al hombre de toda pertenencia. Pese a tal la pertenencia humana está condicionada a una historia y a una pertenencia cultural determinada, la humanidad se quiera o no ha comportado hasta el presente pertenencias plurales y diversas; Castilla es una variedad más de la historia y naturaleza con vínculos singulares y específicos que la modernidad ha tratado de anular, desde el estado central al vice-estado autonómico y más recientemente algunos grupos e intereses que tratan de uniformizarla con León y con La Mancha cuando no con Asturias, Granada y Badajoz. Lejos de la actual organización autonómica paraestatal la sociedad castellana fue históricamente un entramado complejo de cuerpos intermedios –merindades, behetrías, comunidades de villa y tierra, concejos, hermandades, cofradías, comarcas, mancomunidades-, que ha sido progresivamente liquidado desde la Edad media hasta nuestros días en el transcurso sucesivo de diversas dinastías: en primer lugar la monarquía leonesa hispanogoda, puesto que uno de los factores que jugó en contra de la pervivencia de las instituciones originales de Castilla fue la unión dinástica de coronas de Castilla y León, que lejos de castellanizar León como se piensa habitualmente, leonesizaron Castilla, siendo el historiador Don Ramón Menéndez Pidal el primero que utilizó este verbo al hablar de la leonesización de Fernando III, aunque en realidad en casi todas las uniones de coronas se trató de reyes leoneses que por azares de la historia juntaron la corona de León y de Castilla en una misma cabeza; seguidos de Habsburgos, Borbones, régimen liberal decimonónico y régimen autonómico vigésimo, cada una puso su granito para liquidar un poco más Castilla, con el fin de construir según nos dicen una España más grande y uniforme aunque más pobre en cuanto destructora de diversidades de vida social y vínculos de pertenencia, finalidad por otra parte que a la vista de las zozobras actuales no está tan claro que se haya sido una meta tan perenne como se pretende hacer creer. De esta manera Austrias y Borbones, Carlos, Felipes y Fernandos, los Carolus Philipus y Ferdinandus de las inscripciones latinas, que no son castellanos, ni siquiera de linaje español, traen y llevan para bueno y para malo, el nombre de Castilla por todo el Orbe, mientras la verdadera Castilla es menos y menos en la monarquía que utiliza su nombre. Como dijo muy bien el catalán Bosch Gimpera, nada proclive a partidismos castellanistas, “Castilla queda ofuscada y, en adelante, aunque siga hablándose de Castilla y esta con el tiempo se convierta de nombre en el país hegemónico, se trata de una Castilla que continúa la herencia leonesa. Así como se ha dicho que la cabeza, corazón y nervio de la unidad de nación alemana fue Prusia, se podría afirmar que la idea de la unificación de España a pesar de los pesares y aunque desbarate viejas imaginerías patrióticas es una idea herededa de León no de la vieja Castilla, los leoneses jugaron el papel de iniciales prusianos en la península.
Unas pertenencias múltiples tradicionales y un modelo singular de lazos eran el verdadero contenido de la vida castellana, diferentes de los vínculos e historia de los vecinos leoneses para no ir más lejos; anuladas por sucesivos eventos históricos que algunos califican precipitadamente de progreso no queda sino un empobrecimiento o desaparición de lo castellano como individuo y como colectividad, pues la identidad individual, al margen de las modernas elucubraciones abstractas, solo se puede caracterizar por una pertenencia colectiva. Es el retorno a esas comunidades, a esos lazos de cooperación y federación, a las agrupaciones de dimensiones humanas en lo que verdaderamente debe consistir la restauración de Castilla, o mejor dicho de las Castillas puesto que cada comarca castellana tiene su personalidad singular, cada una en su castellanía es diferente de las demás; lo que tiene bastante poco que ver con la división administrativa en paraestados autonómicos, gobernados por potentes maquinarias de partidos, burocracias clónicas de las centrales, con capitales y concentración de poder. Reconocer en suma sin vergüenzas autoculpabilizadores pequeñas patrias; desechar el viejo lema de no tener patria como pretende un cierto internacionalismo herrumbroso y añejo que aún pondera el mito de no tener patria y ser un mero componente de la “Societas Universalis” como sumun del progreso, y que es una de las metas del moderno mundialismo, visto con simpatía no confesada por los detentadores de los diversos emporios del poder.
El propósito de restauración de esa federación de comunidades que fue Castilla da por supuesto que la libertad de la colectividad castellana es compatible con la soberanía compartida y que lo político no se reduce al Estado, muy por el contrario presupone que lo público es un tejido de grupos intermedios: familias, asociaciones, colectividades locales, regionales, nacionales y supranacionales y lo político debe precisamente apoyarse en ellas y no anularlas en nombre de abstractos universalismos económicos y morales. Así es primordial resistirse a una reducción de la riqueza de la vida social mediante esa uniformización e indiferenciación - unas veces patrocinada por el poder central, otras por el poder autonómico y otras incluso por los que se autotitulan nacionalistas castellanos, que pretende hacer lo mismo de castellanos, leoneses, bercianos, manchegos y murcianos con el pretexto de una lengua común, de la homogeneidad empobrecedora y trivial de las costumbres modernas y de la ignorancia de la historia y diferentes tradiciones de dichos pueblos. Se considera esencial recordar que es en las comunidades locales y próximas, en donde es posible una auténtica democracia participativa y responsable y no meramente electiva, siempre preferible al gigantismo de organizaciones estatales o incluso cuasi-estatales, que al final pueden reproducir las mismas o mayores acumulaciones de poder que el propio Estado, como nos muestra el ejemplo de esas recientes capitales autonómicas y cúspides de poder que son la leonesa Valladolid o la imperial Toledo.
La pérdida acelerada del sentido de Tradición en el mundo occidental - con T mayúscula y a no confundir con tradiciones - ha desembocado en una unidimensionalidad, por emplear un lenguaje de los años sesenta, sencillamente pavorosa; el sentido del estado humano perdidas las viejas referencias religiosas y metafísicas, encuentra un mal sucedáneo en el estado nacional, demasiadas encuestas confirman que la pertenencia nacional es todavía un factor no desdeñable de identificación; la modernidad degrada de esta manera la filiación divina a camaradería, el lenguaje sagrado a altoalemán, francés o batúa,, la liberación a código civil, el paraíso a colección más o menos extensa de departamentos o provincias, la sabiduría crística o búdica a la espantable dialéctica del estado como realización del espíritu absoluto, la luz tabórica o la iluminación a la química, la excelencia espiritual a genes. No es difícil encontrar hoy día sujetos que anteponen a todo su nacionalidad, por encima incluso de la vida y la muerte, tal es el grado de nulidad y bajeza espiritual alcanzada en la modernidad, culpable de ese crimen mayor del siglo XX: “la deificación del Estado”; tan demente y descerebrado que alguna de las variantes locales del nacionalismo exclusivista enfebrecido por la estatitis ha sido recientemente bautizada con el adjetivo de aberzotismo. Recuperar diferentes espacios públicos de base para el ciudadano es esencial para que tenga sentido una democracia participativa que no esté totalmente a merced de las poderosas maquinarias de los partidos estatales. Se precisa por tanto una desestatalización de la política que en modo alguno han realizado las autonomías, mucho más alevines de estado que no cuerpo de base intermedio y en algunos casos francamente deseosas de heredar y suplir al estado preexistente con ardor nacionalista de neófito. Además que carente de soporte tradicional metafísico de síntesis el estado moderno es incapaz de unificar lo disperso, a lo sumo un pacto momentáneo basado en un recuento formal de mayorías aritméticas, que pueden hacer perfectamente falso mañana lo que hoy se considera soberanía absoluta del pueblo; ilusorios patriotismos constitucionales basados en un compromiso formal que pronto será de nuestros abuelos o bisabuelos, en una época en que a punto de desaparecer la familia, poca idea se tiene ya de la paternidad y menos de abuelidad.
Castilla lejos de fusiones indiferenciadas con León o con el Reino de Toledo debe mantener y legar al menos tantas diferencias como heredó de la historia. No es deseable ni históricamente se realizó nunca una Castilla-estado unificada al estilo moderno, cuya pertenencia implicara anulación de diferencias o inscripciones colectivas heredadas de la historia; si alguna cúspide tiene que tener Castilla debería ser resultado del pacto, una federación – de phoedus, pacto- de cuerpos intermedios con la pluralidad de decisiones e incertidumbres que conlleva, no de un decreto legal de fronteras ni de un uniformismo reductor por un lado y abusivamente extensivo por otro de lo castellano; aun recordamos cierto libro escrito allá por 1978 ( “El nacionalismo: última oportunidad histórica de Castilla” de Juan Pablo Mañueco.Guadalajara, Prialsa 1980) recopilación de artículos en que la miopía intelectual y la ignorancia histórica del autor no llegaba a atisbar otro fundamento para un nacionalismo castellano – última oportunidad según él para salvar Castilla- que la extensión cuantitativa de lo que erróneamente denominaba Castilla, en la que incluía al País Leonés a al Reino de Toledo, lo mismo que hubiera podido incluir la Patagonia, El Chaco o las islas Galápagos; nacionalismo, sin duda como todo nacionalismo, más propenso a la confrontación e incluso a la agresión que no a la cooperación, con la consiguiente reducción de las posibilidades de comprensión y colaboración, y siempre en guardia contra desigualdades, injusticias y asimetrías, desgraciadamente ciertas, favorecedoras de unas nacionalidades y regiones a costa de otras. En esta óptica de nacionalismo chato cántabros y riojanos, históricamente castellanos, nunca querrán pactar con los actuales conglomerados duero-vallisoletano, o tajo-toledanos- pacto que en realidad las leyes actuales no contemplan, tan solo la sujeción a la ley- . Castilla debe tener dignidad propia y no derivada ni del estado central ni de los conglomerados autonómicos en que quedó dispersa Castilla; la recuperación de la Castilla foral no se hará por la mera descentralización sino por la restitución de los cuerpos intermedios, con aplicación íntegra del principio de subsidiaridad en todos los escalones intermedios y la delegación exclusiva de los poderes que escapan a su competencia a las instancias superiores, entre ellas el Estado; una desestatalización de la política que se traduce en suma en una cuidadosa distinción entre poder social y poder político; una sociedad para los socios y no una anulación de los socios a favor de un poder en la cúspide, por otro nombre la societas sin socii. La primera premisa para la desestatalización es disminuir el dinero administrado por el Estado y sucedáneos autonómicos en la lejanía del ciudadano, actualmente en España el reparto para los recursos de la gestión pública son un 40% para el Estado, un 40% para las comunidades autónomas y entre un magro 12 a 15% para los ayuntamientos, que no se corresponde con los problemas de gestión de transporte, urbanismo, servicios públicos de asistencia, seguridad y otros. Solo como indicativo en la Confederación Helvética el 80% de los impuestos son para los cantones y las comunas y el 20% restante para la Confederación. En cualquier caso ya se empieza a reconocer sin ambages que el principal obstáculo para la descentralización municipal en España es hoy día no es el centralismo estatal sino el centralismo autonómico (El Mundo 29 de enero 2002).
Castilla, nos recordaba Luis Carretero Nieva, no fue nunca una unidad al estilo moderno, fue una federación de diversas Castillas cada una peculiar en sus diversos niveles en que se desarrollaba la vida pública: behetría, tierra, villa, cofradía, hermandad, reino, difícil de concebir con las abstractas categorías políticas modernas. De ninguna manera sería concebible para entender Castilla la reducción a estado unitario como categoría política primordial, que hoy pretenden algunos pequeños grupos políticos con pretensiones nacionalistas, izquierdistas e incluso independentistas, según variantes, repletos del uniformismo escrofuloso, empobrecedor y miserable de tales postulados, que acentúan entre otros valores exclusivamente cuantitativos el valor de la pura extensión territorial, incluyendo con arbitrariedad zonas que nunca fueron históricamente Castilla, y que copiando la cháchara nacionalista de otros pagos pretenden hacer pasar por tal en virtud de la lengua que hablan. Reducción y engaño debido en la mayor parte de los casos a ignorancia pura simple, aunque no falta en otros tampoco el escondido delirio de una masa de maniobra potencial que acaso votara algún día con frenesí nacionalista al partidillo que encabezan. Aunque la tenacidad obtusa con que propagan tales cuentos, en medios no precisamente gratuitos, hace pensar si no habrá por detrás ayudas y finanzas institucionales que traten de apuntalar la baja autoestima del castellano medio. Tampoco hay que pensar que las anteriores situaciones sean mutuamente excluyentes y exhaustivas, bien pudiera darse el caso de que se combinase a la vez la ignorancia, la búsqueda de masas de maniobra y la mano extendida a subvenciones oficiales, en que se pueden dar las más sorprendentes situaciones de partidos centralistas con talante más bien conservador financiando en obscena complicidad a partidos autodenominados nacionalistas e incluso izquierdistas: ¡ todo sea por apuntalar lo inverosímil!.
La recuperación castellana debe desechar lejos de sí las ideas delirantes de afirmación de lo propio, el encierro en sí mismo y el espíritu de campanario, por no hablar del terrorismo y del crimen. Frente a la idea de exclusivista e idolátrica de nación con su estado correspondiente, su desagradable y poco simpática jerarquía y su correspondiente ciudadanía transparente, elemental y obediente, se pretende una Castilla como federación de cuerpos intermedios y a su vez cuerpo intermedio de una España, que sea a su vez cuerpo intermedio de una Europa, no de naciones, sino de federaciones de cuerpos intermedios y vínculos múltiples. Claro está que jamás habrá una federación europea, es decir una federación hacia fuera, mientras no halla una federación hacia dentro, dentro de cada estado europeo, y hoy por hoy no parece que esa sea precisamente la tendencia, vemos surgir con fuerza de sarpullido malsano los más agresivos y excluyentes nacionalismos que aspiran a constituirse en ruritanias fieramente independientes, a veces torpemente arropados con votos y juramentos europeístas, con actitudes increíblemente aldeanas que afirman ser más capaces de fraternidad y coyunda con pueblos lejanos a muchas millas, que no con el vecino de al lado. Sin un pacto claro acerca de las competencias específicas de los diversos niveles de la vida pública, y empezando de abajo arriba y no derivados de graciosas concesiones de arriba, será imposible ningún tipo de federación; la inveterada tendencia a ampliar el poder del estado y sus sucedáneos –autonomías paraestatales- llevará fatalmente a confrontaciones y disensos. Parece difícil de entender en muchos medios políticos nacionalistas que hay algunos asuntos tales como diplomacia, ejército, normas jurídicas, medio ambiente, grandes decisiones de inversión, investigación y nuevas tecnologías son necesariamente de un nivel estatal federado amplio o posiblemente continental. Mientras centralismos y nacionalismos agresivos estén a la greña, la federación será una música celestial ampliamente detestada por tirios y troyanos, porque desgraciadamente la causa más profunda de la unión entre los pueblos no es fácil que impregne el ámbito del discurso racional; el interés y comercio no son en el fondo sino confrontaciones que jamás llevarán a la paz. En tanto se obvien estas elementales verdades lo más que se conseguirá es una Europa burocrática y tecnocrática que en absoluto va a prevenir de un retorno de conflictos e incluso de guerras.
El rebrote de nacionalismos y micronacionalismos virulentos en diversas fases de incubación en muchos pueblos europeos y su difícil convivencia y encaje dentro de los moldes del estado nación de moderna factura democrática, hace pensar que acaso haya pasado ya la oportunidad histórica y el tiempo de estos; claro que menos juego dará aún una federación continental europea diseñada por altos ejecutivos, poderosos financieros y diplomáticos con caché, el phoedus o pacto puramente pragmático, comercial, genéricamente humano, horizontal y convencional: autopistas muchas y destinos pocos, euros devaluados, banco central de desconocida legitimidad democrática, política monetaria a cargo de no se sabe quien, bolsas de valores - ficticios en su mayor parte-, supresiones aduaneras a favor de aduana única para un conjunto sin rostro, amagos de eurodemocracia y europartitocracia, boletines oficiales de directivas tiranas, proyectos Leader de caprichoso favor, subvenciones a la desaparición de aparatos productivos, asalariados que no artistas de trabajo y vida, educaciones tecnocráticas con su Erasmus incluido, lenguas varias y ninguna verdad esencial y superior que enunciar, y mercachiflerías diversas; esto sería en definitiva llevar el mismo juego del estado nacional a un nivel puramente cuantitativo más amplio y extenso pero a la postre un intento fútil y destinado en no mucho tiempo a idénticas dificultades y fracasos, o probablemente mayores.
. Quien dice Europa burocrática y tecnocrática dice a otro nivel Castilla burocrática y tecnocrática. Cualquier visón actual de Castilla que se limite a una redefinición de límites geográficos, a una mera redistribución de funciones administrativas y de poder, con su capital de poder político, con reorganizaciones de partidos y estados mayores correspondientes, olvidándose cuidadosamente de legado originario tradicional de lo castellano: restitución del poder social al entorno popular, desde abajo, desde las comunidades, no desde artificiales entelequias autonómicas, sobre la base del esfuerzo de una responsabilidad individual exigente e irreductible al depósito de una papeleta en una urna cada cuatro o cinco años, será un juego de salón más o menos original pero sin ninguna relación con lo fue la manera específica de entender la convivencia social castellana. Una democracia que conserve un poco de autenticidad, en cuanto práctica de una expresión popular , probablemente el menos malo de los sistemas políticos como decía Winston Churchill, está necesariamente plena de dudas, incertidumbres y tensiones, no puede reducirse al régimen de partidos o a las formalidades representativas del estado de derecho liberal, a menos de sumergir todo en esa atmósfera de crisis progresivamente más irrespirable que se constata a diario: corrupción, prevaricación y cohecho cotidiano, intercambiabilidad de programas, preponderancia y prepotencia de lobbies, despolitización e irresponsabilidad generalizada del ciudadano, propaganda mendaz, hurto de la consulta al pueblo para grandes y pequeñas decisiones, descalificación de unos partidos convertidos definitivamente en máquinas para hacerse elegir, crímenes de estado y otros ect.. La democracia práctica y participativa solo será posible en la medida que surjan consejos a los niveles más básicos, en la medida en que prospere la colegiación de los órganos directivos, la rotación en los cargos y abandono del caudillismo populachero, del carisma de revista de peluquería, del divismo entre taurino y futbolero tan dentro de las vísceras y emociones populares por estos pagos latinos; y en la medida también en que se facilite esas prácticas de democracia semidirecta que son el referéndum y las iniciativas legislativas de una manera realmente accesible a todos los niveles, como todavía hoy puede contemplarse con admiración y una cierta envidia en comunas, cantones y Confederación Helvética (50.000 peticiones para un referéndum, 100.000 peticiones para una iniciativa legislativa en la Confederación). Compromisarios de elección popular que den fe del comportamiento político cínico o hipócrita - según el momento- de los elegidos, hasta el presente protegidos por un derecho político y constitucional que los hace soberanos e irresponsables de sus promesas. Sin olvidar el viejo y tradicional mandato imperativo, que restituya la soberanía del pueblo frente a la soberanía del representante; y tampoco que Castilla fue la patria de Fernando de Roa y de Alonso de Madrigal, obispo de Ávila, seguidores de la vieja doctrina escolástica del derecho de resistencia y del tiranicidio incluso, cuado el ejercicio del poder se aparta de los mandatos de la ética cristiana. Una reducción de la política a escala humana y no una subordinación a partidos, a estados o a poderes supranacionales; que sea el ciudadano, y no las organizaciones políticas intermedias, el que tenga la primera y la última palabra de las decisiones políticas y administrativas. En esto es lo que verdaderamente volvería a los castellanos coherentes y consecuentes con su pasado medieval concejil, no creando amagos de microestado con capitales y acumulaciones de poder político y económico o con partidos que propugnan una baratija nacionalista estándar y uniforme. Y además es este el único camino posible para embridar la omnipotencia del dinero, y para separar y delimitar la riqueza del poder político, la partitocracia estatal, independientemente de si el estado es grande o pequeño, acaba irremediable y fatalmente sometida al dinero, de manera que se ha podido decir a este respecto, con más razón de lo que a primera vista pudiera parecer, que el parlamento actual no es más que un espacio de simulación de debates entre las diversas facciones del partido único del capital.
Una restauración de consejos e instituciones en la línea de antigua tradición medieval castellana, obviamente con las particularidades de tiempo y de gentes que hoy día viven, así como una revitalización de la responsabilidad ciudadana por el bien público, que en principio es algo más arduo que la simple buena intención, podría ser una nueva manera de hacer frente a los diferentes problemas que en un futuro no muy lejano se van a plantear casi con fatalidad en campos tales como el trabajo, las finanzas, el urbanismo, la técnica, la ecología, la alimentación, etc. Reclamar un orden municipal, comunero y foral parece un atentado a la Real Politik de altos vuelos: liquidación de los recursos planetarios, alteración mundial del clima, mundialización de la especulación financiera y de la usura, descomunales monopolios y oligopolios como ejemplo de libre concurrencia capitalista que, eso si, solo buscan la libertad de elección del consumidor, circuitos grandiosos de economía negra, comercio de armas y droga, altos dividendos por encima de todo, contaminación, financiación de la desestabilización y el terrorismo internacional, crímenes de estado, robos, prevaricaciones y cohechos a gran escala, entronización de las internacionales de la opinión política y de los círculos transnacionales y opacos del poder mundial, sugestiones y mentiras mediáticas de ilimitada expansión y otros números circenses de alta calidad estética que convierten la reivindicación de la inmediatez local y comunera en sosa paletería de aburridos y retrógrados ciudadanos, adornados aún con el pelo de la dehesa, rémora intolerable a la mundialización total de la golfería, que poco o nada tiene que ver con la universalidad humana.
No conviene por tanto hacerse demasiadas ilusiones al respecto, la política moderna sea del partido que sea, nacionalista, centralista o regionalista, lo menos que desea es un orden en que le hombre tenga más reductos de libertad, de responsabilidad y de conciencia del que da un voto espaciado temporalmente por un quinquenio poco más o menos. A cambio, dirán, tiene más renta por cápita, más kilocalorías en la dieta, más estupideces en los medios de comunicación, más caballos de potencia en el automóvil y otras ventajas a las que los actuales nacionalistas neocastellanistas añadirían la no despreciable consideración de un territorio no libre pero si extenso; todo ello parece que al moderno ciudadano le mola más que la libertad, al fin y al cabo como decía Cicerón: “El esclavo satisfecho es el peor enemigo de la libertad”.
Es bien conocido que en virtud de las nuevas tecnologías disponibles, tales como la informática, la robótica, la telemática, la biotecnología o la ingeniería genética se producen cada vez más bienes y servicios con cada vez menos hombres. La consecuencia es un paro y precariedad cada vez mayor con una predominante componente estructural que no coyuntural de todas las economías nacionales que no hay motivos serios para pensar que vaya a disminuir sino más bien los contrario, ya no es posible el pleno empleo, ningún economista informado se ocupa seriamente de ello, tan solo se escucha en los discursos de los políticos al acercarse las fechas electorales. La disminución del tiempo de trabajo podría albergar la esperanza de que se negociara de una manera generalizada la reducción del tiempo de trabajo semanal, las estancias de formación, los años sabáticos, excedencias por maternidad suficientemente largas, el reparto de trabajo, es decir liberar tiempo para vivir; pero las cosas no han avanzado tanto en ese sentido como precisamente en el sentido contrario de reducir la capacidad de negociación de los trabajadores, la deslocalización de empresas y el aumento de pobres en un mundo que los indicadores dice ser globalmente más rico. En el caso castellano y debido a la falta de capacidad de organización, resistencia y al socaire de la creciente despoblación, bien conocida por los gobernantes, se ha desplegado un notable esfuerzo para atraer a las autonomías de páramo, granito y pensión mínima los caramelos envenenados de los cementerios de residuos nucleares, el reciclaje de basuras, los cotos de caza, cementeras, los subsidios europeos para desmantelar la agricultura, las repoblaciones forestales de árboles tea cuando no horribles molinos eólicos generadores de corriente eléctrica para mayor beneficio de los oligopolios eléctricos; todo ello con la promesa de unos cuantos puestos de trabajo poco o nada cualificados y unas pocas subvenciones a algunos municipios, en la mayor parte de los casos en manos de los partidos turnantes del poder, y eso si como panacea mágica que todo lo resuelve el turismo esa alternativa extensiva al moderno repliegue sobre si mismo del hombre actual: ¡los de mi grupo por favor, pasen y vean paisajes, monumentos en proceso de ruina, pueblos abandonados y aborígenes cada vez más viejos!. Como retroalimentación maldita de este sistema nueva inyección de votos, diputados y senadores de los partidos de siempre y ¡ sigue el juego señores!.
Otro fenómeno que ya se vislumbra es la tolerancia en la trasgresión de normas laborales -sobre todo en ciertos sectores como agricultura, construcción o minería- en la que los magros salarios hacen imposible que los indígenas acepten trabajo en esas condiciones y se aprovecha para crear una oferta de trabajo a precio de ganga para una cada vez más nutrida bolsa de inmigrantes de más que dudosa integración en el futuro, como muestran experiencias de muchos países europeos con más experiencia en estas lides.
El mundo actual se encuentra inmerso en una huida delante de la actual economía financiera, con su especulación sin límites, sus valores ficticios, endeudamientos colosales de naciones, empresas y particulares, fondos de inversión especulativos y otras muchas prácticas mucho más propias de lo que Aristóteles entendía como “crematística” cuyo fin es la producción, circulación y apropiación del dinero, o también - con un nombre de resonancia más antigua pero no menos cierta - la usura, que no de la “oeconomía” cuyo fin es satisfacer las necesidades del hombre. Del sólido futuro que cabe esperar de tales actividades nos dice J. K. Galbrait:
“Nadie sabe cuando ni como se va a producir la crisis monetaria internacional que desencadene el hundimiento de especulación y valores ficticios. Lo que es seguro que estos acontecimientos son inevitables” (Apocalypse Tomorrow,, Le Nouvel Observateur, 6 de febrero de 1986).
De no sucumbir definitivamente a tal frenesí financiero y considerar al menos la posibilidad de volver a una economía al servicio del hombre, será necesario pensar en dar prioridad a los mercados interiores y locales, romper con el sistema de división internacional de trabajo, adoptar en firme reglas sociales y ambientales que encuadren los intercambios internacionales, no siendo un esperanzador antecedente los acuerdos de la Conferencia Mundial de Medio Ambiente Río en 1992, la más grande de las conferencias mundiales jamás habida, con más de 30.000 representantes de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales y más de 100 jefes de estado. Ineludiblemente habrá que reforzar el llamado tercer sector (asociaciones, mutualidades, cooperativas, voluntariado), las organizaciones autónomas de ayuda mutua ( cooperativas laborales, sociedades anónimas laborales, la caución mutua basada en sociedades de garantía recíproca, sistemas de intercambios locales, intercambios de bienes y servicios al margen del mercado), sectores artesanales, reciclaje no institucional, mercados de segunda mano, en base todo ello a la responsabilidad compartida, la libre adhesión y la ausencia de afán de lucro, lo que evidentemente cada día es más difícil con la mentalidad de subsidiado de los ciudadanos e imposible de llevar a cabo si no es en las colectividades de base locales, una prueba más de la urgencia de recuperar la herencia castellana de las comunidades de villa y tierra y desarrollar la justicia sobre la base de individuos responsables en comunidades responsables; bien entendido que la responsabilidad que se compromete en la gestión de la cosa pública es una ardua cuestión no resoluble con meras proclamas, declaraciones programáticas o buenas intenciones; muy por el contrario solo es posible desarrollarla en la medida que se ponga al servicio del interés general un tiempo, esfuerzo e ilusión que por desgracia la mayoría de la gente prefiere dedicar a sus propios intereses y satisfacciones individuales, más estimulados hoy día que nunca en la historia, lo que evidentemente repercute en los lazos de solidaridad social, en la comprensión de los deberes colectivos y no digamos en la lucha por una alternativa a un sistema de beneficio predominantemente individual. Sin contar con la cada vez más extensa pérdida de principios, que difícilmente puede evocar fines o metas que vayan más allá de indicadores cuantitativos de acumulación material o de satisfacción de necesidades y deseos más o menos artificiales, muchos de los cuales empiezan a ser ampliamente cuestionables en las sociedades occidentales desarrolladas ante un entorno mundial de escasez y deterioro creciente. El BOE, BOCYL y similares son probablemente lo menos apto para crear responsabilidades e iniciativas populares.
Por si acaso no estará de más recordar, por que a todo el globo afecta –incluida Castilla-, que adoptar que apostar por las modernas industrias y finanzas capitalistas, el ir cada vez a más que nada tiene que ver con cada vez mejor, contribuirá cada vez más al desastre final de esta civilización, en nombre, eso si, de no sabe muy bien que progreso y evolución infinitos; las secuelas se conocen mejor cada día: recalentamiento del planeta, desaparición de la capa de ozono, trastornos climáticos y atmosféricos de imprevisibles consecuencias, contaminaciones varias, envenenamiento de acuíferos y de alimentos, agotamiento de recursos naturales no renovables, residuos radiactivos con su cortejo de deliciosos tumorcillos y cánceres y un largo etcétera de disparates. Sólo como recordatorio siempre conveniente para desmemoriados que olvidan estas cosas con más velocidad y frecuencia de lo que sería conveniente un informe de la British Petroleum (Statistical Review of World Energy. Londres 1992) afirma que la duración de las reservas probadas de petróleo se cifran en 45 años, las de gas natural en 60 años y las de carbón en torno a 245 años; las fuentes energéticas se consumen a un ritmo 100.000 veces más rápido que su velocidad de formación. Las reservas de los siguientes metales podrían agotarse en el mejor de los casos antes de 100 años: Bismuto, uranio, plomo, antimonio, estaño, cobre, oro, mercurio, fósforo, molibdeno y zinc por este orden. En lo que se refiere a alimentación, 27 de las 30 pesquerías del Atlántico Norte están casi exhaustas. Situación debida entre otras causas a los vertidos marinos, pues los océanos pese a su extensión no podrán seguir digiriendo por mucho tiempo los 20 millones de toneladas métricas de desechos que las sociedades humanas vierten cada día en él, ni los vertidos de hidrocarburos. Por otra parte en lo que se refiere a diversidad biológica cada año desaparecen entre 4.000 y 6.000 especies. Todo ello debía hacer tomar consciencia y responsabilidad de la renovación cíclica de recursos, desde usar bien las bolsas azul y amarilla de la basura hasta invertir en la industria del reciclaje en un contexto de control comunitario de base. Estado y grandes partidos aún no siendo ajenos a la basura, no manifiestan mucho entusiasmo en regular estos asuntos. En cualquier caso la utilización a gran escala de energía renovable no es ni siquiera pensable sin un cambio radical en el modelo productivo existente.
Un aspecto muy ligado al ahorro de recursos es la diversificación de medios de transporte, no muy deseada en la época de las prisas, y de las inversiones multimillonarias en AVES, autopistas y aviones ultrasupersónicos, que prefiere no pensar que una buena y segura red urbana e interurbana peatonal y de bicicletas, además facilitar accesos en muchos casos, bien distinta de la propensión al movimiento característica de la cultura del vehículo privado, ahorraría muchos miles de euros en gasolina, disminuiría la sangría humana y económica de la siniestralidad viaria, abreviaría el tiempo de transporte, amen de disminuir la contaminación; acaso sería el momento de volver a recuperar ciertos medios aéreos no ultrarrápidos ni ultracontaminantes tal como los dirigibles aerostáticos de helio para desplazamientos medios, tal vez transportes y viajes no urgentes por Castilla.
Antes que desaparezca definitivamente la población del campo sería necesario parase a pensar que para detener la actual degradación de la alimentación es necesario una cierta desindustrialización del sector agroalimentario, se sabe suficientes cosas sobre la agricultura biológica para saber que su calidad jamás será alcanzada por la agroquímica, además de que esa desindustrialización y apoyo de la agricultura biológica, en buena parte depósito de los conocimientos de la agricultura tradicional, favorecería los mercados locales, la diversificación de especies y de fuentes de aprovisionamiento, el empleo de mano de obra y la conservación del medio ambiente. Salvo en determinados centros de poder no parece dársele ninguna importancia a lo que se denomina arma alimentaria, mientras alegremente se liquida la agricultura en base a subsidios bruselenses, con el fin de alcanzar lo que se denomina control de la oferta, o se substituyen terrenos de regadío y se destruye vegetación de ribera para plantar chopos, materia prima de la producción papelera, con ayudas y subvenciones de la Comunidad Europea, práctica demasiado corriente en Castilla y León. En realidad todo un sistema de educación está diseñado para hacer de los tiernos infantes ciudadanos, no tanto en el sentido de responsables de acción y el bien común cuanto urbanitas o habitantes de ciudades lo más pobladas posible, cada vez más lejanas de ese espacio de libertad que fue en su momento la polis, y más cercana cada día de esa colmena numerosa que más que una ciudad es ya la ciudad global en que se va convirtiendo esta civilización, con sus espacios metropolitanos aislados, cuadriculados y clasificados de acuerdo con las exigencias de la competitividad empresarial, de aislada y aislante funcionalidad y vivero cada día más eficaz de esos productos tan urbanos que son el vandalismo, la violencia y la criminalidad, y sede de nuevas formas de pobreza y marginación social (, mujeres a cargo de familias, parados de larga duración, sin techo etc. ). En la autonomía de Castilla y León, no precisamente de las más industrializadas de España, apenas el 10% de los alumnos de formación profesional estudian la especialidad agrícola ganadera. Decía el lema de Escuela de Ingenieros Agrónomos “sine agricultura nihil”, pues bien Europa entera se dispone a prescindir a gran escala de tan sabia norma para un futuro no muy lejano y dejar sus fuentes de alimentación en manos de países lejanos, cuya ansia secreta en el fondo, no lo olvidemos, es también abandonar la agricultura e industrializarse, o cuanto menos industrializar y encarecer la agricultura. En medio del abandono cada día mayor de los campos, patente fenómeno en Castilla, sería preciso preguntarse si no ha llegado el momento de todo ciudadano adquiera una pequeña parcela y dedique un poco de su tiempo al deporte de cultivar un huerto y obtener unos cuantos alimentos, deporte mucho más inspirado en Virgilio y Horacio que no en los records y marcas de las actuales proezas atléticas.
No es demasiado reconfortante recordar que el actual sistema de pensiones estatal de la Seguridad Social va a tener serias dificultades financieras, mucho más serias en Castilla cuanto que su envejecimiento es mayor que en el resto de España, lo que en principio no se aviene demasiado bien con ciertas corrientes minoritarias que propugnan la independencia de Castilla, ciertamente una Castilla más bien inventada que poco tiene que ver con la historia; seguro que no los agradecerían tan brillante iniciativa el millonario colectivo de pensionistas castellano. Ahora es el momento de plantearse si una cierta capitalización de pensiones ayudaría a la economía castellana, claro que no se trataría de una capitalización manejada por el gobierno central para cubrir y ampliar la deuda pública y menos aún una capitalización privada circulando en maniobras especulativas por la red mundial de bolsas; de alguna manera se trataría de inspirarse en cierta mediad en el mutualismo gremial, y gestionar los fondos locales en colectividades una vez más libres y responsables con miembros responsables única forma de utilizar los fondos en una forma alternativa al circuito capitalista; por todas partes se llega al mismo corolario, las nuevas soluciones exigen al parecer recuperar lo viejo, la vieja herencia castellana, sus comunidades y su federación o pacto. Se podría también recordar que antaño y sobre todo en el medio rural era la familia la que de laguna manera proveía lo que ahora llamamos seguridad social, aunque la individualización extrema y la descomposición familiar en aumento no parece que sea un firme asidero para el futuro, aunque un posible reparto sensato del trabajo cada vez más escaso, así como una utilización no degradada del tele-trabajo, podría devolver a la familia en un momento que parecía destinada a desaparecer definitivamente sustituida por la probeta, su antiguo papel y vocación de ser instancia de educación, socialización y ayuda mutua o seguridad social en sentido amplio, permitiendo una por así decir interiorización y personalización de las reglas sociales que hoy se imponen desde el exterior desde la más tierna edad: guarderías, colegios, institutos, universidades, seminarios, cuarteles etc. Acaso también permitiría que los años finales no estuvieran mayoritariamente destinados al almacén-residencia de ancianos. Merece la pena intentar una sociedad que vaya más allá de la guardería-parking y el almacén-residencia de ancianos. La anciana Castilla bien podría aprovechar la experiencia de los actuales jubilados para transmitir la sabiduría y las tradiciones que conocen todavía nuestros ancianos y que sin duda desaparecerá con ellos, y reservar un horario en escuelas e institutos para que puedan exponer su saber los veteranos, pues por razones de ocupación y trabajo entre otras, en la mayoría de los casos esa experiencia no la pueden transmitir los padres a los hijos en casa; esta ocupación es algo más noble que el actual destino de los hogares de la tercera de edad como sucedáneo de casino para jugar a las cartas, fumar, bailar pasodobles y ser objeto de propaganda política por el partido gobernante de turno para presumir de su ingente labor social (algo así como los pantanos en la época del último dictador).
La anomia social y el nihilismo contemporáneo, con sus secuelas de ausencia de responsabilidad, horror ante la mínima molestia o sufrimiento y una asombrosa dosis vanidad de hidalgüelo con ínfulas, que la moderna organización social, política y económica no hace más que exacerbar, necesita un cambio radical, un retornar a los orígenes, a lo premoderno, desde la perspectiva que da un análisis realizado desde un punto de vista posmoderno del fracaso e impasse de lo moderno. Para eso se precisa como punto de partida un verdadero trabajo de pensamiento de los castellanos con espíritu libre, una revitalización de las comunidades locales, un renacimiento de las tradiciones locales, borradas o - peor aún- mercantilizadas por la modernidad, un retorno de la convivencia popular, al sentido de la vida, de los ciclos del año y de la fiesta.
Las cosas que deseamos
tarde o nunca las habemos,
y las que menos queremos
más presto las alcanzamos.
Porque fortuna desvía.
aquello que nos aplace,
mas lo que pesar nos hace
ella mesma nos lo guía:
así por lo que penamos
alcanzar no lo podemos.
y lo que menos queremos
muy más presto lo alcanzamos.
Juan del Encina
(¿1469?-¿1529?)
sábado, septiembre 24, 2005
Más de un millar de personas participaron ayer tarde en la ofrenda de frutos a la Virgen de la Fuencisla
Lo mejor que da la tierra, a los pies de la patrona
Más de un millar de personas participaron ayer tarde en la ofrenda de frutos a la Virgen de la Fuencisla
En la dedicatoria, Manuel González Herrero pidió a la virgen que “ilumine las vidas y las mentes de los segovianos”
Cerca de un millar de personas participaron ayer en la tradicional ofrenda de frutos de la tierra a la Virgen de la Fuencisla, en el marco de las actividades que vienen celebrándose desde hace una semana con motivo de la festividad de la patrona de Segovia.
El buen tiempo favoreció la presencia de muchas personas en un acto en el que volvió a quedar patente el cariño de los segovianos hacia La Fuencisla, a través de las generosas aportaciones de productos alimenticios realizadas por colectivos y asociaciones que integraron un desfile muy colorista que comenzó pasadas las 17,30 horas desde el Azoguejo.
A los sones de la dulzaina y el tamboril de “Los Silverios”, la Escuela de Dulzainas y el Grupo de Dulzainas del Cristo del Mercado, la comitiva recorrió toda la Calle Real hasta llegar a la Plaza Mayor,donde el alcalde Pedro Arahuetes y una amplia representación de la corporación local se incorporaron para participar también como oferentes.
En el altar mayor, los colectivos que presentaron las ofrendas fueron recibidos por el obispo de Segovia, Luis Gutiérrez Martín y por el deán de la Catedral, Alfonso María Frechel, y en nombre de todos ellos, el abogado y académico de la Real de San Quirce Manuel González Herrero pronunció la ofrenda a la patrona de Segovia.
En un emotivo discurso, González Herrero aseguró que la ofrenda “reune a los hombres y mujeres de los pueblos, aldeas y barrios de la comunidad de Ciudad y Tierra en torno a la virgen que desde hace siglos es camino, luz, guia y madre de los segovianos”. Asimismo, pidió a la patrona de Segovia que “ilumine la vida y la mente de los segovianos por el buen camino para que nuestros hijos vivan y trabajen sin verse obligados al destierro de la emigración”.
Todos los productos ofrecidos ayer a la virgen serán repartidos por la Cofradía de Nuestra Señora de la Fuencisla en lotes a las distintas instituciones benéficas de la ciudad dedicadas a la atención a los menos favorecidos.
miércoles, septiembre 21, 2005
Se anuncian obras para garantizar el abastecimiento en los municipios ribereños de Entrepeñas y Buendía.
Existen las mentiras, las medias verdades y la propaganda política.
La realidad mostrada fuera de su perspectiva histórica o temporal nos da con frecuencia una imagen distorsionada que nos aleja de la verdad.
Aunque parezca lo contrario, la noticia de las obras de abastecimiento de los municipios ribereños es una mala noticia. Lo es en 2005, no lo hubiera sido en los años 80.
Es una mala noticia porque nos muestra una realidad descarnada y humillante para Cuenca. Solo en 2010, cuando se acaben estas obras, 44 municipios de Cuenca, la provincia del trasvase por cuenca hidrográfica, por embalses y por recorrido del trasvase, podrán disponer con garantía de agua en susgrifos.
Solo cuando Aragón blinda el agua del Ebro, solo cuando Castilla - La Mancha decide exigir que el agua del Tajo-Segura para regadíos y complejosturísticos se quede en Albacete y Ciudad Real –no en Cuenca-, solo cuando padecemos una lamentable sequía que nos recuerda lo que con frecuenciaolvidamos: el valor económico y de preservación del medio natural de unrecurso escaso como el agua.
Solo ahora los municipios de Cuenca tienen derecho a agua en sus grifos, algo que ya preveía la Ley de explotación del Trasvase y que hasta ahora no se ha cumplido. Como tampoco se han satisfecho las compensaciones a las que Cuenca tiene derecho por el Trasvase Tajo-Segura.
828 aniversario de la reconquista de Cuenca por el Rey Alfonso VIII
21 sep : 828 aniversario de la reconquista de Cuenca por el Rey Alfonso VIII
Aldefonsi Gloriosi Prima Concessio Fori Incipit
In primis igitur dono atque concedo omnibus inhabitantibus conchensen urbem, atque eorum successoribus, uidelicet concham cum toto suo contermino,scilicet cum montibus, fontibus, pascuis, riuis, salinis, mineris argenteis,uenis ferreis, uel cuiuslibet metalli.
(En las primeras cosas do otorgo a todos los omnes abitantes dela cibdad de Cuenca
e a todos los que despues dellos vengan es a saber con montes e con fuentes e con pastos e con rrios con salinascon venas de argente e de fierro o de qual quier otro metal. FUERO DE CUENCA : 1189)
...quieren Derechos Históricos...
...pues van a tener Derechos Históricos.
martes, septiembre 20, 2005
Más allá de la política (RES)
Más allá de la política
La vieja sabiduría recordaba que no hay moral sin metafísica, ni tampoco, en un ámbito más restringido, hay política sin metafísica, dependencia que tiene una profundidad que va mucho más allá de la restringida concepción cultural occidental que a lo máximo que llega es a una distinción entre el ámbito de la Iglesia y del Estado. Más allá de condicionamientos puramente humanos, la metafísica considerada desde esta perspectiva es además una metapolítica, que está en la raíz de la constitución no ya del estado sino del propio pueblo, que incapaces los vocablos griegos etnos, y mucho menos demos, de agotar el verdadero sentido de su expresión, precisa recurrir al término sánscrito de jana, cuya traducción correcta es: pueblo unánime.
Perdurable por encima de las diferencias y matices de las diversas tradiciones espirituales, este profundo sentido de las raíces estuvo también presente en la Roma clásica politeísta. La ley, decía Cicerón, no es una invención de los hombres, sino algo eterno; incluso en el tardío siglo XVIII aun quedaba un reflejo de esta noción en el pensamiento de Montesquieu, según el cual el Derecho no tiene su origen en la voluntad del monarca, ni en la del Parlamento, ni en la de los electores, sino las leyes son “las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas”.
La sociedad y el estado cristiano medieval, cosmos ordenado con fundamento en una verdad metafísica, tenía una concepción simbólica del hombre, de la sociedad y de lo ultraterreno, capaz de dar un sentido de unidad a casi todo un continente en la época carolingia. La fides, el pacto vasallático de honor, permitió una unidad espiritual de la cristiandad no basada en una organización política , ni diplomática, ni militar, que permitió una armonía de pueblos diversos con lenguas y costumbres diversas, pero con clara raiz metafísica cristiana de su cultura y de su orden social. Diversos avatares ocurridos en el transcurso de los siglos: desviación de la cristiandad occidental de la auténtica raíz cristiana originaria en lo sucesivo mejor conservada en la Iglesia de Oriente ; inversión paulatina de las relaciones entre lo político y lo religioso, traducido en conflicto entre el Sacro Imperio y la Iglesia de Roma; confictos subsiguientes en el orden estamental; deriva progresiva de la función del estamento guerrero en aristocracia detentadora y acumuladora de privilegios de nacimiento y de fortuna, con demasiada frecuencia confundido con el orden tradicional; progresivo aburguesamiento del estamento artesanal y otros muchas cuestiones, teñidas frecuentemente de injusticias y atropellos, acabaron finalmente con un orden que aunque renqueante llegó hasta el siglo XVIII con el punto final de la Revolución Francesa.
La península ibérica excéntrica, al igual que las islas británicas, a la Europa continental, fue no obstante un microcosmos europeo que vivió análogas peripecias. Las diversas Españas tuvieron también su Imperator Hispaniae, basado en pacto vasallático de fidelidad que no en gendarmes, códigos penales, opresiones odiosas u ocupaciones militares. Progresivamente declinante el fundamento metapolítico cristiano, fueron apareciendo similares síndromes a los que ocurrieron en Europa: conversión del estamento guerrero en una aristocracia progresivamente depredadora y rapaz , militarización y burocratización de la Iglesia, en el caso español se podría hablar además de un proceso peculiar de policíaco-inquisitorial de no muy grato recuerdo; ocaso general que en caso español concluyó en la época renacentista con una expansión ultramarina perfectamente profana, que solo una burda apologética misionera podría hacer pasar por tarea religiosa sublime, a menos de considerar valiosos los aspectos más externos, intransigentes, exclusivistas y violentos de un cristianismo occidental ya considerablemente degenerado en el Renacimiento.
No obstante el sentido metapolítico de todas las sociedades y reinos cristianos medievales del microcosmos hispánico daba un sentido de unidad a sus gentes por encima de las diferencias culturales de sus diversos pueblos, que los hacía considerarse hispanos por encima de sus diferencias particulares. Sería engorroso acudir a los archivos de las diferentes universidades europeas, a los documentos diplomáticos, a las declaraciones de los reyes, a las manifestaciones literarias y a otras fuentes diversas para probar sobradamente el aserto, que acaso furibundos micronacionalistas del presente serían capaces de negar. Ciertamente que “in illo tempore” no se producían aberraciones y estrabismos que confundieran lo hispano con lo castellano, como, debido a profundas tergiversaciones de lo histórico, acaeció siglos más tarde.
Destartalado el antiguo régimen se tiró el agua de la bañera junto con el niño, es decir se finiquitaron legalmente las prerrogativas estamentales, la connivencia del trono y del altar, los cuerpos sociales intermedios, los fueros, las propiedades comunales, las manos muertas, el absolutismo y sus atropellos, aunque no ciertamente otros atropellos, y otras tantas cosas que detallan los libros de historia. Carente de metapolítica, es decir de un más allá de la política, la nueva sociedad está huérfana de fundamentos transcendentes, de verdades transhistóricas o de cualquier constante eterna, su única referencia es la opinión mayoritaria que en un momento dado consensúa la población, es decir el poder del pueblo como número o demos, la fuerza mayoritaria de la opinión momentánea de la población, la democracia liberal burguesa en suma. Reducida la política a si misma, puramente cuantitativa, sin referencias superiores, con supuestos meramente emocionales en el mejor de los casos, tal democracia es inhábil hasta para aprehender la noción de pueblo, la noción de nación, previas a la noción estrictamente política de estado, que curiosamente resultan de esta forma creencias u opiniones si no antidemocráticas si al menos ademocráticas.
Los problemas de la democracia moderna se asemejan a las paradojas de la teoría de conjuntos, que sagazmente investigó Bertrand Rusell, así aquella que dice: el conjunto de los conjuntos no es un conjunto. De manera similar se podrían formular toda una serie de cuestiones análogas: ¿ Toda la población consensúa su opinión mayoritaria?, ¿ Una parte de la población puede consensuar su particular opinión mayoritaria o particular pacto social? ¿Qué ocurre si la opinión mayoritaria de una población no coincide con la opinión que un grupo particular considera su opinión mayoritaria? ¿ En nombre de que consenso democrático se incluye o se desgaja una parte en un todo?, se podrían proseguir casi indefinidamente planteando una serie de cuestiones de este jaez de respuesta nada fácil, que evidentemente ya tenían in mente Rousseau y los padres de la Revolución Francesa, y por supuesto cualquier habitante de la península ibérica, evitemos adjetivos comprometedores, que sepa leer periódicos. Desaparecido el viejo fundamento metafísico se accede a unos extraños y arduos problemas de álgebra que la realidad cotidiana prueba que cuesta sangre abundante resolver.
Entre los problemas más peliagudos del contrato social destaca el imperio que pretende imponer el puro reino de la cantidad, el grupo de los números naturales; así se convierte en pedagogía heroica convencer a alguien imbuido de una certeza que el recuento de opiniones adversas anula la pertinencia de esa certeza tenida por verdad, ¿ le queda a la verdad alguna posibilidad frente al cómputo?, ¿hay que claudicar definitivamente y admitir que la única verdad es el cómputo triunfante de una opinión? ¿una pretendida verdad sin el refrendo de un cómputo favorable es por ello autoritarismo intorelable?. Entre los presupuestos para salir airoso de tales problemas se postula de manera optimista y angelical la tolerancia, incluso tolerancia frente a lo que se puede creer como error y como mal; pero se olvida frecuentemente la tolerancia no va más allá de considerar que pueden existir posiciones distintas o contrarias a la propia, pero no a considerar que estas últimas sean ciertas y válidas, por tanto en lo que atañe al fondo de la cuestión se puede decir que las espadas siguen en alto; esta noción posee una compleja mezcla de moralismo hipócrita tanto más irresoluble cuanto que la libertad de opinión da por principio cancha a cualquier libre expansión del egoismo, implicación perfectamente captada en su momento por el Marqués de Sade. Este moralismo entre ñoño y desquiciado, según la ocasión, contrasta vivamente con las viejas virtudes teologales y cardinales del cristianismo, que suponían una vida de esfuerzo, generosidad y vigilancia para estar en sintonía con las energías deificantes.
Ante tal consenso mayoritario de la opinión del momento tampoco cabe argumentar acerca de ninguna verdad atemporal, ni del esfuerzo de generaciones imbuidas de un mismo espíritu, juzgadas como rémoras y antiguallas para la ilimitada independencia individual. Esto explica la poca aficción de los sistemas liberales vástagos de la Revolución Francesa al recuerdo del pasado, siempre siniestro y oscuro para ellos, así por ejemplo hay una frase del muy afrancesado presidente de la segunda república española D. Manuel Azaña que es toda una pieza de museo:” En el estado presente de la sociedad española - dijo - nada puede hacerse de útil y valedero sin emanciparse de la historia. Como hay personas heredo-sifilíticas así España es heredo-histórica”. Así no es extraño constatar como en el actual estado español cuya organización política se considera ufanamente como democrática, no se cuida demasiado el recuerdo del pasado, tal vez por considerase oscura caverna no iluminada por las luces del progreso; claro que cuando se ocupa en cuestiones como los planes de enseñanza de la historia del país o e las autonomías que la componen la cosa resulta aún peor: el sesgo, la ocultación, la interpretación forzada, las patrañas, la desconfianza, los malvados de turno o la proyección paranoica. Un caso paradigmático de confusión son los casos de Castilla y León y Castilla- La Mancha, nuevos entes creados ex-novo, de confusa y tergiversada historia inculcada con premeditación a los tiernos infantes, para mejor funcionamiento del aparato de consenso y tira como puedas, y cuya originalidad mendaz consiste precisamente en afirmar que estos entes carecen de particularidades, de historias que los singularicen y los arraiguen a una continuidad misteriosa de vida diferenciada e irrepetible, se trata por lo visto de entidades que desde el principio nacieron uniformes, sin diferencias ni matices, abstractas, con un vacío universalismo y aptas desde sus conmienzos para ser sustentáculos firmes de una no menos abstracta e ideal España, que por le camino que va parece mucho más de efímeros que no de eternos destinos. No faltan, claro está, enterados de última hora que aseguran que la conciencia histórica es mera erudición reaccionaria y rémora a la planificación tecnocrática y administrativa.
Espacio de la opinión sin trabas y del individualismo egoísta, apenas contenido por una predicación tartufesca de tolerancia ¿cómo puede funcionar el invento en realidad?. Con cínica brutalidad cortó por la sano Sieyès los problemas de los pequeños grupos, asociaciones, regiones, gremios, órdenes, cofradías y demás cuerpos intermedios del antiguo régimen el exponer ebrio de mando y poder en la sesión de la Constituyente de 7 de septiembre de 1789:.” Todo está perdido si nos permitimos considera a los municipios, a los distritos o a las provincias como a una serie de repúblicas unidas solamente bajo los aspectos de fuerza o de protección común. Francia no debe ser una reunión de pequeñas naciones que se gobiernen separadamente como democracias; no es una colección de estados; es un todo único”, esto fue posteriormente plasmado en el artículo 3º de la Declaración de los Derechos del Hombre: ”El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún individuo ni corporación puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella”( Bertrand de Jouvenel. El poder). Por tanto se acabaron, al menos sobre el papel, los problemas y paradojas de los conjuntos varios, la voluntad popular solo podía manifestarse en la Asamblea nacional. Todo esto había sido propugnado ya antes por Rousseau : “ cuando se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación total , la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general en relación a sus miembros y en particular en relación al Estado,entonces no cabe decir que hay tantos votantes como hombres , sino como asociaciones..; entonces no hay ya voluntad general y la opinión que domina no es sino una opinión particular. Importa, pues, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado..”(J.J. Rousseau. Contrato Social. Colección Universal. Espasa Calpe 1929 p 44) . Por tanto suprimidos los antiguos cuerpos intermedios como órganos políticos y convertidos en meros órganos administrativos, descarnada la convivencia humana de sus próximos en espacio y el sentimiento, sin asideros el pensamiento y la vida en ningún principio transcendente, se propuso una nueva idolatría como sucedáneo de la vieja tradición, la opinión mayoritaria de aquel momento aceptó la nueva ficción de la nación, ente abstracto donde los haya, sede de la soberanía y la Asamblea nacional como órgano político. La primera excursión de la libertad moderna por los parajes de lo sin límite produjo vértigos espantosos que condujeron al paliativo de la igualdad; ante la angustia de la diferencia, juzgada como perturbadora y amenazadora, solo quedaba en espejo ilusorio de la igualdad, como si una de las dimensiones de libertad no fuera precisamente la posibilidad de ser desigual y distinto.
Difícil la concordancia de esos dos polos, se intentó probar con la argamasa de la fraternidad, entendida como camaradería humana, entendida como emoción y no como amor de fusión en la unidad divina. Eslóganes o como mucho postulados, la triada: libertad, igualdad y fraternidad, carecen de la jerarquía de un principio metapolítico. ¿ Prima la libertad sobre la igualdad o viceversa?, no es fácil resolver la cuestión, sobre todo teniendo en cuenta que la libertad en cuestión versa mucho más sobre las coerciones externas, sobre el libre despliegue de las pulsiones instintivas, o sobre el posible capricho puro y simple, que no sobre la liberación metafísica del yoga, del budismo o del monacato hesicasta. Postulado de relleno, nadie se platea en serio precedencias entre la fraternidad y las otras dos; menos aún cuando lo más que se habla hoy día es de la tolerancia, fácil de admitir cuando no comporta más que la admisión de la mera constatación de la diferencia, pero más peliagudo cuando de lo que se trata es de ponderar que ideas, posiciones y actitudes consideradas en el fuero interno como falsas, erróneas o peligrosas deben regir la sociedad y ser de obligado cumplimiento en virtud del consenso aprobado en un recuento de votos; naturalmente que como los principios son cada vez más evanescentes, por no decir inexistentes, parece que el invento, provisionalmente, marcha. Un ligero problema se presenta cuando una opinión perversa obtiene mayoría; basta acordarse para ilustración de desmemoriados y depreciadores de la historia que Hitler subió al poder cumpliendo los requisitos procedimentales parlamentarios.
Perdida la característica conformatoria del pueblo en su raíz, indisolublemente unida a la tradición espiritual, accedió a escena la nación moderna abstracta y de obligada adoración, respeto y temor; ídolo de horrible culto que exige vidas humanas cual Moloch sangriento, y que dio pronto buenas pruebas de lo que iba a ser su andadura histórica. La primera resistencia a la soberanía nacional de la Francia revolucionaria se aplastó con la primera guerra de exterminio genocida conocida en el occidente moderno, en la región de La Vendeé, con matanzas a granel muy anteriores a las de Auschwitz, Treblinka y Sobibor, aunque como los carniceros de aquel entonces se suponía que asesinaban en nombre del progreso y la libertad se fue notablemente indulgente, casi en grado de indulgencia plenaria, y se ocultó bastante el asunto. La evangelización de la buena nueva de la nación soberana se hizo igualmente con abundantes ríos de sangre, cosquillas de guillotina y sobre todo con las guerras napoleónicas que con sus democráticas levas populares convirtieron en juego de niños las guerras del siglo XVIII; el progreso se manifestó ante todo como progreso del poder, de la destrucción, de la muerte y de la sangre; a la España del XIX le tocó probarlo en propia carne. Democracia y violencia tuvieron en el origen un escandaloso devaneo que la espesa ignorancia de la historial y del pasado, cuidadosamente fomentada, cubre con un manto de respetabilidad.
Ya con vida propia y transcurrido algún tiempo, el abstracto fantasma de la nación soberana fue acogido en su culto por el fascismo, que no se sabe muy bien si en esto era demócrata y revolucionario, o más bien si la democrática Revolución Francesa era fascista, pues en esto de las opiniones ya no hay manera de tener criterios claros, sería conveniente en cualquier caso ponerlo a votación para salir de dudas.
Suprimidos los cuerpos intermedios fué establecida la libertad de opinión individual del ciudadano expresable mediante sufragio directo, pero con la condición restrictiva de que la soberanía nacional y la voluntad general reside en la Asamblea nacional, cualquiera que sea el nombre particular que ha recibido en las distintas democracias que en le mundo ha habido, pasándose a una inducción lógica y fatal: “ergo el ciudadano necesita agruparse en partidos para obtener posibilidad de mayoría”. Máquinas poderosas que adquieren cual Frankenstein vida propia, de costoso mantenimiento y con la voluntad delegada del ciudadano, aunque a veces más parece secuestrada, son finalmente los partidos, y más aún su aparato y sus líderes, los que verdaderamente deciden la aplicación de la política. Rigurosamente prohibida en nuestro país la votación individual si no es a través de partidos o agrupaciones, en flagrante contradicción con la libertad individual que en teoría debía de prevalecer en una democracia, mero flatus vocis, ésta es en realidad una verdadera partitocracia, que convierte en un camelo descarado todo el montaje institucional: opinión individual, división de poderes, independencia de la justicia ect.
La actual España tras borrascosa singladura política de restauraciones, dictaduras y dictablandas, guerras y paces, repúblicas y monarquías, literalmente triturada su antigua tradición, llega exánime a un régimen parlamentario y monárquico, estatal y autonómico, vástago reconocible de la Revolución Francesa aunque con originales cabriolas y contorsiones: no se quiere unitario pero tiene miedo de ser federal, no nación de naciones ni nación uniforme, se quiere democracia pero es partitocracia, tal vez se llama España pero con vergüenza pudorosa se alude a ella como estado español, adjetivo este último no se sabe bien si calificativo o despectivo, se pretende monarquía de derecho pero es república de facto o tal vez 17 repúblicas pese a la corona. Curioso régimen que con cierta nostalgia de algunos cuerpos intermedios del pasado, los reanima dotándoles de modernas instituciones estatales o paraestatales como son las autonomía, que lejos de la antigua concepción foralista, concreta y diferenciada están transidas de un unitarismo uniformizante celoso y sin fisuras propios del estado moderno, y además, signo fatal de los tiempos, acordes en esto con el nuevo estilo de radicalización micronacionalista acaso un poco tercermundista y africana, no tratan tanto de ser parte armónica de un conjunto, sino que, tras vagas proclamas solidarias, acarician algunas de ellas el sueño de convertirse en nuevos estados modernos, más pequeños pero estados al fin y al cabo, con todas las características de soberanía, fiera independencia y demás contradicciones de estos nuevos vástagos de la Revolución Francesa; el problema es que, como bien nos enseña la electrostática, las cargas del mismo signo se repelen. Carentes de un principio metapolítico de unión, inexistente desde hace siglos, sin ningún deseo de adorar al ídolo estatal español, sino más bien a su particular y pequeño ídolo nacional, salvo en el tamaño en todo idéntico al anterior, aparecen en toda su crudeza los irresolubles problemas que plantea la moderna democracia como consenso mayoritario de opiniones, bien distinto del fundamento ecuménico de la vieja tradición espiritual cristiana. Eliminada la profana idolatría del estado nacional, a la que se agarran desesperadamente los devotos de la anterior creencia, nada dice la teoría de la democracia acerca de si un conjunto de personas debe ser más o menos grande; la unión de los pueblo y los reinos de España en el pasado tuvo su raíz en fundamentos muy distintos, es por lo tanto una peligrosa ilusión pensar que con solo un deseo emocional van a volver los tiempos del pasado, cualquier tregua de consenso opiniático mayoritario de votos no será probablemente más que un espejismo transitorio.
Un ejercicio de la política democrática que aspire a ser honesto está pleno de dudas, de incertidumbres y de tensiones, por lo que lejos de ser una panacea las mentes más agudas lo han considerado más un medio que no un fin y menos aún un ídolo mayestático intocable y se han limitado a evaluarlo por vía negativa, así se recuerdan las opiniones de Aristóteles o de Winston Churchill en el sentido de que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. La moderna democracia liberal surgió en medio de sangre, crímenes y violencia, justificada, no faltaría más, en nombre de altos designios de evolución y avance; sin embargo los medios no dejan hoy día de presentar la democracia como un compendio virtudes ejemplarizantes y tiernas hasta el lagrímeo, capaces de acabar con todo tipo de maldades humanas: delicadeza humanitaria y melindrosa, desprendimiento generoso, mansedumbre de cordero lindante con el puro masoquismo si terciara el caso y alguna que otra más; la noción exigente de la vieja virtud como esfuerzo por y apertura a la perfección, queda sustituida por el consenso mayoritario de opiniones políticamente correctas, transmutación prodigiosa que prueba entre otras cosas los milagros de las sugestiones mediáticas. Así las cosas, y desde una perspectiva una tanto retro claro está, parece por tanto ineficaz e hipócrita, cuando menos, la apelación a la democracia como lo opuesto al tiro y la bomba, y donde naufragó un sentido moral transcendente parece ingenuo que vaya a hacer mella una apelación convencional y tartufesca a la tolerancia, pero naturalmente el discurso y sermoneo del moderno líder político no da para más. Queda, claro está, la apelación, moralista y severa a la par, al derecho, reverencia y homenaje a un juridicismo romanista nada raro en un pais de estirpe latina, pero el derecho no puede hacer buena a las personas, no va a la raíz de la maldad humana, en el mejor de los casos puede tan solo prevenir alguna porción de mal.
Laico, profano y descreido y sin la menor idea de la vieja organización federal popular de instituciones como las comunidades de Villa y Tierra de la vieja Castilla foral del medievo, o en otro sentido la federación de coronas catalano-aragonesa , el moderno ciudadano demócrata cree que por encima de todo prima la soberanía nacional grande o pequeña pero una e indivisible, suma , según cree, de los bienes individuales; muy distinto del orden medieval del bien en el Reino de la vieja Castilla, en que el primer bien era el hombre concreto responsable de un destino breve en la tierra y dilatado en un más allá definitivo que daba un sentido a su actividad como arte de vida, organizada frecuentemente en gremios o cofradías, ampliada su convivencia social por una participación real, que no meramente electoral, en el consejo del municipio, luego en el consejo de la villa a la que pertenecía el municipio, y solo al final en el Reino de Castilla, de manera que lo que quedaba como ámbito político más extenso era el residuo de espacios más íntimos y cercanos, es decir una resta y no una suma como ahora su pretende con el moderno estado abstracto. El Reino era demás concreto, personal, autoridad primera pero de profundo sentido simbólico y limitada por fueros, bien distinto de la nación abstracta, soberana celosa de los cuerpos intermedios más pequeños y tirana encadenadora del sometimiento sin límites al recuento opiniático mayoritario acertado o erróneo, y si esto fallara a la policía.. Si se entendiera esto, acaso se entendería también que las antiguas comunidades castellanas tenían una buena dosis de autodeterminación, turbadora palabra para el moderno ciudadano, antes claro está que magnates, dignatarios eclesiásticos, príncipes ,monarcas y demócratas jacobinos acabaran con el foralismo castellano a lo largo de dilatados siglos, vendiéndonos de paso la moto de unos extraños castellanos que nunca opusieron sus fueros frente al romanismo jurídico leonés, que nunca fueron paticularistas frente unitarismo uniformizante leonés, que nunca reclamaron sus libertades frente a las imposiciones de una monarquía autocrática; en definitiva el precioso esperpento de un castellano centralista cual emperador chino, autoritario como sargento prusiano, autócrata cual zar, déspota sin ilustración, tirano cual sultán en su harén, universalista exento de particularismos sensatos y de cepa eminentemente charra, manchega, pucelana o sanabresa según los casos y las añadas.
Incluso en autonomías de moderno y apaciguador diseño como Castilla y León, Madrid o Castilla-La Mancha, confuso potaje creado mucho más en virtud de los intereses del estado nacional y soberano español, al socaire de una mengua y pérdida casi absoluta de conciencia historica de pertenencia a diferentes diversidades regionales o peor aún reducidas estas a una mera, lejana, vaga y abstracta españolidad idónea para manipular desde Madrid, que no como restauración de cuerpos forales tradicionales intermedios, se manifiesta recientemente en una pequeña parte de sus jóvenes, normalmente adheridos a partidos minúsculos de sospechosa adscripción y financiación y no pensantes por cabeza propia, un efecto mimético de lo que ocurre en otras autonomías del estado más beneficiadas por el actual régimen autonómico, y lastrados sin duda por la considerable ignorancia de la historia y la sugestión inherente a la moderna ideología democrático-jacobina claman idolátricamente por una Castilla abstracta, onírica ,soberana, única e independiente. opuesta con odio tipificado de consigna borreguil y trivial al ídolo estatal español. Se llega a proponer sin vergüenza que constriña y sonroje la Gran Castilla o la gran pesadilla, que, mucho antes que Milosevic y su Gran Serbia, propuso D. Nicolás Sánchez Albornoz, impenitente centralista muy en línea con un unitarismo jacobino aterrorizado y espantado de diferencias y libertades. El bagaje cultural escaso y la distorsionada educación recibida por estos jóvenes, e incluso no tan jóvenes, no les permite apreciar siquiera que, aunque con un habla común que tardó siglos en extenderse y desplazar a las lenguas autóctonas, ese nuevo ídolo abstracto que adoran, esa extraña entelequia uniforme y falaz que se insiste torpemente en llamar Castilla, conglomerado de terrenos formado mayoritariamente por territorios básicamente leoneses de la cuenca media del Duero (Duerolandia), además de ser un eslogan falangista y franquista heredado a su vez de la burguesía cerealista y la mesocracia vallisoletana del XIX, por mucho que alardeen de progresismo sus corífeos, contiene regiones que históricamente representan no ya cosas distintas sino incluso perfectamente opuestas en muchos aspectos: León; el Pais Toledano (antiguo reino de Toledo que incluía la Mancha) y la Castilla propiamente dicha.
Parece que entronizada la idea de estado nacional soberano orgullosamente independiente, se desprecia como antigualla, cuando no con miedo y escalofríos, el fraccionamiento del poder en los escalones organizativos intermedios, dedicados en el mejor de los casos a meras funciones administrativas y de intendencia. A este respecto sorprende por lo inusual la opinión del eminente escritor Salvador de Madariaga vertida en el diario “Excelsior” de Méjico allá por el año 1958:
«No considero que el sufragio universal directo sea condición esencial ni del liberalismo ni de la democracia. Estimo que el sufragio universal directo no pasa de ser un mecanismo sociológico-político que cabe adoptar o rechazar sin tocar para nada a los principios. A mi ver, el sufragio universal directo sólo puede funcionar bien en comunidades pequeñas, y, por tanto, hay que limitarlo al Municipio. Pero en cambio, este Municipio, hoy privado de vitalidad política por la centralización, debe asumir amplios poderes que hoy usurpa el Estado central y, en particular, la iniciativa en cuanto a los impuestos, de modo que los organismos más vastos, como la provincia, la región o el Estado federal, recibieran sus fondos del Municipio, y no como hoy, al revés. Los Municipios serían, pues, Estados casi soberanos, lo que sitúa la limitación del sufragio directo al Municipio en su verdadera perspectiva, ya que el ciudadano gana en poder de gestión inmediata casi todo lo que pierde en amplitud de ese voto teórico y más bien vacío que ejerce cada cinco años, y que apenas si consiste en otra cosa que el meter el boletín en una urna. Estimo también que la nación no es la suma aritmética de sus habitantes, sino la integración de sus instituciones y que, por consiguiente, los Municipios, una vez constituidos, no deben quedarse - como hoy sucede- al margen de la corriente vital que va del ciudadano al Estado federal. Porque hoy esta corriente los rodea y aísla de la vida nacional, reduciéndolos a la administración de tranvías y alcantarillas. Los individuos sueltos eligen hoy el Parlamento y el Gobierno sin consideración alguna para con el parecer municipal, parecer que en el plano de las instituciones políticas se me antoja más importante y más competente que el del individuo. Mi crítica apunta a la usurpación por los partidos de una función que en realidad incumbe a los Municipios. Los partidos son abstractos e ideológicos, mientras que los Municipios son concretos y empíricos. El ciudadano que viera limitado su sufragio al Municipio, puesto que éste quedaría elevado a una cuasi soberanía, tendría que aplicarse mucho más de lo que hoy hace para seguir de cerca la vida municipal. Si, para concretar, aplicásemos este sistema a España, los ciudadanos elegirían los concejos; éstos, los concejos de comarca; éstos, los doce Parlamentos' uno por cada región o país, y los doce Parlamentos elegirían un Senado nacional que se ocuparía tan sólo de los asuntos cuyo interés abarcase a la nación entera. No alcanzo a comprender por qué ha de escandalizar este esquema a los liberales demócratas. Por tanto, eliminaría los dos males más graves de que adolece el sistema actual: los «slogans» y el alto costo de las elecciones, que supeditan la vida política al dinero.
(Jorge Juseu . Monarquía a la española. Instituto de Estudios Políticos. Madrid 1971)
Son estas curiosamente opiniones de un gallego que tienen sin embargo una clara concordancia con la organización comunera y local de la vieja Castilla medieval, organizada de abajo arriba, muy distinta en esto de las entelequias autónomicas de reciente creación: Castilla y León, Castilla –La Mancha y Castilla de los Coches-cama y de los Grandes Expresos Europeos, dotadas de parlamento único y soberano, de territorios homogeneizados sin distinción de peculiaridades ni de historia, de partidos políticos, normalmente sucursalistas, con poderosos aparatos y líderes que se arrogan la verdadera participación popular, de consejeros o viceministros muchos y abundante recua administrativa pagada obligatoriamente por el sufrido contribuyente.
Sería una ingenuidad, por otra parte, pensar que hoy día el personal tenga verdaderamente un serio interés en algo que vaya más allá de una testimonial democracia de representación, que apenas exige algo más que el esfuerzo de depositar una papeleta en una urna cada lustro poco más o menos, lo que rara vez ocasiona hernias. Frente a eso una auténtica democracia de participación, que comprometa en la gestión de la cosa pública, exige poner al servicio del interés general un tiempo, esfuerzo e ilusiones que la inmensa mayoría de la gente prefiere hoy día dedicar a sus propios intereses y complacencias individuales, por lo que diluida la responsabilidad en un acto formal y dilatadamente espaciado de mera elección de opiniones de personas o grupos que en la inmensa mayoría de los casos no conocen, la solidaridad social y la comprensión de los deberes colectivos se resienten cada vez más de una elasticidad mínima, por no decir de una disminución patente. Sin contar con la cada vez más extensa pérdida de principios, que difícilmente puede evocar fines o metas que vayan más allá de indicadores cuantitativos de acumulación material o de satisfacción de necesidades o deseos más o menos esenciales, muchos de los cuales empiezan a ser ampliamente cuestionables en las sociedades occidentales desarrolladas ante un entorno mundial de escasez y deterioro creciente. El pasotismo liga tan poco con sacrificio y molestia como agua con aceite.
El hombre de partido y mucho más el líder se beneficia a corto de esta situación: le permite aspirar a cargos; la papeleta le justifica ante el pueblo; el derecho constitucional le otorga una soberanía que le libera de cualquier compromiso o promesa previa, considerado ya como una antigualla definitiva el mandato imperativo de antaño; accede a la categoría de administradores de recursos humanos (a dedímetro); protagonista deseado de la prensa del corazón; cultivador esforzado del narcisismo y la vanidad en cuanto medio se le pone a tiro, y también, last but not least, gestor de unos presupuestos monetarios que para si quisieran las más grandes multinacionales. Si resucitaran los antiguos caciques de la época de la Restauración decimonónica se quedarían de un color pálido, tirando a verdoso cianótico, de envidia cochina al ver el estatus de los parlamentarios, consejeros, presidentes, cargos y carguitos autonómicos; posiblemente no entenderían bien el paso que va de la pequeña aldea al pueblo soberano (y autonómico). Se comprende pues que toda política que aspire más a una verdadera participación popular y por tanto a una democracia más directa que no a la intermediación y manipulación de los partidos, se mire miedosa y recelosamente como una atentado alevoso al Establishment; los partidos, sus aparatos y sus líderes acaban por considerar sus ideologías, sus carreras, sus prebendas y sus expectativas, ¡oh paradoja!, como más importantes que el pueblo mismo, pese a la propaganda y a las protestas de tierno amor por la plebe..
Ciertamente hay que reconocer que centrar la vida política en el sufragio directo del municipio y la comunidad es una proposición políticamente incorrecta perfectamente opuesta a la trayectoria de la vida política desde hace más de doscientos años. El municipio ha sido zarrapastrosa cenicienta entre las administraciones públicas, que recogía los mendrugos que se dignaba arrojarle su majestad el Estado muy soberano. Las elecciones tan solo eran para ocuparse de algunas actividades bastante corrientes: recogida de basuras, agua, veterinaria, pavimentación de calles, mercados de abastos, alguaciles, licencias de circulación, cementerios y otros menesteres poco dignos de cualquier hidalgüelo con ínfulas que se precie. Reclamar el orden municipal, comunero y foral parece un atentado a la Real Politik de altos vuelos: liquidación de los recursos planetarios, alteración mundial del clima, mundialización de la especulación financiera y de la usura, descomunales monopolios y oligopolios como ejemplo de libre concurrencia capitalista que, eso si, solo buscan la libertad de elección del consumidor, circuitos grandiosos de economía negra, comercio de armas y droga, altos dividendos por encima de todo, contaminación, financiación de la desestabilización y el terrorismo internacional, crímenes de estado, robos, prevaricaciones y cohechos a gran escala, entronización de las internacionales de la opinión política y de los círculos transnacionales y opacos del poder mundial, sugestiones y mentiras mediáticas de ilimitada expansión y otros números circenses de alta calidad estética que convierten la reivindicación de la inmediatez local y comunera en sosa paletería de aburridos y retrógrados ciudadanos, adornados aún con el pelo de la dehesa, rémora intolerable a la mundialización total de la golfería, que poco o nada tiene que ver con la universalidad humana.
Alguna cosa más se encuentra en el rincón de opiniones lúcidas y curiosas, tal las ideas de base para un posible Estatuto de Autonomía para Castilla y León del doctor Bañuelos, un médico vallisoletano no exento de intuiciones sobre instituciones tradicionales del pasado; tributario eso si como buen vallisoletano de un estrabismo óptico relativamente moderno que consiste en confundir el antiguo Reino de León y el antiguo Reino de Castilla en una macedonia de territorios de la cuenca del Duero medio, fundamentalmente leoneses, que se denomina convencional y tópicamente Castilla y León, algo así como si se dijera Alsacia y Lorena, el gordo y el flaco, caperucita y le lobo, Martes y Trece o Blancanieves y los siete enanitos, denominación que frecuentemente se abrevia aun más y queda reducida al solo nombre de Castilla, y de los que se considera como meollo la leonesa región de Tierra de Campos, con la muy leonesa ciudad de Valladolid como la capital natural y colmo de la castellanidad, macedonia enrevesada a la que la denominación de Duerolandia haría mucho más homenaje y honor a la verdad; macedonia por cierto a la que muchos añaden recientemente el sirope del Reino de Toledo y la Mancha para delicia de modernos gourmets micronacionalistas. Es ciertamente comprensible que en los años treinta en pleno apogeo de una Castilla irreal e idealizada de Unamunos y Azorines; no menos que de los discursos euclídeo-geométricos ortegianos que titulaban castellano lo que en realidad es leonés, fielmente seguido en eso por su vallisoletano discípulo Julián Marías; así como, no lo olvidemos, época del conspicuo y vallisoletano falangista Onésimo Redondo, intitulado, ¡ oh misterio!, “caudillo de Castilla”; así como de sus no menos famosas, duras y violentas J.O.N.S., se llegara finalmente a creer en uniformidades históricamente inexistentes, en falacias y bulos que la ignorancia, el engaño y la propaganda parecen haber asentado con fatalidad en las molleras medias. Acerca de lo cual vienen que ni pintadas aquellas palabras que ponía Antonio Machado en boca de Juan de Mairena:
Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se acepta como una fatalidad,- al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.
Pues bien nuestro buen vallisoletano, el doctor Bañuelos, no dejó de tener, pese a su síndrome castellano-leonés de estirpe genético-taratológico-pucelana, más corriente e incurable de lo que parece, una considerable penetración de lo que podría ser una organización política popular y concreta:
Por estas mismas fecha, mayo de 1936, el doctor Bañuelos presentaba lo que denominó las “bases políticas y administratívas”, las cuales venían a ser el borrador de un Estatuto que no llegó a ver la luz, porque poco tiempo después estallaba la guerra civil y todos los procesos autonómicos quedaron detenidos bruscamente. No obstante, por su interés, merece la pena su reproducción (recogido por Orduña E. en El regionalismo ... op. cit):
"PRIMERA. Castilla y León se constituyen en región autónoma para defender a España y su imperio espiritual y para defender sus derechos, en régimen de igualdad, con las demás regiones autónomas de España.
SEGUNDA. En la región autónoma castellano-leonesa seguirán, como hasta hoy. las provincias con sus límites actuales y administración provincial autónoma dentro de la región.
TERCERA. Para evitar gastos de nuevos organismos burocráticos, las diputaciones provinciales, que recibirán desde la promulgación del Estatuto el nombre de consejos provinciales castellano-leoneses, deliberarán reunidos, en primavera y otoño, durante el menor número posible de días, con el nombre de Asamblea de los Consejos de Castilla y León.
CUARTA. De todas las provincias se nombrará un representante, que reunido con los de las otras provincias, constituirán el Consejo Supremo Permanente de Castilla y León.
QUINTA, La Asamblea de los Consejos de Castilla y León celebrará sus reuniones cada año en una provincia bien en la capital o en una ciudad que no sea la capital,
SEXTA. Sus acuerdos o leyes serán vigilados en su cumplimiento por los consejos provinciales, y se recurrirá ante el Consejo Supremo en caso de incumplimiento o duda.
SEPTIMA. El Consejo Supremo de Castilla y León residirá en una ciudad del centro de la región, capital de provincia o no, y en lugar que sea de fácil acceso para todos los habitantes de la región.
OCTAVA. Las atribuciones del Consejo Supremo de Castilla y León serán vigilar el exacto cumplimiento de las leyes castellanas, así como también ser depositario de los poderes transferidos por el poder central y mantener las relaciones oficiales con éste.
NOVENA. Castilla y León reclaman para su Consejo Supremo las mismas atribuciones políticas concedidas a la Generalidad de Cataluña. Y para la Asamblea de consejos castellano-leoneses, los mismos poderes legislativos que se han otorgado al Parlamento catalán.
DÉCIMA. Para los efectos de orden público, el Consejo Supremo de Castilla y León su presidente gozarán de iguales poderes que el presidente y la Generalidad de Cataluña.
UNDÉCIMA, Las provincias castellanas y leonesas, que serán autónomas dentro de la región, elegirán sus consejeros provinciales por circunscripciones de 25.000 habitantes cada una, al fin de que dentro de cada provincia sean árbitros de sus destinos las diferentes porciones de la misma, que pueden tener intereses particulares y distintos,
DUODECIMA. Los ingresos de cada provincia, con arreglo al acuerdo que se llegue con el poder central, serán administrados por cada provincia castellano-leonesa libremente, excepto el 1 0 ó 20 por 1 00 que se podrá, por acuerdo de la Asamblea de los Consejos de Castilla, destinar a obras comunes.
DECIMOTERCERA. De la realización de esas obras en cada provincia se encargará cada Consejo provincial, con su personal actual, para evitar nuevo persona burocrático”.
(Historia de Castilla y León. Editorial Ámbito. Valladolid 1986. Pp74-76)
Prescindiendo del punto séptimo donde el muy picarón del doctor Bañuelos insinuaba veladamente la capitalidad para su Valladolid natal, como la realidad confirmó después para un engendro político-administrativo notablemente peor que el ideado por nuestro personaje, no dejan de ser notables muchas de sus propuestas, que recuerdan más la medieval organización de las comunidades de villa y tierra castellana que no al régimen autocrático, señorial, oligárquico y neogótico leonés finalmente extendido a toda la península con el falso adjetivo de castellano, algo así como la figura del toro bravo que adorna los campos del solar patrio, que lanza un guiño cómplice que podría entenderse como que todo español es torero, cuando lo que ocurre más bien es que hay mucho camaleón vestido de torero. La referencia retórica al imperio espiritual de España en plena segunda República se nos antoja una reminiscencia del lenguaje de los fascismos de los años treinta, bien presentes en las tierras vallisoletanas, a menos que fuera una improbable insinuación de una dimensión diferente. Es singular no obstante la defensa de autonomía y prioridad la provincia, en el caso castellano heredera más o menos fiel de la antigua comunidad de villa y tierra, y posteriormente de la región, con un orden claro de las preferencias humanas y financieras que privilegian lo próximo, concreto y particular en detrimento de lo lejano, abstracto y general; destaca igualmente el deseo minimizar el número y coste del personal administrativo, así como el número de reuniones político-administrativas, atribuciones y dotaciones financieras del ámbito superior de la región; tiempos aquellos aún poco keynesianos donde no era mucha la fe en las virtudes del déficit presupuestario, de la inflación del estado y sus servicios y de los empleos camelo. En suma algo perfectamente opuesto a lo que son hoy las autonomías. No es tan imaginativa y tradicional sin embargo la comparación envidiosa con Cataluña, producto tal vez de una constelación psíquica de celos más que de un programa político autóctono o peor aún miedo a un separatismo insistentemente atacado por la burguesía harinera, cerealista y agraria vallisoletana desde el siglo XIX, origen de fantasmas, pesadillas y embrollos varios como aquellos que decían que la leonesa Tierra de Campos y Valladolid eran el no va más de Castilla y abanderadas de la españolidad más rancia, único contenido al parecer de tal Castilla de pacotilla, contra el separatismo pérfido; este aspecto parece más una referencia a rivalidades futboleras que no a un programa político serio. Se hecha en falta por otra parte cualquier referencia a las garantías forales, pero eso ya es una flor de difícil fructificación en el clima pucelano por razones históricas que ya pocos comprenden.
Incógnita esencial no despejada era el posible encaje de una organización regional popular y con una cierta dosis comunera y tradicional en una república laica, centralista y jacobina como fue la segunda República española. Problema homeomorfo al encaje de las actuales autonomías en el estado central, de connotaciones similares a las paradojas de la teoría de conjuntos anteriormente mencionadas. Esto conecta también directamente con la inquietud platónica acerca de la fragilidad e imposible estabilidad de la doxa u opinión como fundamento verdadero del ser y su conocimiento. El desperezamiento de diversos pueblos europeos y su difícil convivencia y encaje dentro de los moldes del estado nación de moderna factura democrática hace pensar que acaso haya pasado ya la oportunidad histórica y el tiempo de estos; claro que menos juego dará aún una federación continental europea diseñada por altos ejecutivos, poderosos financieros y diplomáticos con caché, el phoedus o pacto puramente pragmático, comercial, genéricamente humano, horizontal y convencional: autopistas muchas y destinos pocos, euros devaluados, banco central de desconocida legitimidad democrática, política monetaria a cargo de no se sabe quien, bolsa de valores, ficticios en su mayor parte, supresiones aduaneras a favor de aduana única para un conjunto sin rostro, amagos de eurodemocracia y europartitocracia, boletines oficiales de directivas tiranas, proyectos Leader de caprichoso favor, subvenciones a la desaparición de aparatos productivos, asalariados que no artistas de trabajo y vida, educaciones tecnocráticas con su Erasmus incluido, lenguas varias y ninguna verdad esencial y superior que enunciar, y mercachiflerías diversas; esto sería en definitiva llevar el mismo juego del estado nacional a un nivel puramente cuantitativo más amplio y extenso pero a la postre un intento fútil y destinado en no mucho tiempo a idénticas dificultades y fracasos, o probablemente mayores. Misteriosamente parece cerrarse un ciclo en el que el final parece aproximarse al principio. Una última esperanza cabría concebir si acaso se pudiera retornar al fundamento metapolítico que dio origen a Europa, pero todo un curso de acontecimientos desgraciados cavaron un abismo de distancias de casi imposible superación. Babel de desencuentros, necedades y cobardías, Europa parece estar abocada a su final por falta de principio. (Los cielos y la tierra pasarán…Luc. 21,33).
La vieja sabiduría recordaba que no hay moral sin metafísica, ni tampoco, en un ámbito más restringido, hay política sin metafísica, dependencia que tiene una profundidad que va mucho más allá de la restringida concepción cultural occidental que a lo máximo que llega es a una distinción entre el ámbito de la Iglesia y del Estado. Más allá de condicionamientos puramente humanos, la metafísica considerada desde esta perspectiva es además una metapolítica, que está en la raíz de la constitución no ya del estado sino del propio pueblo, que incapaces los vocablos griegos etnos, y mucho menos demos, de agotar el verdadero sentido de su expresión, precisa recurrir al término sánscrito de jana, cuya traducción correcta es: pueblo unánime.
Perdurable por encima de las diferencias y matices de las diversas tradiciones espirituales, este profundo sentido de las raíces estuvo también presente en la Roma clásica politeísta. La ley, decía Cicerón, no es una invención de los hombres, sino algo eterno; incluso en el tardío siglo XVIII aun quedaba un reflejo de esta noción en el pensamiento de Montesquieu, según el cual el Derecho no tiene su origen en la voluntad del monarca, ni en la del Parlamento, ni en la de los electores, sino las leyes son “las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas”.
La sociedad y el estado cristiano medieval, cosmos ordenado con fundamento en una verdad metafísica, tenía una concepción simbólica del hombre, de la sociedad y de lo ultraterreno, capaz de dar un sentido de unidad a casi todo un continente en la época carolingia. La fides, el pacto vasallático de honor, permitió una unidad espiritual de la cristiandad no basada en una organización política , ni diplomática, ni militar, que permitió una armonía de pueblos diversos con lenguas y costumbres diversas, pero con clara raiz metafísica cristiana de su cultura y de su orden social. Diversos avatares ocurridos en el transcurso de los siglos: desviación de la cristiandad occidental de la auténtica raíz cristiana originaria en lo sucesivo mejor conservada en la Iglesia de Oriente ; inversión paulatina de las relaciones entre lo político y lo religioso, traducido en conflicto entre el Sacro Imperio y la Iglesia de Roma; confictos subsiguientes en el orden estamental; deriva progresiva de la función del estamento guerrero en aristocracia detentadora y acumuladora de privilegios de nacimiento y de fortuna, con demasiada frecuencia confundido con el orden tradicional; progresivo aburguesamiento del estamento artesanal y otros muchas cuestiones, teñidas frecuentemente de injusticias y atropellos, acabaron finalmente con un orden que aunque renqueante llegó hasta el siglo XVIII con el punto final de la Revolución Francesa.
La península ibérica excéntrica, al igual que las islas británicas, a la Europa continental, fue no obstante un microcosmos europeo que vivió análogas peripecias. Las diversas Españas tuvieron también su Imperator Hispaniae, basado en pacto vasallático de fidelidad que no en gendarmes, códigos penales, opresiones odiosas u ocupaciones militares. Progresivamente declinante el fundamento metapolítico cristiano, fueron apareciendo similares síndromes a los que ocurrieron en Europa: conversión del estamento guerrero en una aristocracia progresivamente depredadora y rapaz , militarización y burocratización de la Iglesia, en el caso español se podría hablar además de un proceso peculiar de policíaco-inquisitorial de no muy grato recuerdo; ocaso general que en caso español concluyó en la época renacentista con una expansión ultramarina perfectamente profana, que solo una burda apologética misionera podría hacer pasar por tarea religiosa sublime, a menos de considerar valiosos los aspectos más externos, intransigentes, exclusivistas y violentos de un cristianismo occidental ya considerablemente degenerado en el Renacimiento.
No obstante el sentido metapolítico de todas las sociedades y reinos cristianos medievales del microcosmos hispánico daba un sentido de unidad a sus gentes por encima de las diferencias culturales de sus diversos pueblos, que los hacía considerarse hispanos por encima de sus diferencias particulares. Sería engorroso acudir a los archivos de las diferentes universidades europeas, a los documentos diplomáticos, a las declaraciones de los reyes, a las manifestaciones literarias y a otras fuentes diversas para probar sobradamente el aserto, que acaso furibundos micronacionalistas del presente serían capaces de negar. Ciertamente que “in illo tempore” no se producían aberraciones y estrabismos que confundieran lo hispano con lo castellano, como, debido a profundas tergiversaciones de lo histórico, acaeció siglos más tarde.
Destartalado el antiguo régimen se tiró el agua de la bañera junto con el niño, es decir se finiquitaron legalmente las prerrogativas estamentales, la connivencia del trono y del altar, los cuerpos sociales intermedios, los fueros, las propiedades comunales, las manos muertas, el absolutismo y sus atropellos, aunque no ciertamente otros atropellos, y otras tantas cosas que detallan los libros de historia. Carente de metapolítica, es decir de un más allá de la política, la nueva sociedad está huérfana de fundamentos transcendentes, de verdades transhistóricas o de cualquier constante eterna, su única referencia es la opinión mayoritaria que en un momento dado consensúa la población, es decir el poder del pueblo como número o demos, la fuerza mayoritaria de la opinión momentánea de la población, la democracia liberal burguesa en suma. Reducida la política a si misma, puramente cuantitativa, sin referencias superiores, con supuestos meramente emocionales en el mejor de los casos, tal democracia es inhábil hasta para aprehender la noción de pueblo, la noción de nación, previas a la noción estrictamente política de estado, que curiosamente resultan de esta forma creencias u opiniones si no antidemocráticas si al menos ademocráticas.
Los problemas de la democracia moderna se asemejan a las paradojas de la teoría de conjuntos, que sagazmente investigó Bertrand Rusell, así aquella que dice: el conjunto de los conjuntos no es un conjunto. De manera similar se podrían formular toda una serie de cuestiones análogas: ¿ Toda la población consensúa su opinión mayoritaria?, ¿ Una parte de la población puede consensuar su particular opinión mayoritaria o particular pacto social? ¿Qué ocurre si la opinión mayoritaria de una población no coincide con la opinión que un grupo particular considera su opinión mayoritaria? ¿ En nombre de que consenso democrático se incluye o se desgaja una parte en un todo?, se podrían proseguir casi indefinidamente planteando una serie de cuestiones de este jaez de respuesta nada fácil, que evidentemente ya tenían in mente Rousseau y los padres de la Revolución Francesa, y por supuesto cualquier habitante de la península ibérica, evitemos adjetivos comprometedores, que sepa leer periódicos. Desaparecido el viejo fundamento metafísico se accede a unos extraños y arduos problemas de álgebra que la realidad cotidiana prueba que cuesta sangre abundante resolver.
Entre los problemas más peliagudos del contrato social destaca el imperio que pretende imponer el puro reino de la cantidad, el grupo de los números naturales; así se convierte en pedagogía heroica convencer a alguien imbuido de una certeza que el recuento de opiniones adversas anula la pertinencia de esa certeza tenida por verdad, ¿ le queda a la verdad alguna posibilidad frente al cómputo?, ¿hay que claudicar definitivamente y admitir que la única verdad es el cómputo triunfante de una opinión? ¿una pretendida verdad sin el refrendo de un cómputo favorable es por ello autoritarismo intorelable?. Entre los presupuestos para salir airoso de tales problemas se postula de manera optimista y angelical la tolerancia, incluso tolerancia frente a lo que se puede creer como error y como mal; pero se olvida frecuentemente la tolerancia no va más allá de considerar que pueden existir posiciones distintas o contrarias a la propia, pero no a considerar que estas últimas sean ciertas y válidas, por tanto en lo que atañe al fondo de la cuestión se puede decir que las espadas siguen en alto; esta noción posee una compleja mezcla de moralismo hipócrita tanto más irresoluble cuanto que la libertad de opinión da por principio cancha a cualquier libre expansión del egoismo, implicación perfectamente captada en su momento por el Marqués de Sade. Este moralismo entre ñoño y desquiciado, según la ocasión, contrasta vivamente con las viejas virtudes teologales y cardinales del cristianismo, que suponían una vida de esfuerzo, generosidad y vigilancia para estar en sintonía con las energías deificantes.
Ante tal consenso mayoritario de la opinión del momento tampoco cabe argumentar acerca de ninguna verdad atemporal, ni del esfuerzo de generaciones imbuidas de un mismo espíritu, juzgadas como rémoras y antiguallas para la ilimitada independencia individual. Esto explica la poca aficción de los sistemas liberales vástagos de la Revolución Francesa al recuerdo del pasado, siempre siniestro y oscuro para ellos, así por ejemplo hay una frase del muy afrancesado presidente de la segunda república española D. Manuel Azaña que es toda una pieza de museo:” En el estado presente de la sociedad española - dijo - nada puede hacerse de útil y valedero sin emanciparse de la historia. Como hay personas heredo-sifilíticas así España es heredo-histórica”. Así no es extraño constatar como en el actual estado español cuya organización política se considera ufanamente como democrática, no se cuida demasiado el recuerdo del pasado, tal vez por considerase oscura caverna no iluminada por las luces del progreso; claro que cuando se ocupa en cuestiones como los planes de enseñanza de la historia del país o e las autonomías que la componen la cosa resulta aún peor: el sesgo, la ocultación, la interpretación forzada, las patrañas, la desconfianza, los malvados de turno o la proyección paranoica. Un caso paradigmático de confusión son los casos de Castilla y León y Castilla- La Mancha, nuevos entes creados ex-novo, de confusa y tergiversada historia inculcada con premeditación a los tiernos infantes, para mejor funcionamiento del aparato de consenso y tira como puedas, y cuya originalidad mendaz consiste precisamente en afirmar que estos entes carecen de particularidades, de historias que los singularicen y los arraiguen a una continuidad misteriosa de vida diferenciada e irrepetible, se trata por lo visto de entidades que desde el principio nacieron uniformes, sin diferencias ni matices, abstractas, con un vacío universalismo y aptas desde sus conmienzos para ser sustentáculos firmes de una no menos abstracta e ideal España, que por le camino que va parece mucho más de efímeros que no de eternos destinos. No faltan, claro está, enterados de última hora que aseguran que la conciencia histórica es mera erudición reaccionaria y rémora a la planificación tecnocrática y administrativa.
Espacio de la opinión sin trabas y del individualismo egoísta, apenas contenido por una predicación tartufesca de tolerancia ¿cómo puede funcionar el invento en realidad?. Con cínica brutalidad cortó por la sano Sieyès los problemas de los pequeños grupos, asociaciones, regiones, gremios, órdenes, cofradías y demás cuerpos intermedios del antiguo régimen el exponer ebrio de mando y poder en la sesión de la Constituyente de 7 de septiembre de 1789:.” Todo está perdido si nos permitimos considera a los municipios, a los distritos o a las provincias como a una serie de repúblicas unidas solamente bajo los aspectos de fuerza o de protección común. Francia no debe ser una reunión de pequeñas naciones que se gobiernen separadamente como democracias; no es una colección de estados; es un todo único”, esto fue posteriormente plasmado en el artículo 3º de la Declaración de los Derechos del Hombre: ”El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún individuo ni corporación puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella”( Bertrand de Jouvenel. El poder). Por tanto se acabaron, al menos sobre el papel, los problemas y paradojas de los conjuntos varios, la voluntad popular solo podía manifestarse en la Asamblea nacional. Todo esto había sido propugnado ya antes por Rousseau : “ cuando se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación total , la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general en relación a sus miembros y en particular en relación al Estado,entonces no cabe decir que hay tantos votantes como hombres , sino como asociaciones..; entonces no hay ya voluntad general y la opinión que domina no es sino una opinión particular. Importa, pues, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado..”(J.J. Rousseau. Contrato Social. Colección Universal. Espasa Calpe 1929 p 44) . Por tanto suprimidos los antiguos cuerpos intermedios como órganos políticos y convertidos en meros órganos administrativos, descarnada la convivencia humana de sus próximos en espacio y el sentimiento, sin asideros el pensamiento y la vida en ningún principio transcendente, se propuso una nueva idolatría como sucedáneo de la vieja tradición, la opinión mayoritaria de aquel momento aceptó la nueva ficción de la nación, ente abstracto donde los haya, sede de la soberanía y la Asamblea nacional como órgano político. La primera excursión de la libertad moderna por los parajes de lo sin límite produjo vértigos espantosos que condujeron al paliativo de la igualdad; ante la angustia de la diferencia, juzgada como perturbadora y amenazadora, solo quedaba en espejo ilusorio de la igualdad, como si una de las dimensiones de libertad no fuera precisamente la posibilidad de ser desigual y distinto.
Difícil la concordancia de esos dos polos, se intentó probar con la argamasa de la fraternidad, entendida como camaradería humana, entendida como emoción y no como amor de fusión en la unidad divina. Eslóganes o como mucho postulados, la triada: libertad, igualdad y fraternidad, carecen de la jerarquía de un principio metapolítico. ¿ Prima la libertad sobre la igualdad o viceversa?, no es fácil resolver la cuestión, sobre todo teniendo en cuenta que la libertad en cuestión versa mucho más sobre las coerciones externas, sobre el libre despliegue de las pulsiones instintivas, o sobre el posible capricho puro y simple, que no sobre la liberación metafísica del yoga, del budismo o del monacato hesicasta. Postulado de relleno, nadie se platea en serio precedencias entre la fraternidad y las otras dos; menos aún cuando lo más que se habla hoy día es de la tolerancia, fácil de admitir cuando no comporta más que la admisión de la mera constatación de la diferencia, pero más peliagudo cuando de lo que se trata es de ponderar que ideas, posiciones y actitudes consideradas en el fuero interno como falsas, erróneas o peligrosas deben regir la sociedad y ser de obligado cumplimiento en virtud del consenso aprobado en un recuento de votos; naturalmente que como los principios son cada vez más evanescentes, por no decir inexistentes, parece que el invento, provisionalmente, marcha. Un ligero problema se presenta cuando una opinión perversa obtiene mayoría; basta acordarse para ilustración de desmemoriados y depreciadores de la historia que Hitler subió al poder cumpliendo los requisitos procedimentales parlamentarios.
Perdida la característica conformatoria del pueblo en su raíz, indisolublemente unida a la tradición espiritual, accedió a escena la nación moderna abstracta y de obligada adoración, respeto y temor; ídolo de horrible culto que exige vidas humanas cual Moloch sangriento, y que dio pronto buenas pruebas de lo que iba a ser su andadura histórica. La primera resistencia a la soberanía nacional de la Francia revolucionaria se aplastó con la primera guerra de exterminio genocida conocida en el occidente moderno, en la región de La Vendeé, con matanzas a granel muy anteriores a las de Auschwitz, Treblinka y Sobibor, aunque como los carniceros de aquel entonces se suponía que asesinaban en nombre del progreso y la libertad se fue notablemente indulgente, casi en grado de indulgencia plenaria, y se ocultó bastante el asunto. La evangelización de la buena nueva de la nación soberana se hizo igualmente con abundantes ríos de sangre, cosquillas de guillotina y sobre todo con las guerras napoleónicas que con sus democráticas levas populares convirtieron en juego de niños las guerras del siglo XVIII; el progreso se manifestó ante todo como progreso del poder, de la destrucción, de la muerte y de la sangre; a la España del XIX le tocó probarlo en propia carne. Democracia y violencia tuvieron en el origen un escandaloso devaneo que la espesa ignorancia de la historial y del pasado, cuidadosamente fomentada, cubre con un manto de respetabilidad.
Ya con vida propia y transcurrido algún tiempo, el abstracto fantasma de la nación soberana fue acogido en su culto por el fascismo, que no se sabe muy bien si en esto era demócrata y revolucionario, o más bien si la democrática Revolución Francesa era fascista, pues en esto de las opiniones ya no hay manera de tener criterios claros, sería conveniente en cualquier caso ponerlo a votación para salir de dudas.
Suprimidos los cuerpos intermedios fué establecida la libertad de opinión individual del ciudadano expresable mediante sufragio directo, pero con la condición restrictiva de que la soberanía nacional y la voluntad general reside en la Asamblea nacional, cualquiera que sea el nombre particular que ha recibido en las distintas democracias que en le mundo ha habido, pasándose a una inducción lógica y fatal: “ergo el ciudadano necesita agruparse en partidos para obtener posibilidad de mayoría”. Máquinas poderosas que adquieren cual Frankenstein vida propia, de costoso mantenimiento y con la voluntad delegada del ciudadano, aunque a veces más parece secuestrada, son finalmente los partidos, y más aún su aparato y sus líderes, los que verdaderamente deciden la aplicación de la política. Rigurosamente prohibida en nuestro país la votación individual si no es a través de partidos o agrupaciones, en flagrante contradicción con la libertad individual que en teoría debía de prevalecer en una democracia, mero flatus vocis, ésta es en realidad una verdadera partitocracia, que convierte en un camelo descarado todo el montaje institucional: opinión individual, división de poderes, independencia de la justicia ect.
La actual España tras borrascosa singladura política de restauraciones, dictaduras y dictablandas, guerras y paces, repúblicas y monarquías, literalmente triturada su antigua tradición, llega exánime a un régimen parlamentario y monárquico, estatal y autonómico, vástago reconocible de la Revolución Francesa aunque con originales cabriolas y contorsiones: no se quiere unitario pero tiene miedo de ser federal, no nación de naciones ni nación uniforme, se quiere democracia pero es partitocracia, tal vez se llama España pero con vergüenza pudorosa se alude a ella como estado español, adjetivo este último no se sabe bien si calificativo o despectivo, se pretende monarquía de derecho pero es república de facto o tal vez 17 repúblicas pese a la corona. Curioso régimen que con cierta nostalgia de algunos cuerpos intermedios del pasado, los reanima dotándoles de modernas instituciones estatales o paraestatales como son las autonomía, que lejos de la antigua concepción foralista, concreta y diferenciada están transidas de un unitarismo uniformizante celoso y sin fisuras propios del estado moderno, y además, signo fatal de los tiempos, acordes en esto con el nuevo estilo de radicalización micronacionalista acaso un poco tercermundista y africana, no tratan tanto de ser parte armónica de un conjunto, sino que, tras vagas proclamas solidarias, acarician algunas de ellas el sueño de convertirse en nuevos estados modernos, más pequeños pero estados al fin y al cabo, con todas las características de soberanía, fiera independencia y demás contradicciones de estos nuevos vástagos de la Revolución Francesa; el problema es que, como bien nos enseña la electrostática, las cargas del mismo signo se repelen. Carentes de un principio metapolítico de unión, inexistente desde hace siglos, sin ningún deseo de adorar al ídolo estatal español, sino más bien a su particular y pequeño ídolo nacional, salvo en el tamaño en todo idéntico al anterior, aparecen en toda su crudeza los irresolubles problemas que plantea la moderna democracia como consenso mayoritario de opiniones, bien distinto del fundamento ecuménico de la vieja tradición espiritual cristiana. Eliminada la profana idolatría del estado nacional, a la que se agarran desesperadamente los devotos de la anterior creencia, nada dice la teoría de la democracia acerca de si un conjunto de personas debe ser más o menos grande; la unión de los pueblo y los reinos de España en el pasado tuvo su raíz en fundamentos muy distintos, es por lo tanto una peligrosa ilusión pensar que con solo un deseo emocional van a volver los tiempos del pasado, cualquier tregua de consenso opiniático mayoritario de votos no será probablemente más que un espejismo transitorio.
Un ejercicio de la política democrática que aspire a ser honesto está pleno de dudas, de incertidumbres y de tensiones, por lo que lejos de ser una panacea las mentes más agudas lo han considerado más un medio que no un fin y menos aún un ídolo mayestático intocable y se han limitado a evaluarlo por vía negativa, así se recuerdan las opiniones de Aristóteles o de Winston Churchill en el sentido de que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. La moderna democracia liberal surgió en medio de sangre, crímenes y violencia, justificada, no faltaría más, en nombre de altos designios de evolución y avance; sin embargo los medios no dejan hoy día de presentar la democracia como un compendio virtudes ejemplarizantes y tiernas hasta el lagrímeo, capaces de acabar con todo tipo de maldades humanas: delicadeza humanitaria y melindrosa, desprendimiento generoso, mansedumbre de cordero lindante con el puro masoquismo si terciara el caso y alguna que otra más; la noción exigente de la vieja virtud como esfuerzo por y apertura a la perfección, queda sustituida por el consenso mayoritario de opiniones políticamente correctas, transmutación prodigiosa que prueba entre otras cosas los milagros de las sugestiones mediáticas. Así las cosas, y desde una perspectiva una tanto retro claro está, parece por tanto ineficaz e hipócrita, cuando menos, la apelación a la democracia como lo opuesto al tiro y la bomba, y donde naufragó un sentido moral transcendente parece ingenuo que vaya a hacer mella una apelación convencional y tartufesca a la tolerancia, pero naturalmente el discurso y sermoneo del moderno líder político no da para más. Queda, claro está, la apelación, moralista y severa a la par, al derecho, reverencia y homenaje a un juridicismo romanista nada raro en un pais de estirpe latina, pero el derecho no puede hacer buena a las personas, no va a la raíz de la maldad humana, en el mejor de los casos puede tan solo prevenir alguna porción de mal.
Laico, profano y descreido y sin la menor idea de la vieja organización federal popular de instituciones como las comunidades de Villa y Tierra de la vieja Castilla foral del medievo, o en otro sentido la federación de coronas catalano-aragonesa , el moderno ciudadano demócrata cree que por encima de todo prima la soberanía nacional grande o pequeña pero una e indivisible, suma , según cree, de los bienes individuales; muy distinto del orden medieval del bien en el Reino de la vieja Castilla, en que el primer bien era el hombre concreto responsable de un destino breve en la tierra y dilatado en un más allá definitivo que daba un sentido a su actividad como arte de vida, organizada frecuentemente en gremios o cofradías, ampliada su convivencia social por una participación real, que no meramente electoral, en el consejo del municipio, luego en el consejo de la villa a la que pertenecía el municipio, y solo al final en el Reino de Castilla, de manera que lo que quedaba como ámbito político más extenso era el residuo de espacios más íntimos y cercanos, es decir una resta y no una suma como ahora su pretende con el moderno estado abstracto. El Reino era demás concreto, personal, autoridad primera pero de profundo sentido simbólico y limitada por fueros, bien distinto de la nación abstracta, soberana celosa de los cuerpos intermedios más pequeños y tirana encadenadora del sometimiento sin límites al recuento opiniático mayoritario acertado o erróneo, y si esto fallara a la policía.. Si se entendiera esto, acaso se entendería también que las antiguas comunidades castellanas tenían una buena dosis de autodeterminación, turbadora palabra para el moderno ciudadano, antes claro está que magnates, dignatarios eclesiásticos, príncipes ,monarcas y demócratas jacobinos acabaran con el foralismo castellano a lo largo de dilatados siglos, vendiéndonos de paso la moto de unos extraños castellanos que nunca opusieron sus fueros frente al romanismo jurídico leonés, que nunca fueron paticularistas frente unitarismo uniformizante leonés, que nunca reclamaron sus libertades frente a las imposiciones de una monarquía autocrática; en definitiva el precioso esperpento de un castellano centralista cual emperador chino, autoritario como sargento prusiano, autócrata cual zar, déspota sin ilustración, tirano cual sultán en su harén, universalista exento de particularismos sensatos y de cepa eminentemente charra, manchega, pucelana o sanabresa según los casos y las añadas.
Incluso en autonomías de moderno y apaciguador diseño como Castilla y León, Madrid o Castilla-La Mancha, confuso potaje creado mucho más en virtud de los intereses del estado nacional y soberano español, al socaire de una mengua y pérdida casi absoluta de conciencia historica de pertenencia a diferentes diversidades regionales o peor aún reducidas estas a una mera, lejana, vaga y abstracta españolidad idónea para manipular desde Madrid, que no como restauración de cuerpos forales tradicionales intermedios, se manifiesta recientemente en una pequeña parte de sus jóvenes, normalmente adheridos a partidos minúsculos de sospechosa adscripción y financiación y no pensantes por cabeza propia, un efecto mimético de lo que ocurre en otras autonomías del estado más beneficiadas por el actual régimen autonómico, y lastrados sin duda por la considerable ignorancia de la historia y la sugestión inherente a la moderna ideología democrático-jacobina claman idolátricamente por una Castilla abstracta, onírica ,soberana, única e independiente. opuesta con odio tipificado de consigna borreguil y trivial al ídolo estatal español. Se llega a proponer sin vergüenza que constriña y sonroje la Gran Castilla o la gran pesadilla, que, mucho antes que Milosevic y su Gran Serbia, propuso D. Nicolás Sánchez Albornoz, impenitente centralista muy en línea con un unitarismo jacobino aterrorizado y espantado de diferencias y libertades. El bagaje cultural escaso y la distorsionada educación recibida por estos jóvenes, e incluso no tan jóvenes, no les permite apreciar siquiera que, aunque con un habla común que tardó siglos en extenderse y desplazar a las lenguas autóctonas, ese nuevo ídolo abstracto que adoran, esa extraña entelequia uniforme y falaz que se insiste torpemente en llamar Castilla, conglomerado de terrenos formado mayoritariamente por territorios básicamente leoneses de la cuenca media del Duero (Duerolandia), además de ser un eslogan falangista y franquista heredado a su vez de la burguesía cerealista y la mesocracia vallisoletana del XIX, por mucho que alardeen de progresismo sus corífeos, contiene regiones que históricamente representan no ya cosas distintas sino incluso perfectamente opuestas en muchos aspectos: León; el Pais Toledano (antiguo reino de Toledo que incluía la Mancha) y la Castilla propiamente dicha.
Parece que entronizada la idea de estado nacional soberano orgullosamente independiente, se desprecia como antigualla, cuando no con miedo y escalofríos, el fraccionamiento del poder en los escalones organizativos intermedios, dedicados en el mejor de los casos a meras funciones administrativas y de intendencia. A este respecto sorprende por lo inusual la opinión del eminente escritor Salvador de Madariaga vertida en el diario “Excelsior” de Méjico allá por el año 1958:
«No considero que el sufragio universal directo sea condición esencial ni del liberalismo ni de la democracia. Estimo que el sufragio universal directo no pasa de ser un mecanismo sociológico-político que cabe adoptar o rechazar sin tocar para nada a los principios. A mi ver, el sufragio universal directo sólo puede funcionar bien en comunidades pequeñas, y, por tanto, hay que limitarlo al Municipio. Pero en cambio, este Municipio, hoy privado de vitalidad política por la centralización, debe asumir amplios poderes que hoy usurpa el Estado central y, en particular, la iniciativa en cuanto a los impuestos, de modo que los organismos más vastos, como la provincia, la región o el Estado federal, recibieran sus fondos del Municipio, y no como hoy, al revés. Los Municipios serían, pues, Estados casi soberanos, lo que sitúa la limitación del sufragio directo al Municipio en su verdadera perspectiva, ya que el ciudadano gana en poder de gestión inmediata casi todo lo que pierde en amplitud de ese voto teórico y más bien vacío que ejerce cada cinco años, y que apenas si consiste en otra cosa que el meter el boletín en una urna. Estimo también que la nación no es la suma aritmética de sus habitantes, sino la integración de sus instituciones y que, por consiguiente, los Municipios, una vez constituidos, no deben quedarse - como hoy sucede- al margen de la corriente vital que va del ciudadano al Estado federal. Porque hoy esta corriente los rodea y aísla de la vida nacional, reduciéndolos a la administración de tranvías y alcantarillas. Los individuos sueltos eligen hoy el Parlamento y el Gobierno sin consideración alguna para con el parecer municipal, parecer que en el plano de las instituciones políticas se me antoja más importante y más competente que el del individuo. Mi crítica apunta a la usurpación por los partidos de una función que en realidad incumbe a los Municipios. Los partidos son abstractos e ideológicos, mientras que los Municipios son concretos y empíricos. El ciudadano que viera limitado su sufragio al Municipio, puesto que éste quedaría elevado a una cuasi soberanía, tendría que aplicarse mucho más de lo que hoy hace para seguir de cerca la vida municipal. Si, para concretar, aplicásemos este sistema a España, los ciudadanos elegirían los concejos; éstos, los concejos de comarca; éstos, los doce Parlamentos' uno por cada región o país, y los doce Parlamentos elegirían un Senado nacional que se ocuparía tan sólo de los asuntos cuyo interés abarcase a la nación entera. No alcanzo a comprender por qué ha de escandalizar este esquema a los liberales demócratas. Por tanto, eliminaría los dos males más graves de que adolece el sistema actual: los «slogans» y el alto costo de las elecciones, que supeditan la vida política al dinero.
(Jorge Juseu . Monarquía a la española. Instituto de Estudios Políticos. Madrid 1971)
Son estas curiosamente opiniones de un gallego que tienen sin embargo una clara concordancia con la organización comunera y local de la vieja Castilla medieval, organizada de abajo arriba, muy distinta en esto de las entelequias autónomicas de reciente creación: Castilla y León, Castilla –La Mancha y Castilla de los Coches-cama y de los Grandes Expresos Europeos, dotadas de parlamento único y soberano, de territorios homogeneizados sin distinción de peculiaridades ni de historia, de partidos políticos, normalmente sucursalistas, con poderosos aparatos y líderes que se arrogan la verdadera participación popular, de consejeros o viceministros muchos y abundante recua administrativa pagada obligatoriamente por el sufrido contribuyente.
Sería una ingenuidad, por otra parte, pensar que hoy día el personal tenga verdaderamente un serio interés en algo que vaya más allá de una testimonial democracia de representación, que apenas exige algo más que el esfuerzo de depositar una papeleta en una urna cada lustro poco más o menos, lo que rara vez ocasiona hernias. Frente a eso una auténtica democracia de participación, que comprometa en la gestión de la cosa pública, exige poner al servicio del interés general un tiempo, esfuerzo e ilusiones que la inmensa mayoría de la gente prefiere hoy día dedicar a sus propios intereses y complacencias individuales, por lo que diluida la responsabilidad en un acto formal y dilatadamente espaciado de mera elección de opiniones de personas o grupos que en la inmensa mayoría de los casos no conocen, la solidaridad social y la comprensión de los deberes colectivos se resienten cada vez más de una elasticidad mínima, por no decir de una disminución patente. Sin contar con la cada vez más extensa pérdida de principios, que difícilmente puede evocar fines o metas que vayan más allá de indicadores cuantitativos de acumulación material o de satisfacción de necesidades o deseos más o menos esenciales, muchos de los cuales empiezan a ser ampliamente cuestionables en las sociedades occidentales desarrolladas ante un entorno mundial de escasez y deterioro creciente. El pasotismo liga tan poco con sacrificio y molestia como agua con aceite.
El hombre de partido y mucho más el líder se beneficia a corto de esta situación: le permite aspirar a cargos; la papeleta le justifica ante el pueblo; el derecho constitucional le otorga una soberanía que le libera de cualquier compromiso o promesa previa, considerado ya como una antigualla definitiva el mandato imperativo de antaño; accede a la categoría de administradores de recursos humanos (a dedímetro); protagonista deseado de la prensa del corazón; cultivador esforzado del narcisismo y la vanidad en cuanto medio se le pone a tiro, y también, last but not least, gestor de unos presupuestos monetarios que para si quisieran las más grandes multinacionales. Si resucitaran los antiguos caciques de la época de la Restauración decimonónica se quedarían de un color pálido, tirando a verdoso cianótico, de envidia cochina al ver el estatus de los parlamentarios, consejeros, presidentes, cargos y carguitos autonómicos; posiblemente no entenderían bien el paso que va de la pequeña aldea al pueblo soberano (y autonómico). Se comprende pues que toda política que aspire más a una verdadera participación popular y por tanto a una democracia más directa que no a la intermediación y manipulación de los partidos, se mire miedosa y recelosamente como una atentado alevoso al Establishment; los partidos, sus aparatos y sus líderes acaban por considerar sus ideologías, sus carreras, sus prebendas y sus expectativas, ¡oh paradoja!, como más importantes que el pueblo mismo, pese a la propaganda y a las protestas de tierno amor por la plebe..
Ciertamente hay que reconocer que centrar la vida política en el sufragio directo del municipio y la comunidad es una proposición políticamente incorrecta perfectamente opuesta a la trayectoria de la vida política desde hace más de doscientos años. El municipio ha sido zarrapastrosa cenicienta entre las administraciones públicas, que recogía los mendrugos que se dignaba arrojarle su majestad el Estado muy soberano. Las elecciones tan solo eran para ocuparse de algunas actividades bastante corrientes: recogida de basuras, agua, veterinaria, pavimentación de calles, mercados de abastos, alguaciles, licencias de circulación, cementerios y otros menesteres poco dignos de cualquier hidalgüelo con ínfulas que se precie. Reclamar el orden municipal, comunero y foral parece un atentado a la Real Politik de altos vuelos: liquidación de los recursos planetarios, alteración mundial del clima, mundialización de la especulación financiera y de la usura, descomunales monopolios y oligopolios como ejemplo de libre concurrencia capitalista que, eso si, solo buscan la libertad de elección del consumidor, circuitos grandiosos de economía negra, comercio de armas y droga, altos dividendos por encima de todo, contaminación, financiación de la desestabilización y el terrorismo internacional, crímenes de estado, robos, prevaricaciones y cohechos a gran escala, entronización de las internacionales de la opinión política y de los círculos transnacionales y opacos del poder mundial, sugestiones y mentiras mediáticas de ilimitada expansión y otros números circenses de alta calidad estética que convierten la reivindicación de la inmediatez local y comunera en sosa paletería de aburridos y retrógrados ciudadanos, adornados aún con el pelo de la dehesa, rémora intolerable a la mundialización total de la golfería, que poco o nada tiene que ver con la universalidad humana.
Alguna cosa más se encuentra en el rincón de opiniones lúcidas y curiosas, tal las ideas de base para un posible Estatuto de Autonomía para Castilla y León del doctor Bañuelos, un médico vallisoletano no exento de intuiciones sobre instituciones tradicionales del pasado; tributario eso si como buen vallisoletano de un estrabismo óptico relativamente moderno que consiste en confundir el antiguo Reino de León y el antiguo Reino de Castilla en una macedonia de territorios de la cuenca del Duero medio, fundamentalmente leoneses, que se denomina convencional y tópicamente Castilla y León, algo así como si se dijera Alsacia y Lorena, el gordo y el flaco, caperucita y le lobo, Martes y Trece o Blancanieves y los siete enanitos, denominación que frecuentemente se abrevia aun más y queda reducida al solo nombre de Castilla, y de los que se considera como meollo la leonesa región de Tierra de Campos, con la muy leonesa ciudad de Valladolid como la capital natural y colmo de la castellanidad, macedonia enrevesada a la que la denominación de Duerolandia haría mucho más homenaje y honor a la verdad; macedonia por cierto a la que muchos añaden recientemente el sirope del Reino de Toledo y la Mancha para delicia de modernos gourmets micronacionalistas. Es ciertamente comprensible que en los años treinta en pleno apogeo de una Castilla irreal e idealizada de Unamunos y Azorines; no menos que de los discursos euclídeo-geométricos ortegianos que titulaban castellano lo que en realidad es leonés, fielmente seguido en eso por su vallisoletano discípulo Julián Marías; así como, no lo olvidemos, época del conspicuo y vallisoletano falangista Onésimo Redondo, intitulado, ¡ oh misterio!, “caudillo de Castilla”; así como de sus no menos famosas, duras y violentas J.O.N.S., se llegara finalmente a creer en uniformidades históricamente inexistentes, en falacias y bulos que la ignorancia, el engaño y la propaganda parecen haber asentado con fatalidad en las molleras medias. Acerca de lo cual vienen que ni pintadas aquellas palabras que ponía Antonio Machado en boca de Juan de Mairena:
Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se acepta como una fatalidad,- al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.
Pues bien nuestro buen vallisoletano, el doctor Bañuelos, no dejó de tener, pese a su síndrome castellano-leonés de estirpe genético-taratológico-pucelana, más corriente e incurable de lo que parece, una considerable penetración de lo que podría ser una organización política popular y concreta:
Por estas mismas fecha, mayo de 1936, el doctor Bañuelos presentaba lo que denominó las “bases políticas y administratívas”, las cuales venían a ser el borrador de un Estatuto que no llegó a ver la luz, porque poco tiempo después estallaba la guerra civil y todos los procesos autonómicos quedaron detenidos bruscamente. No obstante, por su interés, merece la pena su reproducción (recogido por Orduña E. en El regionalismo ... op. cit):
"PRIMERA. Castilla y León se constituyen en región autónoma para defender a España y su imperio espiritual y para defender sus derechos, en régimen de igualdad, con las demás regiones autónomas de España.
SEGUNDA. En la región autónoma castellano-leonesa seguirán, como hasta hoy. las provincias con sus límites actuales y administración provincial autónoma dentro de la región.
TERCERA. Para evitar gastos de nuevos organismos burocráticos, las diputaciones provinciales, que recibirán desde la promulgación del Estatuto el nombre de consejos provinciales castellano-leoneses, deliberarán reunidos, en primavera y otoño, durante el menor número posible de días, con el nombre de Asamblea de los Consejos de Castilla y León.
CUARTA. De todas las provincias se nombrará un representante, que reunido con los de las otras provincias, constituirán el Consejo Supremo Permanente de Castilla y León.
QUINTA, La Asamblea de los Consejos de Castilla y León celebrará sus reuniones cada año en una provincia bien en la capital o en una ciudad que no sea la capital,
SEXTA. Sus acuerdos o leyes serán vigilados en su cumplimiento por los consejos provinciales, y se recurrirá ante el Consejo Supremo en caso de incumplimiento o duda.
SEPTIMA. El Consejo Supremo de Castilla y León residirá en una ciudad del centro de la región, capital de provincia o no, y en lugar que sea de fácil acceso para todos los habitantes de la región.
OCTAVA. Las atribuciones del Consejo Supremo de Castilla y León serán vigilar el exacto cumplimiento de las leyes castellanas, así como también ser depositario de los poderes transferidos por el poder central y mantener las relaciones oficiales con éste.
NOVENA. Castilla y León reclaman para su Consejo Supremo las mismas atribuciones políticas concedidas a la Generalidad de Cataluña. Y para la Asamblea de consejos castellano-leoneses, los mismos poderes legislativos que se han otorgado al Parlamento catalán.
DÉCIMA. Para los efectos de orden público, el Consejo Supremo de Castilla y León su presidente gozarán de iguales poderes que el presidente y la Generalidad de Cataluña.
UNDÉCIMA, Las provincias castellanas y leonesas, que serán autónomas dentro de la región, elegirán sus consejeros provinciales por circunscripciones de 25.000 habitantes cada una, al fin de que dentro de cada provincia sean árbitros de sus destinos las diferentes porciones de la misma, que pueden tener intereses particulares y distintos,
DUODECIMA. Los ingresos de cada provincia, con arreglo al acuerdo que se llegue con el poder central, serán administrados por cada provincia castellano-leonesa libremente, excepto el 1 0 ó 20 por 1 00 que se podrá, por acuerdo de la Asamblea de los Consejos de Castilla, destinar a obras comunes.
DECIMOTERCERA. De la realización de esas obras en cada provincia se encargará cada Consejo provincial, con su personal actual, para evitar nuevo persona burocrático”.
(Historia de Castilla y León. Editorial Ámbito. Valladolid 1986. Pp74-76)
Prescindiendo del punto séptimo donde el muy picarón del doctor Bañuelos insinuaba veladamente la capitalidad para su Valladolid natal, como la realidad confirmó después para un engendro político-administrativo notablemente peor que el ideado por nuestro personaje, no dejan de ser notables muchas de sus propuestas, que recuerdan más la medieval organización de las comunidades de villa y tierra castellana que no al régimen autocrático, señorial, oligárquico y neogótico leonés finalmente extendido a toda la península con el falso adjetivo de castellano, algo así como la figura del toro bravo que adorna los campos del solar patrio, que lanza un guiño cómplice que podría entenderse como que todo español es torero, cuando lo que ocurre más bien es que hay mucho camaleón vestido de torero. La referencia retórica al imperio espiritual de España en plena segunda República se nos antoja una reminiscencia del lenguaje de los fascismos de los años treinta, bien presentes en las tierras vallisoletanas, a menos que fuera una improbable insinuación de una dimensión diferente. Es singular no obstante la defensa de autonomía y prioridad la provincia, en el caso castellano heredera más o menos fiel de la antigua comunidad de villa y tierra, y posteriormente de la región, con un orden claro de las preferencias humanas y financieras que privilegian lo próximo, concreto y particular en detrimento de lo lejano, abstracto y general; destaca igualmente el deseo minimizar el número y coste del personal administrativo, así como el número de reuniones político-administrativas, atribuciones y dotaciones financieras del ámbito superior de la región; tiempos aquellos aún poco keynesianos donde no era mucha la fe en las virtudes del déficit presupuestario, de la inflación del estado y sus servicios y de los empleos camelo. En suma algo perfectamente opuesto a lo que son hoy las autonomías. No es tan imaginativa y tradicional sin embargo la comparación envidiosa con Cataluña, producto tal vez de una constelación psíquica de celos más que de un programa político autóctono o peor aún miedo a un separatismo insistentemente atacado por la burguesía harinera, cerealista y agraria vallisoletana desde el siglo XIX, origen de fantasmas, pesadillas y embrollos varios como aquellos que decían que la leonesa Tierra de Campos y Valladolid eran el no va más de Castilla y abanderadas de la españolidad más rancia, único contenido al parecer de tal Castilla de pacotilla, contra el separatismo pérfido; este aspecto parece más una referencia a rivalidades futboleras que no a un programa político serio. Se hecha en falta por otra parte cualquier referencia a las garantías forales, pero eso ya es una flor de difícil fructificación en el clima pucelano por razones históricas que ya pocos comprenden.
Incógnita esencial no despejada era el posible encaje de una organización regional popular y con una cierta dosis comunera y tradicional en una república laica, centralista y jacobina como fue la segunda República española. Problema homeomorfo al encaje de las actuales autonomías en el estado central, de connotaciones similares a las paradojas de la teoría de conjuntos anteriormente mencionadas. Esto conecta también directamente con la inquietud platónica acerca de la fragilidad e imposible estabilidad de la doxa u opinión como fundamento verdadero del ser y su conocimiento. El desperezamiento de diversos pueblos europeos y su difícil convivencia y encaje dentro de los moldes del estado nación de moderna factura democrática hace pensar que acaso haya pasado ya la oportunidad histórica y el tiempo de estos; claro que menos juego dará aún una federación continental europea diseñada por altos ejecutivos, poderosos financieros y diplomáticos con caché, el phoedus o pacto puramente pragmático, comercial, genéricamente humano, horizontal y convencional: autopistas muchas y destinos pocos, euros devaluados, banco central de desconocida legitimidad democrática, política monetaria a cargo de no se sabe quien, bolsa de valores, ficticios en su mayor parte, supresiones aduaneras a favor de aduana única para un conjunto sin rostro, amagos de eurodemocracia y europartitocracia, boletines oficiales de directivas tiranas, proyectos Leader de caprichoso favor, subvenciones a la desaparición de aparatos productivos, asalariados que no artistas de trabajo y vida, educaciones tecnocráticas con su Erasmus incluido, lenguas varias y ninguna verdad esencial y superior que enunciar, y mercachiflerías diversas; esto sería en definitiva llevar el mismo juego del estado nacional a un nivel puramente cuantitativo más amplio y extenso pero a la postre un intento fútil y destinado en no mucho tiempo a idénticas dificultades y fracasos, o probablemente mayores. Misteriosamente parece cerrarse un ciclo en el que el final parece aproximarse al principio. Una última esperanza cabría concebir si acaso se pudiera retornar al fundamento metapolítico que dio origen a Europa, pero todo un curso de acontecimientos desgraciados cavaron un abismo de distancias de casi imposible superación. Babel de desencuentros, necedades y cobardías, Europa parece estar abocada a su final por falta de principio. (Los cielos y la tierra pasarán…Luc. 21,33).