ALGUNAS CONSIDERACIONES EN TORNO AL ADJETIVO
COMUNERO.
Asombra comprobar la cantidad de ocasiones en que se utiliza el adjetivo comunero como si fuera una expresión que compendiara todas las bondades de no se sabe muy bien que régimen social y político, con referencia , claro está, a lo castellano y a Castilla, a la cual se le adorna emocionalmente de los adjetivos libre y comunera y parece como si todo quedara definitivamente claro.
Muy al contrario de lo que muestran las apariencias, es más que probable que la inmensa mayoría de los que usan el adjetivo comunero no tengan la menor idea de donde proviene ese adjetivo, que significó tal palabra durante largos siglos en Castilla, y que poco asimilable es a cualquiera de los ordenamientos políticos y sociales que advinieron después a la sufrida Castilla. Ignorancia que es además una causa fundamental en la errónea delimitación histórica de la verdadera Castilla comunera, que actuales razones de extensión, población , supuestos oportunismos políticos partidarios, sentimientos emotivamente fraternales y otras cosas que no serán objeto de pormenorización en estas líneas, están manteniendo contra otras razones de buena ley.
Para empezar la palabra comunero, no tiene nada que ver con la palabra comunista, propia de una régimen bolchevique, que víctima de la incoherencia de sus planteamientos y de una violencia pretendidamente justiciera e inefable, que legó como saldo, entre otras, un abultado y millonario número de crímenes cometidos durante largos decenios (para detalles consúltese el libro “El libro negro del comunismo, crímenes, terror y represión”, Stephane Courtois, Nicolas Werth y otros autores, Ed Plaza y Janés, Barcelona 1998 ), ha hecho crisis desde Kamchaka y los Urales hasta el Atlántico. No obstante a nivel popular parece que, así a botepronto, se confunde en un primer momento la palabra comunero con la palabra comunista, lo que parece que va a hacer un flaco servicio a alguna formación política que incluye dicho adjetivo en su denominación. Sin duda no estuvieron listos a la hora de aplicar los principios elementales del marketing político y electoral y esos pequeños fallos suelen costar más de lo que inicialmente se podía pensar.
La palabra comunero en el sentido histórico-poliítico castellano tampoco hace referencia inmediata sin más a la palabra común. Ha habido organizaciones que han usado de una manera directa la palabra comuna, como fue el caso de la Comuna de París de 1870, y sus miembros se denominaron comunards, que por malévola metáfora alguno aplica a los miembros de la organización política castellana antes comentada . Las comunidades castellanas, objeto aquí de nuestra consideración, no tuvieron, ni remotamente, nada que ver con aquellos modernos acontecimientos. Hubo también comunidades, estudiadas por el regeneracionista Joaquín Costa, en el reino de León, pero que estuvieron lejos de tener las mismas características de las comunidades medievales castellanas, pese a los identificadores, asimilacionistas y simplificadores , que deben tomar cumplida nota de estas cuestiones.
Otra clave igualmente engañosa y confusa es que interpreta el adjetivo comunero como relativo a la Guerra de las Comunidades a la llegada de Carlos V, falsa en el sentido de que dicha guerra estuvo lejos de limitarse a Castilla, puesto que también se extendió a Murcia, Andalucía y León, que en absoluto tuvieron organizaciones como las comunidades medievales castellanas. A este respecto es curioso constatar como algunos se aferran al argumento de haber participado en dicha guerra como supremo argumento de castellanidad, lo que examinado fríamente es un argumento bastante inane y endeble. Muy por el contrario dicha guerra supuso en la práctica el fin de las comunidades castellanas, aunque su declive había comenzado mucho antes.
No acaban aquí las interpretaciones fantasiosas, pues es fácil advertir en muchas de los usos del adjetivo comunero que se prodigan habitualmente por estos pagos, un sentido como de igualdad algebraica al estilo de Rousseau, que fue luego uno de los lemas de la Revolución Francesa. Naturalmente que sería imposible tales elucubraciones en la sociedad castellana medieval, que si bien popular en un sentido desconocido en la Europa de su tiempo, no dejaba de ser , como todas las sociedades indoeuropeas antiguas , una sociedad estamental y guerrera (oratores, bellatores y laboratores) con una triple función jerarquizada y sacra (curiosos leer a Georges Dumezil).
En otras ocasiones se pretende delimitar el sentido del adjetivo comunero como el sentido de camaradería de la buena gente humilde, sencilla, pacífica, bonachona y elementalmente justa. Se olvida que las circunstancias en que se desenvolvieron las comunidades castellanas no eran satisfactoriamente pacíficas, existía una molesta perturbación que se llamaba guerra divinal, causa principal entre otras del origen de las comunidades, lo que de alguna manera les hacía proclives a alguna brutalidad que otra, no exactamente en la línea de lo que preconizan los manuales de urbanidad .
No faltan, claro está, interpretaciones economicistas que enfocan el adjetivo comunero como una redistribución aritmética de la renta, con un valor próximo, si no idéntico, a la media, y una dispersión, medida por la desviación estándar, casi nula o nula.
Lejos de todas las interpretaciones anteriores el sentido histórico, político, medieval y castellano del adjetivo comunero hace referencia precisa a las Comunidades de Villa y Tierra, instituciones que eran la columna vertebral política y social del viejo reino de Castilla, ampliamente desconocidas hasta por los mismos castellanos e incluso por los autodenominados castellanistas. Una somera descripción de tales instituciones se adjunta en el apéndice, a manera de invitación a un principio de ilustración.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua recoge algunas de las interpretaciones anteriormente dichas, un poco amontonadas y sin orden de prelación alguno, de los posibles los sentidos histórico-políticos pertinentes. Reproduzcamos el texto:
Comunero.
1º Popular, agradables, para todos.
2º Perteneciente o relativo a las Comunidades de Castilla.
3º El que tiene parte indivisa con otro u otros en un inmueble, un dercho u otra cosa.
4º El que seguía el partido de las Comunidades de Castilla.
El ámbito comunero de la Castilla medieval estaba lejos de la idea de nación, que no surgió hasta la revolución francesa y que desde luego también está lejos de ser un concepto netamente perfilado y unívoco; el orden político en aquellos tiempos partía del hombre concreto, que pertenecía a un estamento y eventualmente a un gremio, vivía en un municipio de cuyo concejo formaba parte, y este municipio a su vez era uno de los miembros de la Comunidad de Villa y Tierra, y finalmente esta Comunidad era una de las que federada con otras, por usar terminología actual, formaba el Reino de Castilla, refiriéndonos naturalmente a la vieja Castilla comunera y no a la posteriormente denominada, con notable confusión, corona de Castilla que comprendía otros reinos vecinos que no tuvieron nunca las instituciones de las Comunidades. Entonces la vida pública orbitaba cerca del hombre, de la familia, y del concejo, nada raro por otra parte al tratarse de una sociedad rural; la presencia del soberano quedaba inscrita en ámbitos muy concretos, como la guerra, entonces más frecuente de lo deseable, y aún siendo el rey la autoridad suprema de los ejércitos, la relación del guerrero se realizaba en primer lugar a través de las milicias concejiles. El municipio castellano abarcaba casi todos los ámbitos de convivencia: la justicia, el culto, la producción, el orden público, la milicia, el ordenamiento laboral, la seguridad social mutualística gremial, servicios públicos de agua, pastos, bosques, molinos ect.. Hasta tal punto que apenas había ámbitos propios de la realeza, ni se tenía la menor intención intención de reforzar los poderes reales, y de hecho en la vieja Castilla no hubo cortes, muy distinto de lo que ocurría en León o en Aragón. De hecho las primeras cortes castellanas no ocurren hasta después de la unión de las coronas Castilla y León , que por cierto no fue seguida de la fusión de pueblos y otras zarandajas que acostumbran a pregonar algunos. Castilla fue relativamente libertaria y anárquica para lo que se estilaba en la Edad Media, y naturalmente pagó un elevado precio por semejante desmesura y osadía. La primera penitencia comenzó con la unión con el León neogótico, señorial e imperial, poco amigo de veleidades populares comuneras, seguida más tarde con el cesarismo foráneo de Carlos V, que acabó con el invento comunero; de lo poco que quedó dieron buena cuenta el absolutismo austríaco, el despotismo borbónico, el jacobinismo y centralismo liberal, y unas cuantas dictaduras. “Demasíé p´al cuerpo” que diría un castizo. Contemplada con serenidad más parece por su historia que la península estuviera localizada en las estepas del Asia central o en la Uganda del sargento Idi Amín Dada, que no en el extremo occidental de Europa . Tanto es así que venida una época de realtiva bonanza no entusiasme demasiado al personal la idea de nación española; los independentismos proliferan como setas otoñales, a veces con virulencia inaudita, y han hecho cierto más que nunca aquel dicho de antaño: “solo es español aquel que no puede ser otra cosa”.
Muy probablemente las disquisiciones sobre las catacumbas y lo antiguo pondrán un poco nerviosos a los jóvenes inquietos, que llenos de impaciencia innovadora acudirán prestos a aquello de :“no me cuente usted esas antiguallas de la época del rey Perico” o “basta ya de batallitas del abuelo” o ya más sentenciosos “ lo antiguo está muerto lo que vale es el presente”. Todo esto recuerda aquellas estrofas retantes y amenazantes de la Internacional. “ del pasado hagamos tabla raso, legión esclava en pie a triunfar”; la verdad es que el siglo veinte ha enseñado bastante bien lo maravilloso que resulta hacer tabla rasa: así el nacionalsocialismo haciendo tabla rasa del humanismo cristiano occidental, el fascismo haciendo tabla rasa del liberalismo democrático ,el comunismo bolchevique haciendo tabla rasa del zarismo y la Iglesia ortodoxa rusa, el maoismo haciendo tabla rasa de la vieja civilización confuciana, y una larga serie de etcéteras que ponen, cuando menos, en guardia cuando se escucha a jovencitos hablar alegre, ignorante e irresponsablemente de lanzarse a lo nuevo sin el lastre de lo pasado, y más cuando se trata en este caso de un sistema de libertades populares como las castellanas, únicas tal vez en la Europa medieval.
Resulta un poco marciano o selenita en los tiempos que corren preocuparse de quien, donde y como se preocupó de preservar en la memoria el orden político tradicional de la vieja Castilla. Es muy instructivo para ello internarse en los avatares del pensamiento tradicionalista carlista, con la venia de ultramodernistas avanzadísimos, que fruto de una tras una andadura política plena de zig-zags, contradicciones, despistes, aciertos y finalmente derrotas y olvido, tuvo ocasión, sobre todo después de la tercera guerra carlista, de madurar la exposición de un ideario político tradicional relativamente simple y coherente; normalmente la derrota y la postergación suelen ayudar más al pensamiento que la hartura satisfecha de la codicia de poder.
De una manera esquemática los rasgos generales del pensamiento tradicionalista carlista se podrían resumir en: una visión sacralizada de la sociedad de origen tradicional cristiano; experiencia y precedentes históricos en lugar de teoría y especulación; instituciones concretas tan importantes o más que la legislación abstracta.; comunidad compleja de interese y valores frente a masa amorfa de individuos aislados; sentimiento de que el foro político debe representar el mundo real tal como es en lugar de transformarlo o recrearlo mediante números abstractos y elucubraciones partidistas; creencia en que la sociedad vive mejor con el mínimo gobierno central posible convenientemente frenado por una red de instituciones sociales y económicas intermedias, los llamados cuerpos intermedios, en especial los fueros regionales ( monarquía limitada y pactista de origen medieval); la constitución no es creadora de una comunidad nueva, sino receptáculo de leyes tradicionales y por lo tanto debe ser un documento esencialmente corto sin normas detalladas que deben consignarse en otros códigos; mandato imperativo y juicio de residencia; orden laboral basado en gremios y artesanado como paradigma del trabajo creador.
Ciertamente que en la formulación de estos rasgos estaba el recuerdo de otras libertades forales distintas de las castellanas, y de hecho el carlismo tuvo más implantación en Navarra, País Vasco, Cataluña o Valencia que no Castilla, entre otras razones porque las libertades forales habían sido menos pisoteadas en los antedichos países que en Castilla, donde el orden tradicional de libertades forales era prácticamente inexistente antes del siglo XIX. No obstante y aunque con una terminología más moderna, este esquema si sería aplicable a la Castilla comunera medieval, incluso se puede decir de alguna manera que el ideario tradicionalista, desde una perspectiva castellana, es una de las continuaciones posibles del orden comunero de antaño, aunque no ciertamente la única.
Desde un punto de vista actual esta visión se asemeja a un damasquinado extraño que amalgama colores iridiscentes, vivos y resplandecientes en raras combinaciones, así entre otros: monarquía con anarquía, soberanía con control, , norma con pacto, libertad con responsabilidad, decisión con concreción, representación con mandato imperativo, fidelidad con disensión, común con personal, igualdad con diferencia, fraternidad con independencia, deliberación racional con orden trascendente. De alguna manera se puede comparar este equilibrio dinámico tradicional a una sutil danza taoista entre los extremos ying y yang . Hay que reconocer que no siempre se bailó en nuestro país esta danza con la delicadeza y armonía que hubiera sido deseable, a medida que los tiempos modernos avanzaban fue degenerando esta danza en patoso zapateado, para degenerar en brutal pateado militarote y asnal. Tal degeneración no pudo escapar a lo que en extremo oriente se llama la ley de las acciones y reacciones concordantes, y trajo como consecuencia revoluciones y nuevas consideraciones políticas, en que para enmendar las cosas se puso todo del revés sin dejar títere con cabeza, la nación que en el reino tradicional era el final y la conclusión de una serie de pertenencias mucho más reales y auténticas se colocó como principio, procediéndose a la ímproba tarea de definir la nación con su secuela de características abstractas más o menos acertadas pero a la postre siempre inseguras: territorio, lengua, raza, costumbres, orígenes embusteros y fabulosos, adocenamientos comunes varios y demás demarcaciones de inclusión y exclusión, y al tener la nación moderna un carácter laico y aconfesional y ser incapaz en el fondo de un auténtica unión humana, tuvo una propensión verdaderamente patológica y paranoica a buscar el fundamento y esencia de la nación en la enemiga contra el tercero, excluido por definición, además de la adoración idolátrica de la nación fenómeno desconocido en la antigüedad. Como contrapunto a tales abstracciones aparecieron sentimientos y emociones nacionalistas desbordadas que llegan en ocasiones a enfebrecimientos delirantes, cuando no a vesanías criminales. La historia carnicera de las naciones actuales ha probado con sus guerras feroces y matanzas multimillonarias, que el nacionalismo moderno ha sido uno de los capítulos más negros y sangrientos de la historia reciente de la humanidad. Por otra parte las características de funcionamiento del estado moderno con su ocultamiento de la persona, sustituida por el aparato burucrático o por su dócil líder político temporal, cuando no por el dictador usurpador y también temporal, aunque en algunos casos menos temporal de lo que hubiera sido de desear, relega el ordenamiento social a la rigidez de la norma y de la ley, impidiendo la superior excelencia y libertad del pacto, que no se puede realizar entre los poderes sin rostro del estado moderno. Eliminado el pacto, eliminado el fuero, y eliminada por tanto una buena parte de la libertad personal, solo queda el ciudadano sometido a leyes formales, estado de derecho formal, no estado de libertades consuetudinarias vivas, alineaciones y fervores nacionalistas pero no comuneros, que mal que le pese a muchos son adjetivos antitéticos.
Suprimido el fundamento tradicional, la disquisición meramente individualista y aparentemente racional del orden político moderno, ha traído un agotamiento pernicioso radical y anémico de los eslabones de la convivencia humana: familia , tribu, polis, estado, globo. La familia parece será definitivamente sustituida por la probeta, la polis por la colmena ultranumerosa con embotamiento televisivo, el estado claudicando definitivamente de su papel, como vemos recientemente en la dejación de su atributo esencial de soberanía y autoridad como es la acuñación de moneda, para transferirla a no se que poder extraño, elegido por no se sabe quien y controlado por nadie, y sin ninguna consulta al pueblo, en un régimen que todos los días nos recuerda su acrisolada e impecable democracia; claro que vista tal actitud no es extraño que otras parte de ese estado deseosas de realizar la singladura nacionalista moderna, fascinados cual Ulises por las sirenas, reclamen independencia; si el propio estado renuncia a su autoridad sin encomendarse a Dios ni al diablo, porqué demonios va a exigir respeto a su soberanía y autoridad cuando ella misma no lo respeta. Todo esto por no hablar de la mundialización o globalización que los ultramodernos que creen haber superado la caduca noción de nación consideran la panacea final de la convivencia humana, ignorando que se trata , para decir lo menos, de poderes mucho más fuertes, imponentes, ocultos y opacos que los de los estados nacionales convencionales. A veces la pretensión globalizadora es un poco más modesta y se conforma con la dimensión continental europea, pero al fallar el fundamento último de la unión humana, no accesible a consideraciones meramente profanas, al igual que en la nación moderna, se buscan y propugnan sucedáneos imposibles: la economía y el comercio; olvidando, por estrabismo incurable de cegadoras sugestiones, la consideración elemental de que la economía y el comercio son terreno de confrontación, de polemos y no de eros ,ni menos aún de Charitas.
La actual andadura política española parte de una de esos nuevos comienzos, de uno de esos borrón y cuenta nueva tan característico de los síncopes históricos del país, plasmado en una constitución extensa forjada apresuradamente con el temor de sables de fondo, y que pretende ser fundamento nada menos que de un nuevo sentimiento nacionalista, el patriotismo constitucional; texto fundacional que, en razón de circunstancias desgraciadas, tuvo más el carácter de carta otorgada, que no de verdadero pacto popular, aunque cumpliera el requisito formal de un referendum masivo, con todas las secuencias de propaganda y sugestiones de los poderosos medios. Constitución moderna, epígono de la foránea Revolución Francesa, con un concepto un tanto barroco y escurridizo de la nación como fundamento, que lógica y fatalmente imprime carácter a sus pompas y a sus obras, a sus presupuestos y a sus corolarios, entre ellos las autonomías, diseñadas con la mentalidad abstracta de la nación moderna: axiomas de pertenencia del tipo lengua, territorio, capital, subordinación a la capital y también al capital, herencias, ect.; ese alevín de estado que es la autonomía lejos de ser el resultado de una unión y afinidad desde los cuerpos intermedios de abajo como en los viejos tiempos, se impone como principio y unidad de destino, que fatal y paulatinamente parece convertirse en un destino frente al enemigo malvado.
Es en ese ambiente de metástasis nacionalista, donde han surgido en Castilla algunos intentos de salir de la secular postergación social y política, con los síndromes inherentes a los gérmenes de la cepa originaria: extensión previamente delimitada, caracteres autógenos predestinados, invitación emocional a la idolatría nacionalista, más adelante habrá ocasión de hacerlo por decreto, declaraciones de alta traición, disposición al ataque y otras. Empero no es ello lo más grave, sino, entre otras cosas, emponzoñar adjetivos de cuño tradicional y queridos como comunero. Mal planteado desde el principio, se hace bueno el dicho: lo que mal empieza, mal acaba. Así se comienza por la queja desgarradora de la división de Castilla entre varias comunidades autónomas, y se reclama con tonos irredentistas y plañideros la unidad de Castilla; Castilla una, grande y libre, que trae a la memoria no se que estribillo falangista. Pero resulta que una deficiente memoria histórica y una pragmática valoración de un presente sin raíces, hace que los principios abstractos choquen con las realidades vivientes, y así nos encontramos con que los vecinos occidentales cada vez tienen menos entusiasmo en que los motejen de australianos, de castellanos o de maoríes, lo que al parecer constituye un delito de lesa patria castellana. De acuerdo con los axiomas está prohibido que los leoneses sean antes que nada leoneses, y luego ya veremos. Tal concepción de partida, abstracta, partidista, esperpéntica y disparatada, consume vanamente unas energías que necesitan urgentemente otras aplicaciones. Una de esas urgencias es precisamente reflexionar sobre el pasado comunero del viejo Reino de Castilla, donde el pálpito vital de la sociedad no estaba en una unidad olímpica, y omnicomprensiva sino en los municipio, en las Comunidades y en sus concejos, y su unidad era su federación, se podría decir que había tantas Castillas como comunidades, politeísmo herético que acaso asuste e irrite a los adoradores de la nación una y monolítica .
Decía Eugenio D´Ors que lo que no es tradición es plagio, y el actual concepto de nación que algunos grupos propugnan para Castilla, por bienintencionada que sea, introduce aberrantes disonancias poco o nada comuneras y poco castellanas en sentido tradicional. Desgraciadamente se transparenta con claridad el ansia de poder y ventajas, el deseo de votos, la dsiciplina de las consignas y la secreta ambición de masas de maniobra a quien dirigir, para lo cual son convenientes grandes extensiones territoriales y e importantes masas de población; en realidad todo eso es lógico y comprensible en los partidos políticos, pero es difícil que de esta forma sean algún día una auténtica alternativa de los partidos sucursalistas. El manejo, no demasiado hábil, del victimismo es algo en el fondo perfectamente asumible por los partidos sucursalistas, que al disponer de más medios y experiencia, lo efectúan con más habilidad. Convendría empezar a asumir que la recuperación del orden tradicional comunero no es políticamente correcta, no es compatible con la actual constitución, que tendría que convertirse de autonómica que es en municipalista, , comunera, federal y tradicional, con recuperación del primado popular de los concejos, y ninguno de los partidos políticos ni de los nacionalismos de vario pelaje hoy en liza están por la labor; la única persona que recuerdo con tales pretensiones es el escritor F. Sanchez Dragó, castellano y comunero “avant lettre”, que hace así honra a su sorianismo de adopción.
Ya puestos a plagiar cosas foráneas, si algún orden político se asemeja al orden social comunero, no son no los estados vástagos de la Revolución Francesa, ni los que siguen el modelo anglosajón de democracia, sino más bien Suiza; es el sistema confederal helvético, añorado con cierta nostalgia, el que más usos y costumbres ha conservado de los antiguos tiempos medievales; acaso de él se pueda aprender para restaurar una convivencia política comunera. La asimilación y puesta en práctica de la antigua lección que dieron nuestros mayores en la vieja Castilla, acaso sirva para reedificar una nueva pero a su vez tradicional Castilla comunera, y acaso posteriormente, con mucha suerte y el favor de los dioses, para una más amplia confederación hispánica, parte a su vez de una Europa que si bien acaudalada rentista, está en albores de moribundia, y que por razones de índole metapolítica y también sociales no parece de muy favorable pronóstico.
APÉNDICE
La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero y Jiménez
Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977
Páginas 49-64
Las instituciones más interesantes de la vieja democracia castellana son, a nuestro juicio, las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra, que se desarrollan por todo el solar de la antigua Celtiberia, tanto castellano como aragonés.
No obstante lo mucho que se habla de ellas, estas comunidades son ignoradas por la mayoría de los españoles -incluidos los propios castellanos-, a pesar de que ocupaban casi todo el territorio de Castilla al sur de Burgos y Nájera. Costa, que con tanta agudeza estudió nuestra tradición democrática, en su famosa obra sobre el «Colectivismo agrario en España», dice que las comunidades castellanas y aragonesas son materia digna de estudio que aún sigue por estudiar. Pero hay algo peor que esta falta de estudio: las comunidades se mencionan mucho, de manera confusa, y no sólo con desconocimiento de su naturaleza sino confundiéndolas con otras cosas que poco o nada tienen que ver con ellas. Desconocimiento generalmente extendido, incluso entre quienes cultivan la historia. Otro aragonés, don Vicente de la Fuente, uno de los pocos estudiosos de las viejas comunidades -hijos todos ellos de tierra comunera-, eligió como tema para su discurso de ingreso en la Academia de la Historia el de las comunidades aragonesas de Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, «con harta extrañeza de los eruditos» -dice textualmente-, pues la mayoría de ellos no sabían que hubieran existido comunidades sino en Castilla y en tiempos de Carlos V; lo que era sencillamente ignorar por completo las viejas comunidades castellanas y aragonesas. Se habla mucho, en efecto, de las «comunidades de Castilla» a propósito del alzamiento generalmente llamado de los «comuneros» -que otros dicen de los «populares»- contra el emperador de la casa de Austria y su séquito de flamencos; lo que aumenta la confusión, porque aquel movimiento no fue exclusivo de Castilla ni de sus comunidades, ya que se extendió por el País vascongado, y también por tierras de León, Andalucía y Murcia que no conocieron las instituciones comuneras. Formar comunidad significa genéricamente en nuestra lengua reunirse para una actividad en común -como la que convinieron los «comuneros» de Castilla, León, Toledo, etc. frente a Carlos 1 de España y V de Alemanía-; y alzarse en comunidad es frase que se ha aplicado a todo levantamiento colectivo.
¿Qué eran estas comunidades 0 universidades?, ¿dónde existieron?, ¿cuándo y cómo surgen en nuestra historia? Muy difícil es responder a estas preguntas en pocas páginas; pero vamos a intentarlo, con los riesgos que ello implica.
Las comunidades castellanas y aragonesas eran fundamentalmente análogas a las repúblicas vascongadas, de que más adelante hablaremos, y a las instituciones populares de la Castilla cantábrica que acabamos de esbozar; muy semejantes también a las de algunas comarcas de Navarra, como-la Universidad del Valle del Baztán. En Castilla las encontramos desde los primeros tiempos de la Reconquista, empujando vigorosamente con sus milicias concejiles el avance hacia el sur y repoblando los territorios conquistados en las cuencas del Alto Duero, el Alto Tajo y el Altojúcar: Nájera, Ocón, Burgos, Roa, Pedraza, Sepúlveda, Cuéllar, Coca, Arévalo, la grande de Ávila (con más de doscientos pueblos), la grande de Segovia (con más de ciento cincuenta pueblos), Madrid, Ayllón, la grande de Soria (con más de ciento cincuenta pueblos), Almanzán, Atienza, jadraque, Guadalajara, la grande de Cuenca...
Las comunidades castellanas más importantes por su extensión eran las de Soria, Segovia, Ávila y Cuenca. La de Sepúlveda es famosa por su viejo fuero, que ya regía en la época condal y cuyo espíritu se extiende por el Aragón comunero, el de las grandes comunidades de Calatayud, Daroca y Teruel. Madrid fue cabeza de una pequeña comunidad antes de convertirse en corte de la monarquía española. Muy notable, tanto por la extensión de su territorio en ambas vertientes de la sierra de Guadarrama -«aquende y allende puertos», dicen los documentos antiguos-, como por su interesantísima historia civil, es la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia (nuestra ciudad natal), llamada también Universidad de Segovia y su Tierra, que todavía posee algunos buenos pinares, pequeñas reliquias del gran patrimonio comunero de siglos pasados. Ofrece la importante particularidad de que no tenía fuero escrito' -semejantemente a como Inglaterra, tan apegada a su peculiar democracia, no tiene constitución- y, con hondas raíces en el pueblo, se gobernaba por la costumbre y los acuerdos de su concejo. No cabe preguntar aquí si la legislación vale como testimonio fidedigno de la actividad colectiva, pues al no haber fuero escrito, las normas de la comunidad, consuetudinariamente observadas, eran la mejor expresión de la vida ciudadana. La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia resulta por todo ello valiosísima manifestación histórica del carácter nacional de la vieja Castilla.
Las Comunidades de Ciudad y Tierra, verdaderas repúblicas populares que dentro del reino de Castilla poseían los atributos de los estados autónomos de una federación, constituían los núcleos fundamentales de la estructura política y económica del estado castellano. He aquí resumidas -según lo que de la Fuente y Carretero y Nieva nos dicen de ellas- las características esenciales de las repúblicas comuneras:
Eran sociedades con funciones políticas mucho más amplias que las correspondientes a la vida municipal.
Tenían soberanía libre de todo poder señorial sobre un territorio de extensión muy variable que comprendía varios pueblos (a veces más de cien y aun de doscientos), municipios con vida propia y autonomía local dentro de la comunidad.
El poder de la comunidad emanaba del pueblo y tanto en ella como en los municipios de su tierra era ejercido por los concejos. Los alcaldes y los demás funcionarios de la comunidad y sus municipios eran de elección democrática. Las asambleas populares solían celebrarse en los atrios exteriores de las iglesias, tan característicos de esta parte de España, que desempeñaban así una función civil, o en la plaza pública « estando ayuntados a campana repicada según lo habemos por uso e costumbre de nos ayuntar», dice textualmente un acta concejil.
Los órganos de gobierno de las instituciones populares del estado (comunidades y municipios) eran en Castilla los concejos.. La palabra castellana concejo equivale a la alemana Rat y a la rusa soviet, El régimen político y administrativo de la vieja Castilla era, pues, el gobierno de los concejos. Estos eran elegidos en los pueblos por todos los vecinos con casa puesta (lo que los vascos llaman por voto fogueral o por hogares y vosotros, catalanes, decisperfocs). A los efectos de nombrar representantes en el concejo de la Comunidad, la Tierra (como solía llamarse el territorio comunero fuera de la Ciudad) estaba dividida en distritos administrativos que abarcaban varios pueblos (los cuales en Segovia se llamaban sexmos, y sexmeros, sus representantes o procuradores).
Las comunidades tenían fuero y jurisdicción únicos para todo su territorio. Los ciudadanos eran todos iguales en derechos, sin distingos por riqueza o linaje, según lo expresa claramente el precepto del Fuero de Sepúlveda que manda que no haya en la villa más de dos palacios, del rey y del obispo, y que todas las otras casas «también del rico, como del alto, como del pobre, como del bajo, todas hayan un fuero e un coto», es decir, una misma ley y una sola jurisdicción para todos (rudimentaria y sencilla, pero magnífica declaración de igualdad de los ciudadanos ante la ley); y el que ordena «al juez e a los alcaldes que sean comunales a los pobres, e a los ricos, e a los altos, e a los bajos»; y el que manda que «si algunos ricos omnes, condes o podestades, caballeros o infanzones, de mío regno o d'otro, vinieren poblar a Sepúlvega, tales calomnas hayan cuales los otros pobladores», es decir, a igual delito, la misma pena, quienquiera que fuere el culpable. Una restricción conocida y frecuente era que para ocupar algunos cargos del concejo (alcalde, capitán de las milicias concejales, etc.) había que ser caballero; pero en las viejas comunidades de Castilla se entendía por tal, sencillamente, al que mantenía caballo de silla para la guerra, presto a seguir el pendón de la comunidad; por lo cual se convertía en caballero todo vecino que lo adquiriese, y dejaba de serlo quien lo perdiera. La caballería castellana no era, pues, entonces un cuerpo aristocrático cerrado al pueblo. En el Poema del Cid se alude a la condición democrática de la caballería como cuerpo guerrero cuando nos cuenta cómo los peones de la tropa del Campeador se hacían caballeros con sus ganancias en la guerra:
Los que foron a pie - caballeros se facen.
En algunas comunidades aparece un señor, «señor de la villa» dicen algunos fueros. La misión de este funcionario puede definirse como la de un gobernador puesto por el rey en calidad de delegado suyo para los asuntos concernientes a las facultades reales, en su origen muy reducidas. Era generalmente alcaide o jefe militar de la fortaleza real, con poder limitado, pues aun en el caso de guerra la autoridad del monarca estaba condicionada, ya que las tropas comuneras, si bien bajo el mando supremo del rey o de su delegado, obedecen directamente a los capitanes nombrados por el concejo y siguen la enseña militar de éste. En los acuerdos que se conservan de las juntas de concejos comuneros no se ve intervención alguna del señor.
Las fuentes naturales de producción eran patrimonio de la comunidad, principalmente los bosques, las aguas y los pastos (que ocupaban lugar muy importante en la economía). Con esta propiedad colectiva coexistía la privada de las casas y las tierras de labor. También era propiedad de la comunidad el subsuelo: «salinas, venas de plata e de fierro e de cualquiera metallo», dice el Fuero de Sepúlveda. Ciertas industrias de interés general, como caleras, tejares, fraguas y molinos, eran con frecuencia propiedad de los municipios, que también tenían tierras comunales, por cesión que de ellas les hacia la comunidad para que atendieran a las necesidades municipales. Como el suelo era propiedad de la comunidad, ésta podía repoblarlo, y hay casos bien conocidos en que una comunidad puebla lugares de su territorio, creando dentro de ella nuevos municipios. Así la Comunidad de Segovia puebla El Espinar y cede gratuitamente algunos pinares a su municipio; y así también el Concejo de la Comunidad de Segovia concedió licencia a algunos vecinos para hacer nueva población en un lugar -hoy de la provincia de Madrid- que se llamó Sevilla la Nueva, por ser su primer alcalde Juan el Sevillano -natural de Sevilla-.
Punto muy interesante es el de la autoridad que las comunidades tenían sobre los municipios de su territorio. Estos, que disfrutaban de autonomía local, dependían en instancia superior de aquélla, que tenía el derecho de dirimir contiendas entre ellos, función que se llamaba de medianeto. Existen documentos que demuestran la autoridad del concejo de la comunidad sobre los de sus municipios, como una «carta de mandamiento» al Concejo del Espinar en la que se dice que el rey manda formar hermandad y viendo el Concejo de Segovia «que su pedimento era justo e cumplidero de se facer ansí» manda dar sus cartas de mandamiento en tal sentido a todos los concejos de la Tierra.
Las comunidades no eran, pues, mancomunidades o asociaciones más o menos transitorias o circunstanciales de municipios, como a veces se afirma, sino los núcleos políticos y económicos fundamentales de la vieja Castilla por encima de los cuales, en un escalonamiento de jurisdicciones y poderes, estaba la. corona y por debajo quedaban los municipios. El examen cuidadoso del funcionamiento de cualquiera de ellas lleva a esta conclusión, también apoyada por el hecho de que mientras son conocidos con detalle casos de fundación de nuevos municipios por una comunidad, no hay noticia alguna de creación de comunidades por la reunión de municipios.
La suprema autoridad del estado castellano residía en el rey, que debía ejercerla con sujeción a los fueros. Era tal el prestigio popular de éstos, que todavía la palabra 'desafuero significa en el lenguaje llano acto contrario a la razón o a las buenas costumbres. La justicia correspondía al monarca, pero en suprema instancia y con arreglo a «fuero de la tierra». Los ciudadanos de las comunidades elegían sus autoridades judiciales y no se les podía obligar a comparecer ante los oficiales del rey sin haberlo hecho previamente ante sus propios alcaldes.
Los concejos rechazaban los mandatos reales que estimaban contrarios a los fueros, de aquí la histórica frase castellana: «Las órdenes del rey son de acatar, pero no son de obedecer si son contra fuero»; que concuerda con la famosa fórmula del pase foral con que los guipuzcoanos rehusaban cumplir los decretos reales que consideraban atentatorios a su constitución foral.
Las comunidades poseían ejércitos con enseña propia y capitanes designados por ellas, milicias comuneras que seguían el pendón del concejo, símbolo de la autoridad militar de la comunidad. Así dice de la Fuente que comunidad prepotente de Castilla, con vasto y bien administrado territorio, era la de Segovia, cuyo corncejo podía poner en campaña cinco mil peones y cuatrocientos caballeros que tenían que ir en pos del pendón concejil. Y es muy interesante observar, frente a los que hablan de los supuestos perjuicios que las autonomías democráticas pueden acarrear a las cordiales relaciones entre los pueblos, que a pesar de que las comunidades contaban con estos ejércitos y de que no escaseaban los conflictos entre.ellas, jamás acudieron a las armas para dirimir sus diferencias, lo que contrasta con las frecuentes guerras que entre sí sostenían los señores poseedores de mesnadas.
Por último, las comunidades tenían una ciudad o villa como capital o sede permanente de su concejo, que desde ella gobernaba la Ciudad y la Tierra.
Reunían, pues, las comunidades todas las condiciones de una república autónoma aunque incorporada al reino de Castilla; y eran análogas, en las circunstancias de aquella época, a las repúblicas o estados federados que hoy integran lo que en Europa se suele llamar república federal y en América estados unidos.
Claramente se ve que las comunidades castellanas y aragonesas eran cosa distinta de los municipios medioevales de la España feudal; y que, gemelas de las instituciones de los estados vascongados, tenían también muchas semejanzas con las de la Castílla cantábrica, Castilla Vieja o la Montaña.
Tampoco hay que confundir las Comunidades de Castilla y Aragón con las comarcas de economía colectivista que existieron en otras partes de España, algunas muy interesantes en el reino de León (la Cabrera en la provincia de León, Sayago y Aliste en la de Zamora, Fuentes de Oñoro en Salamanca ... ), estudiadas por Costa en su «Colectivismo Agrario en Espafía»; tierras de explotación comunal, pero sin las libertades, autoridad y autonomía poritica propias de las repúblicas comuneras.
Como en todo lo referente a las Comunidades de Castilla domina una gran confusión -entre otras razones porque la cuestión en sus detalles es muy compleja-, hemos procurado aclarar conceptos prescindiendo de pormenores y simplificando la nomenclatura -variable en la realidad de unos lugares a otros-. Así, sabiendo lo que en Líneas generales eran las comunidades de ciudad o villa y tierra, hemos llamado concejos de comunidad o concejos comuneros a sus gobiernos representativos; municipios a las entidades con autonomía local que formaban parte de una comunidad, y concejos municipales a las juntas de gobierno de los municipios, último escalón en la estructura federal del estado castellano, o de la federación vascocastellana, como podríamos llamar en el lenguaje político de hoy al viejo reino de Castilla después de la unión a su corona de los estados vascongados.
A la estructura política de la vieja Castilla como unión -mediante el vínculo de la corona- de comunidades autónomas dentro de las cuales los municipios gozaban a su vez de autonomía, corresponde una idea de la patria -que hoy diríamos conciencia nacional- muy diferente de la que se desarrolla en los grandes estados centralizados y cuyas mayores semejanzas las encontramos en la Suiza de los cantones. La nacionalidad no es aquí uniforme y plana, sino tradicionalmente varia y a distintos niveles. Comienza en la comuna de origen, patria local, familiar, íntimamente conocida en su geografía y su historia; se extiende inmediatamente al cantón, pequeño estado -formado por varias comunas- con autonomía y gobierno propio, patria -regional, también cercanamente conocida y sentida -aunque no tan familiar como la comuna-; y se dilata por último hasta la nación suiza, cuyo estado todavía conserva, por apogeo a la tradición, el nombre de Confederación helvético, a pesar de que en realidad y constitucionalmente Suiza es una federación a la que todos los cantones, para fortalecer la unión, han cedido definitivamente parte de su soberanía. Esta idea de la nación como un escalonamiento de «patrias» que tiene su primer nivel en el municipio nativo era la tradicional de Castilla y el Pais vascongado (y en parte también de Navarra y Aragón). El segoviano era, en primer lugar, vecino de la ciudad de Segovia o de un municipio de su Tierra; después -pasando por el sexmo o división comarcal de la Tierra, en caso de pertenecer a ésta- ciudadano de la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia, pequeña república que comprendía la Ciudad y más de ciento cincuenta pueblos de la Tierra; lo que le hacia castellano u hombre de Castilla en sentido restricto -no de los otros reinos o estados con ella unidos-; y como tal y en última instancia español, es decir, miembro del gran conjunto de reinos, pueblos y países que para él era España. La similitud entre la estructura del estado castellano con sus concejos autónomos y la organización federal de Suiza ya fue señalada hace muchos años por Oliveira Martins en su notable História da Civilisaçao lbérica.
Las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra son instituciones propias de la Castilla y el Aragón celtibér;cos, que no se extienden por la Tierra de Campos, al occidente del rio Pisuerga -límite tradicional entre Castilla y León--, ni al sur del Tajo, por La Mancha. Hay razones políticas y antecedentes históricos que explican este hecho: el régimen señorial -eclesiástico y laico de los países de la corona de León, que después se extiende por Extremadura, La Mancha, Murcia y Andalucia, es incompatible con el popular y comunero de Castilla, el País vascongado, el Bajo Aragón y parte de Navarra. Existen también condiciones económicas propicias para el desarrollo de las repúblicas comuneras; que si la economía no es todo en la vida de los hombres y de los pueblos tampoco es posible prescindir de ella en el conocimiento de la historia y de los fenómenos sociales. La propiedad privada puede ser buena para el cultivo agrícola; pero las riquezas forestales y la ganadería trashumante se desarrollan bien en régimen de propiedad comunal e bosques y pastos. La propiedad y el usufructo colectivo de éstos eran, en efecto, las 'bases económicas de nuestras viejas comunidades. Esquemáticamente podríamos definirlas, en su forma primitiva, como repúblicas de pastores, quizás del linaje de aquellas tribus de la Celtiberia cuyo recuerdo asociamos con emoción desde nuestra niñez escolar al heroico fin de Numancia. Las llanuras leonesas y manchegas, en cambio, sustentaban economías y formas de propiedad muy diferentes a las de las sierras castellanas y aragonesas, lo que ayuda a explicar la ausencia en ellas de las instituciones comuneras.
Por otra parte, aquella repoblación democrática de Castilla por gentes libres e iguales que vivían de su trabajo, sin mantener a otras en servidumbre, tenía un límite natural determinado por el propio crecimiento demográfico-si crecimiento habla en aquellas duras circunstancias- pasado el cual toda expansión territorial de las comunidades era imposible por falta de pobladores. De aquí que la repoblación de Andalucia, La Mancha y Murcia lo fuera a la manera feudal leonesa, con señoríos laicos o eclesiásticomilitares y vasallos labradores, no pocos de éstos mozárabes provinientes del Andalus o parte de la población musulmana que permaneció bajo señores cristianos en los territorios conquistados; de aquí también que las concesiones del Fuero de Sepúlveda hechas en lugares, al sur del Tajo donde se establecieron pobladores castellanos (Puebla de D. Fadrique, Segura de León) y aun en tierra valenciana (Morella, adonde el fuero sepulvedano llegó a través de Aragón) apenas dejaran huella en su historia social: las condiciones del país no eran propicias para el arraigo de instituciones politicoeconómicas como las comunidades y sus concejos.
La singularidad, en Europa y dentro de España, de las instituciones democráticas de Castilla la señala bien Sánchez-Albornoz que muestra en contraste con ellas el triunfo de los señoríos -laicos y eclesiásticos- en Cataluña, Galicia, Asturias, Portugal y León, «incluso en los llanos leoneses situados al norte del Duero». «Sólo el País vasco, Euzcadi, tan unido a Castilla por lazos de sangre e historia -recalca don Claudio-, se hallaba también organizado democráticamente.»
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